MORIR EN MARRUECOS - Momentos para discrepar

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miércoles, 15 de marzo de 2017

MORIR EN MARRUECOS

Serie "España en guerra" (3)

Escribir sobre las guerras que España libró en Marruecos -las guerras de Melilla y Annual- sigue teniendo su aquél, aunque éste solo consista en responder a alguno de los muchos porqués que suscitan estas guerras: ¿Por qué España se embarcó en otra aventura bélica colonial cuando tan reciente estaba el desastre del 98, y la guerra provocaba una inmensa repulsa en la mayoría del pueblo español? Morir en Marruecos es la historia novelada de unos hombres: Argensolo, Lucas, Salvador; manchegos miserables que se vieron obligados a partir, para luchar y morir en una tierra extraña. Sangre sin "pedigrí" vertida con el derroche que posibilitan su miseria y el desprecio social, tanto en Melilla como Annual. Morir en Marruecos, una novela comprendida entre los años 1909 y 1924, que pretende recordar con toda crudeza la tragedia y el dolor de aquellos "miserables" que fueron enviados a morir en suelo africano de una forma atroz.
Morir en Marruecos (La Mancha-Annual, 1909-1923)
Morir en Marruecos
(La Mancha-Annual, 1909-1923)
Mariano Velasco Lizcano pretende con esta novela, tercera entrega de la saga "España en guerra", trasladar una visión diferente de las Guerras Africanas. La que puede obtenerse a través de las vidas de aquellos protagonistas que las debieron sufrir.
Razones para leer la obra:
  • Un libro que explica las guerras africanas, desde la visión de sus protagonistas.
  • Una novela que describe y rescata en toda su crudeza las terribles matanzas del Barranco del Lobo y Annual.
  • Una historia novelada de la última guerra colonial española contada desde las visión de sus propios protagonistas.
  • Una trepidante novela de acción que te atrapará desde las primeras páginas. 

PRÓLOGO 

Araar, el árbol de las dos orillas El ciprés de Cartagena, conocido popularmente como araar, es en realidad originario del norte de África. Un árbol de unos cinco metros de altura que puede sobrepasar los quince. Crece en lugares secos y pedregosos, y los marroquíes usan la sandáraca –su resina– como barniz y remedio medicinal para curar enfermedades pulmonares. Los muy escasos y localizados ejemplares españoles están tan protegidos como amenazados. Todavía hoy causa controversia investigar sobre su origen en nuestras tierras que, aunque claramente alóctono, se remonta a hace milenios, por lo que forma parte del paisaje como la planta más autóctona de todas, pues además no se ha convertido en una especie invasora. En cualquier caso, el araar puede llegar a vivir siglos. Hay otros ejemplares diseminados fuera de su hábitat natural, en parques botánicos o jardines caprichosos, como en el de Pedralbes (Barcelona), donde un araar plantado en los años 20 del pasado siglo supera la decena de metros de altura y luce lustroso entre otros árboles que lo miran con indiferencia. Quién sabe si ese araar barcelonés fue traído de Marruecos. Es lo más probable. Y quién sabe si proviene del Rif, la zona montañosa del norte de África donde la relación ha sido convulsa entre los musulmanes que escaparon de España –con el inicio del reinado de los reyes Católicos– y las tribus autóctonas que, siempre resistentes a ser invadidas, lucharon por su independencia a lo largo de los siglos, dando lugar a guerras, conflictos, tensiones y enfrentamientos que martirizaron dos tierras separadas por un mar, pero unidas por muchas raíces a menudo pisoteadas. Un último uso tiene el araar. Su madera, especialmente su tronco, es tan preciosa que desde hace milenios se usa en elementos decorativos, artesanía y mobiliario. Algo parecido hace Mariano Velasco con la historia: es capaz de trabajarla, mimarla, lijarla y adecentarla para crear obras artesanales. Él es el encargado de narrar de nuevo un episodio crudo. Lo viene haciendo desde hace años con su serie de novelas históricas y bélicas sobre conflictos protagonizados y padecidos por sus antepasados manchegos. Él intenta extraer de la historia la sandáraca de palabras que cure nuestras afecciones más dolorosas. Él trata de fijar con el barniz de sus apasionados relatos los pretéritos episodios, para que no sean corrompidos por el óxido del olvido. Él cuidará de regar sus raíces con el abono de su esmero, producto de concienzudas investigaciones, para que broten nuevos frutos, que serán los sentimientos que crezcan en el lector, alóctono ejemplar que vagará por cuantos territorios desee, perpetuando el espíritu del araar: una conífera marroquí que vive en España y que ha visto a hombres y mujeres de ambas orillas dejarse el alma desparramada por sus suelos, sin comprender desde su sabia condición de ser vivo centenario, cómo es posible que una carne tan débil se empeña en enfrentarse a sus semejantes por unas cuantas líneas en los mapas. Nuestra piel no es tan dura como su corteza. Deberíamos actuar más en consecuencia con nuestra debilidad, con nuestra fragilidad, con nuestra ignorancia. Aprendamos, al menos, las lecciones de la Historia de la mano de Mariano. Y aprendamos del araar a caminar por el mundo sin ser invasores, sin ser guerreros, sin ser agresivos. Tan sólo dando vida y color a la tierra que nos acoja, sea por unos días o por unos siglos.

