Que la política y los políticos
se mueven en una continua batalla por el control de las palabras es una
realidad poco conocida, pero en cambio, ampliamente utilizada. ¡No es nada
nuevo! Históricamente fue utilizada profusamente por los regímenes totalitarios
hasta abocar a sus sociedades a aquella apocalipsis que fue la Segunda Guerra
Mundial. Conocían y manejaban bien, a través de sus mecanismos de propaganda y
difusión, el poder demoledor que supone destruir los vínculos éticos y morales
que deben existir entre "palabra" y "verdad". Con esta
separación, demolición en suma de todo atisbo de cultura humanista, lo que
consiguieron fue dejar indefenso al individuo y consecuentemente listo para su
manipulación y sumisión. Porque cuando las palabras no dicen la verdad, se
hiere la libertad del hombre: sin verdad nunca hay auténtica elección.
Y bien que lo sabían aquellos
"magos", encantadores de serpientes expertos en la manipulación y la
seducción a través de las palabras, que en la vida fueron, han sido y serán,
todos los totalitaristas del mundo. Y como culmen aquella destrucción, aquel
horror que a lo largo de seis años de guerra se llevó por delante a cuarenta y
cinco millones de seres humanos.
¿Hemos superado aquella situación,
o somos herederos de sus consecuencias? Quizá podríamos respondernos si
consideramos el valor que tiene hoy aquel "Dar la palabra" que se usó
con profusión hasta hace apenas unas décadas. Supongo que muchos de los
lectores se contestarán, al igual que lo hago yo, que la cita ha dejado de
tener sentido en el momento actual. Y si la trasponemos al ámbito de lo
político, no es sino un eufemismo estrafalario que ni el más íntegro de los
servidores públicos se atrevería a utilizar.
Así, pues, al igual que antaño
ocurrió, expoliados de la verdad de las palabras, también nosotros nos
encontramos indefensos ante las manipulaciones, de modo que la mentira campea
por sus respetos. Lo peor es que hemos aprendido a convivir indiferentes a
ella.
El último ejemplo lo tenemos bien
claro en nuestra España invertebrada y en el momento político del "hecho
catalán", donde todos, desde los nacionalistas hasta los partidos
"estatales" han entrado de lleno en la batalla del lenguaje y su
lucha por el control. De modo que los separatistas catalanes jamás se
autodenominan como tales, recurriendo a todo tipo de elipsis (nacionalistas,
catalanistas, defensores de la autodeterminación, soberanistas…) pero evitan
pronunciarse con la verdad de lo que son, separatistas en el momento actual
—aunque puede que el tiempo les convierta en héroes de su independencia—. Lo
mismo ocurre cuando unilateralmente los componentes de Junts per sí alardean de estar ante unas elecciones plebiscitarias
en las que según sus intereses se decide si Cataluña será o no independiente,
obviando, o mejor, pasándose por el "Arco del Triunfo" que a esas
elecciones concurren otras listas que sólo actúan en el ámbito de una
convocatoria pautada para constituir uno de los poderes constitucionales del
Estado español: la Generalitat de Cataluña. Eso por no hablar del recurrente
uso a la mentira.
Lo cierto es que el uso de la
lengua es materia inflamable, y eso lo saben todos los políticos. Tan dañino
resulta su manipulación castellanista, que si bien quita algunos votos en
Cataluña, los da a paladas en otras zonas del Estado, como su utilización
catalanista que se traduce en votos para el independentismo catalán.
Contra todo ello sólo existe un
antídoto, el incremento de la cultura (no sólo política), y sobre todo la
recuperación del hábito de leer. ¿Por qué? Pues porque nuestra realidad
nacional indica que más de diez millones de ciudadanos tienen dificultad de
comprensión lectora, que la lectura para ellos se ha convertido en algo
superfluo, en una tarea dificultosa con poca o nula utilidad.
Lo que encierra esta constatación
—avalada por todo tipo de encuestas— es la existencia real de una incapacidad
para leer, si con ello entendemos el acto de libertad de elegir un tiempo para
el silencio, la concentración y el encuentro con uno mismo, un tiempo en
definitiva dedicado a analizar, comprender y elaborar un espíritu crítico capaz
de posicionarnos y de discrepar. Pero como pedir peras al olmo esta
disquisición.
Ante ello tenemos millones de
alfabetizados, muchos de ellos titulados universitarios, incapaces de
confrontarse con el legado histórico de la cultura humanista, cuna de la
política y de nuestra civilización. ¿Cómo sorprendernos del manejo interesado
de la palabra que profusamente se ha instalado en el momento político actual?
¿Qué hacer frente a esta realidad?...
Pues pese a ella y a pesar de
todo, aún nos queda aquello de: contra manipulación, lectura, cultura y
participación… Pero, claro ¿Sería mucho
pedir, no?
Mariano Velasco Lizcano
Doctor en Ciencias Políticas y Sociología
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