Queronea, año 338 a.C.; la coalición de ciudades-estado griegas sucumben ante el poder de las falanges macedonias de Filipo II. Cuatro años después, en el 334 a.C.; Alejandro III de Macedonia, cruzó el Helesponto dispuesto a conquistar el imperio persa. Le acompañaba un contingente hoplita de sus aliados-subordinados griegos.
Para Efíaltes, el Hoplita, el asesinato de su padre, uno de los diez estrategas de Atenas, junto a su participación en la expedición militar, supone, no solo la posibilidad de conseguir gloria comandando el contingente ateniense, sino la oportunidad de descubrir a aquél que lo asesinó. Aunque su búsqueda tendrá drásticas consecuencias en torno a su vida y hacer.
El hoplita, constituye un atrevimiento literario, porque no solo es una novela histórica, sino que incluye una trama de novela negra en su historia interior. Un juego literario difícil de ensamblar.
En cualquier caso, los sentimientos humanos parecen ser constantes e invariables en el tiempo. Lo que me ha permitido crear una trama verosímil con interés actual. Espero, con todo ello, haber conseguido una obra rigurosa con la historia y el pensamiento político. Algo que no debe anular el interés actual por atrapar al lector.
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La idea de escribir esta novela llegó mientras realizaba unas lecturas sobre el pensamiento político griego; o más concretamente, sobre las relaciones entre las ciudades-estado y el pensamiento político de aquella civilización.
Cuando las ciudades-estado evolucionaron mediante la formación de ligas hasta transformarse prácticamente en Imperios, curiosamente ésta realidad política no fue acompañada de ningún movimiento de ideas, ni por ninguna formación doctrinal digna de ese nombre. En realidad, lo que ocurrió, fue que esos importantes acontecimientos fueron analizados o criticados históricamente; pero no pensados políticamente. Se consideraba tan irreemplazable el marco de la ciudad, que los impulsos imperialistas no podían achacarse más que a la tradicional tensión entre las ciudades. En realidad, estos impulsos solo se consideraron como enfermedades del modelo que había que tratar.
Mi formación universitaria es politológica, esencialmente. Y siempre he considerado que el menosprecio mediterráneo a esta clase de formación, considerada como algo snob en el ámbito curricular universitario —al menos en aquella época inicial en que comenzara estos estudios—, nos ha privado de una mayor visión de entendimiento y comprensión de los hechos históricos, que, casi siempre, han sido interpretados de forma escorada e interesada ideológicamente, pero nunca fueron pensados políticamente desde la perspectiva y el universo de las ideas y del pensamiento político.
Recuerdo de nuevo, en este momento, aquel consejo que quedó grabado en mi mente al respecto. Lo hizo mi director de tesis, el insigne y malogrado catedrático e historiador, doctor Santos Juliá: “Piensa los hechos políticamente, pero no elabores ninguna utopía” —me dijo cuando dirigía mi tesis doctoral—. Y le hice caso.
Desde entonces he analizado la historia en perspectiva política, pero nunca ideológica. Lo que me ha ocasionado múltiples desencuentros con muchos de mis lectores con respecto a mis obras, que solo han sabido interpretarlas desde una especie de sesgo ideológico que, desde luego, no tenían.
Así que no parece que haya acertado mucho con esta perspectiva al escribir mis textos. Por eso, en este último trabajo, he querido seguir con estos mismos valores, pero trasladando los escenarios a tiempos mucho más remotos; en este caso concreto, la Grecia clásica. Y ello, en un intento de facilitar más el entendimiento de mi sentido escritor, y mi permanente insistencia en el análisis histórico-politológico de los tiempos narrados.
En cualquier caso, los sentimientos humanos parecen ser constantes e invariables en el tiempo. Lo que me ha permitido crear una trama verosímil con interés actual. Espero, con todo ello, haber logrado una obra rigurosa con la historia y el pensamiento político. Algo que no debe anular el interés actual por atrapar al lector.
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Escribo porque tengo que escribir para expresar aquello que siento y aprendí. Pero soy consciente de que no controlo los resultados. No depende de mí si gustará o se leerá mi próximo libro; si el público aceptará su contenido, o si por el contrario suscitará rechazo y/o aversión. Lo que sí depende de mí son mis propios juicios sobre ello, la concordancia con mis valores, y las decisiones que tome sobre actuar o no actuar. En definitiva, tengo que reconocer que, si estoy contento con mi trabajo, debo estar preparado para aceptar cualquier resultado con ecuanimidad.
En realidad, esta actitud que ahora practico, no ha sido, ni mucho menos, una constante en mi vida, sino todo lo contrario. Podría enumerar por décadas la rabia y frustración que sentía tras publicar cada obra sin recibir el menor aprecio o atisbo de éxito. Circunstancia que me hizo harto infeliz. Hasta que un buen día, hace algunos años ya, decidí que me estaba equivocando, que no enfocaba bien las cosas, y que por tanto tenía que cambiar.
La respuesta la encontré casi de casualidad leyendo a los clásicos estoicos griegos y latinos, y descubriendo, con ello, la corriente actual del moderno estoicismo.