A MODO DE INTRODUCCIÓN

Flaubert decía que era frecuente entre los escritores obtener sólo dolores de sus esfuerzos, aunque en muchas ocasiones estos solían ser la mejor recompensa que se podía obtener. Pero sinceramente pienso que el escritor era un pesimista exacerbado, lo que me aconseja tomar sus citas siempre con la debida prudencia pese a que ello no les reste un ápice de validez. Aunque en este caso en concreto debo afirmar que no estoy muy convencido de la bondad de este aserto, porque creo que en él se mezcla y amalgaman cosas diferentes como son el proceso de creación y la consiguiente aspiración al éxito comercial. Es decir, Flaubert venía a mantener la opinión de que el escritor pocas veces vería culminada su obra con un consiguiente éxito de ventas, y ello indefectiblemente le provocaría decepción y dolor. Es cierto que pocos escritores, afamados o no, se libran de ese "dolor" que produce la falta del reconocimiento público, porque no olvidemos que se escribe para publicar y ser leído; es decir, se escribe con el inconfesable deseo de ganar fama y triunfar. Algo que muy pocos de los escritores lograrán. De modo que no parece inteligente esta manera de encarar el hecho de escribir. Porque a fin de cuentas: ¡Qué es la fama! La fama es un sentimiento demasiado pequeño y miserable. Tanta lucha por conseguir reseñas aquí o allá, ganar concursos literarios o aparecer durante unos minutos en los medios de comunicación ¿Y qué se consigue cuando se alcanza ese momento de fama? Pues salvo decepción, ninguna otra cosa, porque es entonces cuando llegas a comprender que no has llegado a ningún sitio, que en realidad sólo estás en otra etapa del camino. Por lo tanto, lo único que importa es el cómo se recorre. Y si en ese recorrido uno no llega hasta su propio corazón es que se ha equivocado. Y eso sí que produce dolor. Personalmente no me resultó nada fácil descubrir la realidad. Pero hoy puedo asegurar que escribo por satisfacción, porque me permite investigar, descubrir, y además me facilita la posibilidad de transmitir las cosas que aprendo. Así que escribir ya no me produce dolor. Lo que no es óbice para que siga buscando siempre el modo de conseguir que mis obras y textos alcancen la mayor difusión, algo por cierto que considero absolutamente distinto a la búsqueda de la fama. Pretendo comunicar y me esfuerzo por conseguirlo. Pero me llena y me basta la satisfacción que obtengo del proceso creador.
***
Escribir sobre las guerras de Marruecos, las últimas que España vivió fuera de sus fronteras, tiene su porqué, aunque solo sea porque mantienen aún un importante recuerdo en el magín español, quizá porque la tradición oral ha podido trasladar hasta las generaciones actuales recuerdos o anécdotas de aquella época. Todavía es frecuente escuchar historias o referencias familiares que nos recuerdan que "el abuelo estuvo allí", tomando el Gurugú o sobreviviendo a Annual, lo que incide en seguir buscando respuestas al interrogante sorprendente de qué era lo que hacían nuestros ancestros allí: ¿Por qué nos embarcamos en otra aventura bélica colonial cuando tan reciente estaba el desastre del 98 y la guerra ocasionaba tan inmensa repulsa en la mayoría del pueblo español? Para ayudar a entender la cuestión quizá no estará de más trasladar unas pinceladas de la situación de España en el Norte de África desde sus propios inicios hasta el momento de las hostilidades que van a constituir el contexto histórico de ésta narración. Creo que eso ayudará al lector a situarse adecuadamente para afrontar la lectura con una base histórica que le permita constatar la verosimilitud de los personajes y de la trama en cuestión. Veamos: Melilla fue ocupada en 1497 por Pedro de Estopiñán, caballero de la casa ducal de Medina Sidonia. Posteriormente pasó a formar parte de la corona de Castilla. En 1508 se ocupó el peñón de Vélez de la Gomera, perdido en 1522 y recuperado en 1564, y posteriormente, en 1673 se ocupó el peñón de Alhucemas. En cuanto a Ceuta, fue conquistada por los portugueses en 1415; incorporada a los dominios de la corona española tras la unión de España y Portugal en 1580 con Felipe II. Siguió siendo posesión española cuando Portugal se independizó de España en 1640, aunque la cesión oficial portuguesa sólo se produjo tardíamente en 1668. Es decir, la presencia española en los enclaves norteafricanos cuenta ya con algo más de cinco siglos de antigüedad. La cuestión comenzó a complicarse cuando