- Momentos para discrepar

Lo último:

Anuncios adaptables aquí (0)

Anuncios adaptables aquí (1)

viernes, 26 de diciembre de 2014

V A N K A

La noche de Navidad, Vanka Milán, no se fue a dormir. Era un niño de apenas doce años al que acababan de enviar como zagal a cuidar de los ganados del patrón. Así que aquella noche, cuando los pastores habían caído rendidos y embotados por los efluvios del mucho trasiego de vino peleón, Vanka se acercó hasta el armario donde el mayoral guardaba los libros de cuentas y de allí, sigilosamente, tomó un tintero, un mango y una plumilla; después, abriendo uno de los sobados libros, despacio y como con miedo de hacer ruido, le arranco una de sus hojas. Luego se dirigió hasta el pie del cocinón, agitó con las tenazas los miserables rescoldos que aún ardían, y allí, amparado por el calorcillo y el tenue resplandor que de estos emanaba, mojó la pluma y comenzó a escribir:

«Querido abuelo Constantino: le escribo esta carta para felicitarle las Navidades, porque como mi padre y mi madre se murieron, usted es lo único que me queda...»

Vanka movió sus ojos hacia el pequeño ventanuco cerrado con reja de cruz: tras él se adivinaba la fría helada de la noche. Se imaginó entonces a su abuelo que trabajaba de cochero en la casa del señor. Era un vejete alto y anguloso, con buen semblante y la piel curtida por el sol, sano y fuerte, con los ojos de borrachín alegre y las manos grandes como sus pies. Andaba constantemente pasado de bebida y llevaba siempre en su semblante el claro reflejo de su embriaguez; pero tenía un buen vino, un vino alegre y exaltado, generoso, que parecía que le otorgaba como una filosófica lucidez. Durante el día andaba de la cuadra a la cocina y de la cocina a la cuadra, seguido por la vieja Laika, que con la cabeza gacha y la mirada bondadosa caminaba siempre sumisa tras de él. Aunque lo cierto es que Laika era una perra de poco fiar, pues tras su afable afecto escondía una enrevesada astucia: ella sabía muy bien a quién de los inoportunos visitantes tenía que ladrar y a quién de ellos tenía que morder.

Ahora el abuelo estaría sentado frente al fuego en su silleta, con su aire displicente, el cigarro entre los labios, su generosa sonrisa en el semblante, las manos cruzadas sobre el cayado y la eterna botella a su vera, siempre a mano, sin separarse de él.

— ¿Qué, echamos un trago? —diría a las mujeres mientas trajinaban sirviendo la cena de Navidad. La noche en el pueblo también estaría muy fría, las estrellas titilarían, los árboles se poblarían de escarcha y en el corral una gruesa capa de hielo habría recubierto todo el pilón.

Vanka, con un fuerte suspiro sorbió parte de sus mocos y de sus lágrimas, después mojó la plumilla y siguió escribiendo:

«Ayer me dieron una paliza. El mayoral me arrastró de los pelos hasta el corralón y allí me sacudió con un cinto porque decía que sacaba poca leche en el ordeño. Y la semana pasada el “ayudaor” me mandó a fregar el caldero y como no le dejé bien, agarró la tira de tocino que tenía a mano y con ella me dio tal golpe en la boca que dos dientes se me cayeron. Y todos los pastores se ríen de mí, y cuando el mayoral se va de rodeo me mandan a que robe un corderillo para comérselo, y cuando éste vuelve y nota la falta me llama y me pregunta, y yo siempre le digo que fue el lobo porque lo primero que me han enseñao es que aquí hay que negarlo to. Pero él nunca me cree y siempre termina arreándome con lo primero que pilla a mano. Y de comida poca, porque al mayoral to se le vuelve decir “Quita de ahí que pareces el borrico de un yesero, lerdo y comilón” y así nunca me veo harto y pierdo las carnes y las fuerzas... Querido abuelo Constantino, por Dios y la Virgen, haga usted una caridad y sáqueme de aquí, lléveme al pueblo porque yo no puedo más y si sigo aquí me muero...»

A Vanka los mocos se le diluían entre el correr de las lágrimas, y él pasaba por su nariz los puños de sus mangotes tratando de limpiarlos una y otra vez:

«Le aseguro que le cuidaré mucho, y que iré todos los días hasta la taberna a comprar un jarro de las mejores “cortinas” que aunque sean los restos de vino de los demás, yo se las limpiare tan bien de babas y migajas que usted se chascara la lengua de lo ricas que le estarán ... Y además trabajaré en el pueblo como sirviente en cualquier casa principal. Y luego, cuando sea mayor, a lo mejor puedo trabajar en el ferrocarril, y le cuidaré y le alimentaré cuando esté usted muy viejo. Pero sáqueme de aquí porque esto es la muerte, y el frío me ha llenado las manos y las orejas de sabañones...»

Vanka volvió a lanzar unos suspiros entrecortados y de nuevo dirigió su mirada hacia el pequeño ventanuco y recordó al abuelo sentado al pairo de la escasa lumbre. Y entonces se vio a sí mismo tomando el sol del invierno a la puerta de la cocinilla, tiritando medio descalzo y con los pelos llenos de miseria, pero con un buen «coscorro» de pan moreno en la mano, sin que nadie se preocupara de él, ni para bueno, ni para malo, libre en su totalidad.

«Venga a por mí, querido abuelo —prosiguió Vanka en su carta—; por Dios se lo suplico ¡Sáqueme de aquí! ... Tenga piedad de este pobre huérfano infeliz porque todos me pegan y paso mucha hambre y mucho frío y no paro de llorar. Y esta misma mañana uno de los pastores me ha dado una pedrada tan grande en la cabeza que hasta he perdido el sentido... Aquí mi vida es peor que la de los perros ... ¡Querido abuelo, por favor, venga a por mí, por caridad! ... Sin más, queda de usted su nieto que le quiere, Vanka Milán».

Después Vanka secó las últimas lágrimas que habían caído sobre el papel, lo dobló en cuatro, y mojando de nuevo la plumilla escribió: «A mi querido abuelo Constantino que está en el pueblo».

Después, satisfecho porque nadie le había visto escribir, tomo una manta, la echó sobre sus hombros y salió al campo sin hacer ruido. Luego corrió casi media legua hasta un camino vecinal. Allí, sujeta entre dos piedras, dejó la carta cual si dejara un tesoro.

Rendido entre dulces esperanzas, una hora después dormía profundamente. Y soñaba —soñaba simplemente— que un buen hombre al pasar recogía la carta depositada en el camino, y que la entregaba luego a su abuelo, que al final, sentado frente al fuego, podría llorar al saber de las tremendas fatigas de su nieto y de su mucho penar, de modo que pronto, muy pronto, el abuelo vendría a por él…

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Gracias por comentar...

Anuncios adaptables aquí (2)