Dicho así, en el tiempo del posmodernismo, esto puede parecer una excentricidad o una arrogancia ¿De qué va éste?; es un comentario crítico que no faltará. Pero eso es algo que no me afecta en realidad, porque tan solo me limito a practicar —y ello de forma laxa, porque no soy un experto— una forma de vida altamente viable, perfectamente adaptada a nuestra época actual.
El estoicismo moderno es capaz, en muy poco tiempo, de lograr formas de comportamiento hacia expresiones más tranquilas y perspectivas diferentes de las cosas. De hecho, desde el último medio siglo, los psicólogos modernos han redescubierto muchas de sus ideas.
Pero el estoicismo moderno también me ha llevado a releer a los filósofos clásicos, y a insistir en el estudio de aquel sistema político que solo los atenienses supieron lograr; un sistema de ideas y valores que constituyen la clave de nuestra civilización occidental.
No ha sido un tiempo perdido el de estas relecturas. Me han posibilitado encontrarme con el que fuera yo mismo, en aquellos tiempos tardíos de mi vida en los que decidí volver a ser estudiante con un solo objetivo: formarme para ser escritor.
El hoplita es un fruto emanado de aquellos estudios, de mi interés filosófico, y sobre todo supone un auténtico compromiso de rebelión contra el inmovilismo y la desigualdad en todas sus formas y facetas.
Ojalá que el futuro lector también lo entienda así, y pueda disfrutar de esta obra, de su contenido histórico, y de la ficticia trama que constituye su hilo conductor.
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Creo que el paso del tiempo, cuando nos hace llegar a esa situación en la que uno comienza a darse cuenta de que, definitivamente, se ha hecho “mayor”, propicia uno de esos trascendentales momentos en los que suele volverse la vista a tras; lo sea para cuestionarse el paso del tiempo: ¿Cuándo se me pasó?; lo sea para hacer un análisis retrospectivo de nuestra propia vida. Pero en todo caso creo que, en esos momentos, resulta un acto inevitable aquello de volver alguna mirada atrás.
El problema deviene cuando podemos pensar que de tanto posponer las cosas, ahora decidimos que ya es demasiado tarde y que, probablemente, hemos desperdiciado nuestro tiempo. Porque en la vida solemos aprender demasiado tarde: “La vida consiste en el hecho de vivirla cada día, cada hora” —dice Stephen Leacock. Así que la pregunta consiste en decidir cómo podemos evitar esto ¿Cómo podemos participar en la fiesta de la vida en lugar de dejarla pasar?
En primer lugar, comprendiendo que nuestro tiempo es lo único que se nos ha concedido, y es una oferta limitada. Por tanto, es importantísimo que comprendamos que tenemos que hacer un uso inteligente de él. Y que cuando lo damos y/o lo compartimos con otros, estamos dando lo mejor que tenemos. Así, pues, no lo malgastemos, porque no todos son merecedores de que se lo dediquemos.
Conviene, también, que mantengamos siempre una visión coherente, eliminando todo aquello que es superfluo. Si no tenemos una visión clara de dónde ir, es muy probable que nos quedemos donde estamos, distraídos siempre por el brillo de cada cosa que encontramos al paso. Lo que impedirá darnos cuenta de que nuestra vida dejó de estar bajo control.
Objetivos claros, pues, y fuerza de voluntad para alcanzarlos.
Evitemos, del mismo modo, aquello de mantener la actividad por la actividad; es decir, evitemos la hiperactividad. Porque eso solo demuestra que nuestras mentes están inquietas en lugar de calmas. Llenar el tiempo con actividades que no sirven para nada es inútil. Hay que diferenciar las actividades inútiles de aquellas que están enfocadas con nuestros objetivos y con nuestra visión. Debemos limitar, por tanto, aquellas actividades que solo sirven para mantenernos ocupados.
Así que, centrémonos en aquello que tenemos que hacer hoy, no mañana, ni el próximo futuro. Si nos concentramos en hacer aquello que nos toca hoy, no podremos preocuparnos por lo que pueda traer el mañana.
Y eso, precisamente, es lo que me he limitado a hacer durante todos estos meses, desde que concebí la idea de escribir El hoplita, hasta su culminación. Y debo decir, para acabar ya este pequeño prólogo, que ello me ha llenado de satisfacción. Recuperar el estudio y la investigación de los clásicos griegos, consultar dudas históricas con diferentes colegas a fin de resolver situaciones problemáticas de la trama que llegaron a parecer insalvables y sin solución, ha resultado una experiencia intensa y enriquecedora. Ha forjado lazos de solidaridad y amistad, y ha posibilitado alcanzar el objetivo propuesto.
De modo que tengo que reiterar, y ello como mera reflexión y regalo a mis lectores: permanente presencia y valoración de nuestro tiempo; objetivos definidos, y actividad comedida dirigida siempre a su cumplimiento. Y eso en el corto espacio de cada día. Para eso nunca es tarde, porque, recordemos: la vida consiste en el hecho de vivirla cada día, cada hora, y cada instante.
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