en 1898, Marchand, militar y aventurero francés, a través del Nilo llegó hasta Fachoda donde instaló el pabellón de su nación. Ello provocó las iras de los británicos, comandados por Kitchener, que acababan de librar sus guerras de ocupación en Sudán, lo que provocó una escalada de tensión entre ambas potencias. La cuestión se resolvería cuando Francia comprendió que la región de Egipto-Sudán era un coto reservado a los ingleses, y que por tanto lo más prudente sería obtener a cambio el compromiso de los británicos de conceder a Francia libertad de acción en otros ámbitos inmediatos. Ni qué decir tiene que los franceses pensaban en Marruecos. El 8 de abril de 1904, Francia e Inglaterra firman una declaración por la que Francia se desentendería de Egipto a cambio de que Inglaterra le dejase las manos libres en Marruecos. No obstante, por presiones de Inglaterra, siempre recelosa de que Francia se instalase frente al estrecho de Gibraltar, ambas potencias acordaron adjudicar a España una zona de influencia en los territorios próximos a los enclaves que ocupaba en el litoral marroquí. Ante el hecho consumado del entendimiento entre las dos potencias, a España no le quedó más remedio que adherirse a la declaración franco-inglesa, asunto que se formalizó con otra declaración, esta vez hispano-francesa, el 3 de octubre de 1904, a la que seguiría el convenio hispano-francés de la misma fecha. Por este tratado Marruecos quedaba dividido en dos zonas de influencia adjudicadas a Francia y España. Lo que produjo la disconformidad de Alemania, que presionó ante el Majzén con la intención de que se convocase una Conferencia Internacional que fijase el statu quo de Marruecos. El resultado fue la convocatoria de la Conferencia Internacional de Algeciras de 1906, por la que se reafirmó la integridad del territorio y soberanía del Sultán, aunque en realidad lo único que consiguió no fue otra sino retrasar algunos años lo ya decidido por Francia e Inglaterra desde 1904. En 1911, Francia y Alemania firmaron un acuerdo de entendimiento en África. De modo que Francia, con las manos libres ya en Marruecos, firmó el convenio franco-marroquí de 1912 por el que se establecía el Protectorado de Francia en Marruecos. El 27 de noviembre de 1912, en Madrid, Francia y España firmaron el acuerdo por el que se fijaba la posición de ambos países en Marruecos; esto es, la zona de cesión del Protectorado que por presiones de Inglaterra, Francia aceptó adjudicar a España.
Esbozado el contexto histórico en el que vamos a situar esta obra lo único que restaría por decir es que con Morir en Marruecos completamos la tercera entrega de la serie "España en guerra"; una serie que comenzó con Guerrilleros, y que pudo tener su continuación con Carne de cañón. Un conjunto de trabajos con el que se pretende testimoniar el padecimiento de aquellas personas más vulnerables —proletariado y jornaleros— que se vieron obligados a participar y morir en lejanas luchas coloniales para defender, siempre bajo el señuelo del honor patrio, unos intereses económicos que en realidad solo servían para esclavizarlos, manteniéndolos permanentemente en una situación de enajenación social. Y de entre todos ellos, los jornaleros manchegos, siempre olvidados por la historiografía española, como si su sangre y sufrimientos no tuvieran el mismo valor que los de sus congéneres de otras regiones del país, mucho mejor ensalzados por periodistas, escritores y poetas. Algo bastante lógico y normal dado el nivel de analfabetismo y falta de intelectuales que casi siempre ha acompañado a la Mancha en su trayectoria ancestral. Por eso he intentado en estas obras que los hechos históricos narrados hayan quedado bien complementados con la trayectoria personal y vital de los personajes protagonistas. A través de ellos se hace posible conocer el medio social y económico que les rodeaba y que tanto los condicionó —pura etnografía—, al mismo tiempo que el recurso a las "historias de vida" me ha permitido incorporar algo de análisis sociológico sobre el medio y la época en cuestión. Si esto se ha logrado o no, eso ya es juicio que corresponde al lector. En todo caso el proceso investigador ha sido tan enriquecedor en lo personal que este autor no puede por menos que sentirse razonablemente satisfecho con el resultado obtenido. Ojalá que también a usted se lo parezca, amigo lector. Culminaría con ello una gran ilusión. 

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