El 23 de agosto de 1939, Alemania y la Unión de Repúblicas Socialistas
Soviéticas (URSS) firmaron un Pacto de No Agresión, que en lo fundamental
suponía el reparto del suelo polaco en sendas zonas de influencia entre ambas
potencias.
El día 1 de septiembre de 1939, apenas diez días después, la Alemania
nazi dio inicio a la invasión de Polonia, creando con ello el auténtico
casus belli que daría comienzo a la II Guerra Mundial.
En junio de 1941, las tropas alemanas y sus aliados ocupaban
victoriosas la mayor parte del suelo europeo. Ensoberbecido del poderío de sus
tropas, el Führer dio orden de dar comienzo a la “Operación Barbarroja”, la
invasión de la URSS. Sus ejércitos rebasaron las líneas de demarcación
establecidas en suelo polaco mediante el Pacto de No Agresión. Con esta
ruptura del tratado, la Alemania nazi declaraba de hecho la guerra a la URSS,
con la única excusa oficial de acabar con el comunismo internacional. Lo que
motivó que, el mismo día del ataque inicial a la URSS, Serrano Suñer,
ofreciera al embajador alemán, Von Stohrer, la cooperación española en la
guerra contra el comunismo y la Unión Soviética.
Por su parte, las posteriores deliberaciones del Consejo de Ministros,
asesoradas por el generalato, a través del Estado Mayor, acordaron participar
en la guerra contra los soviéticos mediante la contribución de una división de
infantería y una escuadrilla de aviación, que lucharían encuadradas en las
unidades de la Wehrmacht y la Luftwaffe, respectivamente.
También la Falange española se movilizó en su totalidad, pues no en vano, era
pilar básico de su credo político la lucha contra el comunismo hasta conseguir
su extinción.
La unidad que el Gobierno español decidió crear para combatir al comunismo en
la URSS, tomaría el nombre oficial de División Española de Voluntarios;
bautizada extraoficialmente por los jerarcas de Falange española, como
División Azul.
Aunque en realidad, la unidad que se enviaría a Rusia, con sus
correspondientes relevos, no fue tal División Azul, si con ello pretendemos
considerarla como emanación unívoca del falangismo español. Porque la mitad de
los voluntarios —y eso en la primera recluta—, procedieron de los regimientos
de línea militares españoles. En las posteriores, el porcentaje; entre
militares en cumplimiento del servicio obligatorio; otros componentes
procedentes del bando republicano prisioneros en los campos y en las cárceles;
además de meros delincuentes convictos y encarcelados, junto a extranjeros
mercenarios; constituyó un elevado porcentaje del componente de la División.
Y ello, porque el reclutamiento, ya desde el mismo verano de 1941, no fue tan
masivo como se esperaba entre los falangistas. De modo que se encontraron
problemas para alcanzar los algo más de diecisiete mil hombres que compondrían
el primer reemplazo. Lo que motivaría que en los últimos cuatro días de
reclutamiento se forzara la presión, y se buscara a los que les podía motivar
la paga ofrecida —elemento vital en aquella España de posguerra— y personas no
adictas al régimen, a los que se les ofrecía, a cambio del alistamiento, un
mejor trato, tanto a él como a sus familiares encarcelados, o una mejor
consideración de su persona a su regreso del frente. El primer contingente,
así formado, alcanzó la cifra de diecisiete mil novecientos cincuenta y un
hombres, de los cuales, aproximadamente la mitad procedían de las milicias
falangistas. El resto fueron soldados de reemplazo del Ejército, y liberados
de los campos de concentración a cambio de su alistamiento “voluntario”. Un
conglomerado de hombres, ideas y costumbres, cuya convivencia resultaba
incierta y su posible eficacia en combate, dudosa. Sin embargo, la unidad
cuajó, logrando un cuerpo unido bajo la realidad de españoles que combatían
junto a un ejército —el alemán— a cuyos componentes pronto aprendieron a
despreciar por su insoportable racismo y crueldad. De modo que el ideal
primigenio cambió, progresivamente, del idealismo para unos, y la obligación
para otros, a la mera idea de vivir para regresar. Y este fue, a grandes
rasgos, excepción hecha de la oficialidad, el objetivo final que guio a los
hombres de la División.
