Desde comienzos de los años 80 del pasado siglo, una corriente de pensamiento tomó protagonismo en los EE.UU.; exportándose, inmediatamente, al Continente europeo, y después a todas las sociedades democráticas de tipo occidental existentes en el mundo. Se trataba de la meritocracia, una filosofía política que, en lo esencial, viene a defender la idea de que el único culpable de que no tengas una buena vida, como dirían los griegos, eres tú mismo. Porque el puesto que vas a ocupar en la sociedad únicamente depende de tu fuerza de voluntad y de tu esfuerzo; del mérito personal, en suma.
Y este tipo de pensamiento caló, con muy pequeñas diferencias, tanto en la izquierda como en la derecha política del mundo occidental. Incluso la social democracia defendió ardientemente el objetivo de intentar asegurar una tabula rasa de partida que garantizara que todos tuvieran las mismas oportunidades, sin distinción de cuna, etnia, color, ideología o credo religioso, y desde ahí, el mérito otorgaría a cada cual su puesto en cuestión. Idea que durante cuatro décadas ha sido ampliamente aceptada en el mundo occidental.
Pero he aquí que, en 2020, la gran pandemia del COVID 19, vino a conmocionar los cimientos de todas las sociedades del planeta; algo que ya no pensábamos que podía ocurrir. Pero ocurrió, llevándose por delante un montón de vidas, y dejándonos desarmados e inertes sin saber qué hacer. Y con ello, así como de pronto, nos dimos cuenta del valor que tenían esas personas que desempeñan trabajos poco exitosos: los basureros, sin los cuales viviríamos en un estercolero cada día; limpiadores, las escalas más bajas en las cadenas sanitarias, dependientes, pequeños comerciantes, transportistas; y así, hasta un sinfín.
Es por esto que no me parece mala idea la de reflexionar sobre ello, aún a riesgo de contradecir a muy sesudos pensadores y altos grados académicos. Porque, lo cierto, es que la idea de la meritocracia llevaba implícito un imponderable asqueroso: la de generar una división irreconciliable entre ganadores y perdedores; los unos soberbios; los otros humillados en la sociedad. Un abismo que solo sirve para aumentar la brecha social de la desigualdad: no solo económica, sino también la del reconocimiento: si eres un fracasado, la culpa es solo tuya.
Pero esta dinámica del pensamiento está podrida de raíz. Hacer creer a la gente que los ganadores son aquellos que han sido capaces de responsabilizarse de sus pérdidas y ganancias, y por tanto han alcanzado el éxito en su vida, solo produce soberbia, por un lado; humillación por el otro. Una soberbia vana y pueril que olvida la trascendencia en la vida de los seres humanos de lo que podríamos considerar como su fortuna o azar.
La soberbia de los ganadores les lleva a ser incapaces de ponerse en el lugar del otro, porque consideran que no tienen nada que ver con ellos, que si no están arriba, es porque no se esforzaron. Pero olvidan que lo que ellos son, no lo alcanzaron solo por obra y gracia de su voluntad propia, sino que influyó, y mucho, lo que les tocó: su familia, los recursos económicos de la misma, los valores emocionales, e inclusive su egoísmo y falta de moralidad para acceder a determinadas prácticas y negocios. En definitiva, que no todos somos iguales, ni partimos de la misma base.
Ser defensor de este tipo de pensamiento implica olvidar la importancia de los demás en su camino; enviar al olvido el recuerdo de aquellos sacrificados padres, rurales y casi analfabetos, o empleados de baja categoría, que solo con mucho esfuerzo consiguieron que sus hijos accedieran a la Universidad ¿A quién corresponde éste éxito?
Solo es auténticamente libre la persona que reconoce todo aquello que los demás aportan a su vida, y por tanto no es mérito propio: sus profesores, las oportunidades que les dio su familia, la fortuna con la que nació. Solo quien se ve a sí mismo necesitado del conjunto social y vulnerable, puede hacer uso de una verdadera libertad.
Y el COVID 19, entre otras cosas nos lo ha venido a demostrar ¿Qué hubiera sido de todos esos “triunfadores” si durante la pandemia no hubiesen tenido a sanitarios que limpiaran sus deyecciones en las largas horas de enfermedad en las UCI, sin gentes del campo que recolectaran los alimentos que comían, sin transportistas que los trasladaran hasta las ciudades, sin los reponedores que colmaban las estanterías de los supermercados, sin personas que recogieran sus desechos?
Pues eso; a tomar por saco la meritocracia y los merócratas; menos soberbia elitista y más compromiso social y revalorización del trabajo; de todo tipo de trabajo ¡Vamos, pienso yo!
Amigo Mariano, pienso, que piensas bien.
ResponderEliminarAmigo Mariano, pienso, que piensas bien.
ResponderEliminarAcertado como siempre!!!
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