EL VIAJE DE DON QUIJOTE-LA MANCHA DE AZORÍN - Momentos para discrepar

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lunes, 17 de agosto de 2015

EL VIAJE DE DON QUIJOTE-LA MANCHA DE AZORÍN

Leo y releo las diversas entregas que bajo el epígrafe «El viaje de Don Quijote/La Mancha de Azorín» escribe Julio Llamazares en la «Revista de Verano» de El País. El trabajo (o encargo, o ambas cosas a la vez) pretende rememorar, al menos en sus primeras entregas, la ruta que emprendiera Azorín hace ciento diez años para conmemorar el tercer centenario de la publicación del Quijote en su primera parte, a la vez que servir de efemérides al cuatrocientos aniversario de la publicación del mismo en su segunda mitad. Y tengo que decir que cuanto más las leo, más sorprendido me encuentro, y no para bien, precisamente. Comentario éste que creo que merece una explicación.
Vaya por delante mi admiración por la prosa de Llamazares. Pienso que leerle siempre resulta enriquecedor. ¿Qué sucede esta vez?
Pues ocurre, ni más ni menos, que Llamazares parece haber pasado por la Mancha con la intensa pesadumbre del que cumple con una desagradable obligación. Y digo esto porque está muy claro que el escritor no conoce la Mancha, pero es que al parecer tampoco le importa un comino esta cuestión. ¿Por qué habrá aceptado el encargo? —me pregunto—. Se limita en sus entregas: a poco más que seguir el libelo que en su día escribiera el noventayochista y a recorrer, y no muy fielmente, por cierto, la ruta que su antecesor —lo digo por la cosa del oficio— escribió. De este modo realiza una serie de entregas periodísticas, pura retahíla de tópicos banales, que cuesta mucho aceptar. Y me pesa sobremanera escribir esta opinión.
Porque la cosa comenzó bien. En su primera entrega «La partida», además de exponer al lector las cuitas y razones que le iban a llevar a escribir esta nueva «Ruta de Don Quijote», se adentró en el Madrid castizo para buscar aquellos lugares que aún conservan la memoria cervantina. Y lo hizo bien, muy bien, porque se mueve en la cosmopolita ciudad que tan bien conoce y que probablemente admira. Y así nos habla de aquellos que en los últimos días han removido los restos de las sepulturas de la cripta de las Trinitarias con el vago intento de identificar los de Cervantes. Y nos caracteriza el barrio de las Letras, recreándolo con anécdotas de «demandadera de convento» y citas de placas en fachadas. ¡Genial! Se hace la boca agua con lo que se supone que vendrá después.
Pero lo que llega después es la Mancha, o mejor dicho una parte del territorio manchego, de sus pueblos y sus gentes, con la que Llamazares no llega a conectar. Se deja arrastrar por los pasajes del Quijote y la ruta que describiera Azorín —que por otro lado es lo que debía hacer, desde luego—, pero todo eso habría de llenarlo, en mi opinión, con las sensaciones personales que percibe el escritor, además de la buena literatura que le suele caracterizar. Mas salvo repetir la  información que ofrece la novela cervantina, «La ruta…» que escribiera Azorín, la consabida Wikipedia, además del uso de cuatro tópicos dimanados de ligeras entrevistas con el paisanaje local y el recurso de algunas descripciones que transmiten una imagen de la Mancha absolutamente irreal, algo así como el retrato en sepia de un territorio que poco menos que habría quedado anclado en los tiempos que lo recorriera José Martínez Ruiz, el autor poco más nos viene a aportar.
En Puerto Lápice —escribe—: «…es domingo y frente a la plaza, en la carretera, varias personas esperan el autobús de Madrid que está a punto de llegar. Por las ganas yo me iría también…». Lapidaria frase que viene a describir aquello que la Mancha transmite al escritor. Que a pocos kilómetros de donde se sitúa en ese momento se encuentren los complejos lagunares esteparios más singulares de toda España —sí, aquellos que constituyen parte de la reserva de la biosfera de la Mancha Húmeda—; que esté pisando yacimientos arqueológicos que datan culturas de extraordinaria importancia y singularidad (el bronce manchego, por ejemplo), que sobre esa llanura que contempla sea incapaz de percibir que se puede seguir el rastro de más de cuatro mil años de antigüedad; como poco decepciona y tan sólo evidencia el mero hacer de un trabajo de encargo que al menos, y sobre la Mancha, parece que a Llamazares no le ha venido a gustar.
Y así va saltando de sitio en sitio, guiándonos a través de pueblos blancos «…de un blanco mate, con las puertas azules… [donde]…  cada 24 de enero, los villartinos tiran 2.000 docenas de cohetes…», cosa que debe ser de lo más importante en las impresiones que el autor ha podido captar. Buena predisposición para disponerse a atravesar «… esta planicie amarilla y lisa como una tabla de planchar desesperante y aburrida al mismo tiempo…». A lo mejor, sólo con haber indagado un poco en la historia esa «tabla de planchar» le hubiera parecido menos aburrida y monótona, preñada, seguramente, de hechos y «fazañas» dignas de un mayor aprecio y un mejor hacer.
De Argamasilla de Alba nos cuenta de su confianza en la buena fe de «…la residencia de don Quijote en este lugar…» y que el Guadiana —el Guadiana ¿Qué Guadiana? —me pregunto—, «… apenas es un reguero que desaparece justo al llegar al pueblo…». ¿Se referirá el escritor a esos pilancones que pretenden memorar el cauce de un río que hace décadas que dejó de circular?... Porque otra cosa, salvo el aliviadero del pantano de Peñarroya, ya no existe como río en ese lugar. Y respecto a Ruidera casi mejor no hablar, pues desde convertir en pantano de Peñarroya en «… la primera de las lagunas de Ruidera…» —¡Hombre, en todo caso será la última por aquello de las leyes de la física y la hidráulica que determina que el agua corre de lo alto a lo bajo, y no al revés!—; eso sin contar con que el pantano de Peñarroya jamás formó parte del conjunto lagunar de Ruidera… En fin… Ver para contar.
Tomelloso, con «…ese olor acre y dulzón que despide toda ella…», pero que al menos le ha parecido que «… tiene más que ver con una pequeña capital de provincia que con un pueblo, por más que todo el mundo se conozca». ¡Cuánta generosidad!, pese que al escribir le parece que en el Casino de San Fernando «… permanece intacto el aire de los casinos manchegos que tan bien captó Azorín». En Criptana, salvo japoneses y turistas, que como Azorín y él mismo «… suben a los molinos y luego se van» poco más que señalar; y de El Toboso y Alcázar de San Juan, salvo la estación ferroviaria de éste último, ninguna otra cosa que señalar salvo compartir las palabras de Azorín «… habrá otro pueblo, aparte de éste, más castizo, más manchego, más típico…».
Y ante semejante descripción de la Mancha (alta y baja) actual, a uno no le queda otra que decir que, o a Julio Llamazares se le ha atravesado una Mancha libresca que poco tiene que ver con la realidad, o es que en verdad los lugareños de aquí seguimos siendo esos locos Quijotes que no saben vivir en su momento actual.
Pues ¡Que Dios nos coja confesados! si lo que escribe Llamazares es la realidad… Aunque a mí me da que no…

2 comentarios:

  1. La cosas que no se hacen con pasión y porque te gustan de verdad, rara vez las haces bien.
    Es mejor decir que no a algo que descargar toda la frustración al realizarlo.

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  2. La cosas que no se hacen con pasión y porque te gustan de verdad, rara vez las haces bien.
    Es mejor decir que no a algo que descargar toda la frustración al realizarlo.

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