En un primer momento, la respuesta fue inmediata, seleccionándose un
contingente compuesto por seiscientos cuarenta y un oficiales, dos mis
doscientos setenta y dos suboficiales, y quince mil setecientos ochenta
soldados, que se encuadrarían en la división de infantería. Por otro lado, se
seleccionaron veintiocho oficiales y suboficiales, y ochenta y un cabos y
soldados, que conformarían el componente de la escuadrilla. En total,
dieciocho mil ochocientos voluntarios.
Con Alemania se acordó que todos los expedicionarios serían equipados y
entrenados, previamente a su entrada en combate, por sus fuerzas armadas, de
modo que los divisionarios combatirían con uniformes alemanes.
La primera expedición partió el 13 de julio de 1941. Después se
sucedieron las salidas desde la madrileña estación de Madrid-Príncipe Pío, y
de otras capitales de provincias, hasta que el día 23 de julio de 1941, se
completaría el total de la expedición. Su destino fue el campo de instrucción
y entrenamiento de Grafenwörhr, en Baviera.
Por su parte,
el día 24, partiría la escuadrilla con destino a Verneuhen, en las
proximidades de Berlín.
Las tropas de la división Española de Voluntarios conformarían la
250 División de la Wehrmacht, tras jurar fidelidad al Führer, el día 31
de julio de 1941. Dicho juramento especificaba que esa fidelidad solo se
otorgaba para combatir al Ejército rojo en la Unión Soviética.
El precio humano que pago la División Española de Voluntarios, aunque resulte
muy difícil cuantificar dada la enorme dispersión de las fuentes y sus
diferencias de datos y apreciación, resultó muy alto. Una unidad que en total
agruparía a unas cuarenta y cinco mil personas, se estima que tuvo unas
veintidós mil bajas, entre muertos, heridos, congelados, enfermos y
desaparecidos. Algunas fuentes, como la Fundación División Azul, eleva las
cifras a unos veinticinco mil quinientos divisionarios. Lo que significa que
el número de bajas se elevó hasta el cincuenta y seis por ciento. Es decir,
uno de cada dos divisionarios, pagó con la vida, la salud o la libertad, su
incorporación a la División. ¡Pocas veces una unidad del Ejército español
sufrió un precio tan alto!
A cambio, se le atribuye un nivel de eficacia en combate elevadísimo. Se
calcula que produjo unas cincuenta mil bajas al enemigo, lo que la situaría en
balance de acción destructiva, en una proporción de dos a uno frente a las
tropas del Ejército soviético.
Los cadáveres de los divisionarios no fueron repatriados. Y aún hoy, la
mayoría, reposan en suelo ruso, dispersos en más de cien enterramientos; desde
grandes cementerios, hasta tumbas individuales esparcidas por el campo. De
hecho, solo la mitad de los fallecidos en combate fueron formalmente
enterrados. El resto quedaron en fosas comunes o por enterrar.
Tan solo, cincuenta años después, en agosto de 1995, se firmó un convenio con
una empresa alemana que posibilitó que los restos de los voluntarios españoles
recibieran definitiva sepultura en el cementerio alemán de Pankovska, en
Nóvgorod. Allí reposan, pues, una parte importante de los divisionarios que
murieron en Rusia. Pero, pese a todo, la inmensa mayoría de los fallecidos aún
está por localizar, y, por tanto, pendiente de exhumar.
Triste fin para unos hombres —idealistas, unos; vencidos y desesperados,
otros—, que, equivocados o no, lo dieron todo; unos por su patria, por su
país; otros por el mero hecho de subsistir como vencidos en una patria que
ideológicamente ya no era la suya, hasta inclusive, lo máximo que podían dar:
su propia vida.
Y es que, como dijera un oficial español en referencia a las particulares
acciones de los divisionarios: “Los españoles saben morir por sus ideales,
pero no saben vivir con ellos”.
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