Así, pues, quizá en este “Tiempo para discrepar” no sería mala cosa ponernos a matizar algunos puntos esenciales que permitan acotar los límites de tan arduo debate. Y en este sentido lo primero que deberíamos destacar es que las Naciones, en su concepto político, no son tan antiguas como se piensa: el sentido moderno de la palabra Nación no se remonta más allá del siglo XIX.
El supuesto contrario, la idea de que la identificación nacional es tan natural, primaria y permanente que precede a la historia, está muy generalizado. Sin embargo esto no ha sido así en la realidad. El diccionario de la Real Academia no utiliza la terminología del Estado, la Nación y la lengua en sentido moderno hasta su edición de 1884. Antes la palabra “Nación” significaba sencillamente “la colección de los habitantes de alguna provincia, país o reino”. Desde 1884 se daba como definición “Estado o cuerpo político que reconoce un centro común supremo de gobierno” y también “Territorios que comprende, y aún sus individuos, tomados colectivamente como conjunto”. Por tanto podemos argüir, sin duda alguna al respecto, que la característica básica de las naciones modernas y de todo lo que se relaciona con ellas es, precisamente, su modernidad.
Es decir, el primer significado de Nación en su sentido actual surge como consecuencia de las revoluciones norteamericana (1776) y francesa (1789), y se basa en la equiparación del “pueblo” con el Estado. En este sentido la Nación se definiría como el conjunto de los habitantes de un país regidos por un mismo gobierno.
Ciertamente, el Estado moderno recibió su forma actual en la era de la Revolución Francesa, definiéndose como un territorio geográfico, preferiblemente continuo e ininterrumpido, sobre la totalidad de cuyos habitantes se gobierna, y con fronteras o límites que lo separan de otros territorios o Estados. Sobre éste se imponía el mismo sistema administrativo y las mismas leyes, y se gobernaba a un “pueblo” que quedaba definido territorialmente. El gobierno y los súbditos quedaban así vinculados por lazos que nunca antes existieron. La identificación de los distintos pueblos con la Nación era la forma más cómoda e inteligente de asegurar la lealtad: el patriotismo nacional de Estado surgió como elemento de unión aglutinante de su población.
Para la existencia de un Estado era requisito indispensable la presencia de una población a la que aplicar las normas estatales. Pero ese concepto de “pueblo” era demasiado impreciso, existía demasiada disimilitud en el terreno étnico y cultural, por ello el pueblo se ligó con el Estado a través del concepto de Nación, que se consideró la proyección política de la idea del pueblo.
Así, pues, para la existencia de una Nación no era precisa la realidad previa de un grupo étnico, de base natural o biológica. La Nación surgió en este momento determinado de la historia política como forma de asegurar el funcionamiento del aparato estatal: aglutinó a los individuos que integraban el espacio económico, social y político abarcado por el Estado.
De modo que este tipo de Nación (de carácter político) surge como consecuencia de la existencia previa de un Estado. Es el caso de las viejas naciones europeas (Francia, Dinamarca, Suiza, España, Portugal, Reino Unido, Rusia); de la mayor parte de las Naciones del Continente Americano (desde Estados Unidos a las naciones iberoamericanas), de las del Continente Asiático y del Africano después.
Para este concepto político, la Nación es el conjunto de los ciudadanos cuya soberanía colectiva los constituye en un Estado que es su expresión política. La etnia, la lengua u otras cosas parecidas no constituyen ningún aspecto fundamental. Lo que caracteriza a la Nación es la existencia previa del Estado y la prevalencia del interés común frente a los intereses particulares.
Sin embargo este inicial concepto político de Nación sufriría un momento de convulsión en la Europa revolucionaria de 1830-1848, donde el concepto de Nación cambiaría comenzando a hacer hincapié en la idea de una comunidad lingüística y cultural previa unida por el sentido historicista del ineludible cumplimiento de una misión.
Esta nueva idea de Nación que tiene su fundamento en una realidad cultural, surge, pues, en un momento histórico posterior para un fin político determinado: formar nuevas realidades estatales en territorios caracterizados por su disgregación. Los casos más paradigmáticos son los que concluyeron con las unificaciones de Italia y Alemania.
Para este tipo de idea de Nación es indispensable la existencia de la realidad prepolítica que es el grupo étnico, la idea del pueblo como ente ancestral. Pero ¿cuál sería el elemento clave que garantizaría la existencia de ese pueblo? Pues estaría en función de las circunstancias, se escogería aquello que mejor garantice la diferenciación perseguida por los nacionalistas. El grupo étnico o pueblo trascendería a su vocación de nacionalidad cultural en la voluntad de dotarse de una organización política propia. La Nación, en este caso, surgiría siempre como consecuencia de unas ideologías nacionalistas previas. El protagonista de la Nación será la etnia y su manifestación genuina de la lengua nacional; los derechos no serían los que derivan de los ciudadanos que la integran, sino que se deducen de ese todo que es la nacionalidad.
Es un nacionalismo exclusivista que eliminó el concepto político de “umbral mínimo territorial” para la existencia de un Estado con viabilidad. Por ello, políticamente, aboca a un eterno infinito en el que siempre, sobre una nación cultural, existirá el sustrato étnico o cultural capaz de reiniciar el proceso de una nueva ideología nacionalista y por tanto de otra nueva Nación.
Así, pues, en el debate de las nacionalidades y su derecho a la autodeterminación, esto es, a dotarse de una organización política propia en forma estatal, será difícil encontrar un punto de inflexión o acuerdo general, toda vez que por lo común los contendientes (dialécticamente hablando) estarán enfrentando dos conceptos políticos diferentes: el de la Nación de carácter político (España, por ejemplo), con el de la Nación de carácter cultural (Cataluña, País Vasco,etc.) ambos surgidos en momentos históricos diferentes, para afrontar problemas políticos diferentes. Por ello quizá lo más prudente será que ambos interlocutores conozcan las bases del principio que defienden, y de este modo comprendan que no se están refiriendo a unas formas de organización cuya preexistencia surge de forma primaria o natural, sino que debaten dos diferentes formas de organización política que se definen de forma teórica y que, por tanto, en cualquier momento se pueden superar –piénsese, por ejemplo, en la idea supraestatal de la Unión Europea. Luego en ningún caso deberían servir para justificar un enfrentamiento violento como es el que se ha venido produciendo en los últimos años de la situación política del momento actual.
El problema,como siempre,es que cada uno queremos tener razón sin importar la raíz del problema ni pensar si estamos equivocados.No nos gusta claudicar ni pactar, porque sólo nos enseñan a ganar y a defender nuesta posición a la fuerza, en vez de argumentando.
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