A primeras horas de la tarde del día 17 de julio de 1936, se sublevaron
las guarniciones militares de Melilla, Tetuán y Ceuta. Horas después, en la
madrugada del 18 de julio de 1936, Franco, acompañado por el general Luis
Orgaz, despegaría de Las Palmas en dirección al protectorado marroquí con el
objetivo de ponerse al frente de la sublevación. La Guerra Civil había
comenzado.
La conspiración preveía que la sublevación se realizaría a través de un rápido
alzamiento que impondría un directorio militar similar al que Primo de Rivera
instaurara en 1923. Para ello, los generales golpistas planearon dominar las
retaguardias sublevadas a través del terror. El propio general Mola recomendó
a través de una de sus instrucciones reservadas que
“se tendrá en cuenta que la acción ha de ser en extremo violenta para
reducir lo antes posible al enemigo, que es fuerte y bien organizado. Desde
luego serán encarcelados todos los directivos de los partidos políticos,
sociedades o sindicatos no afectos al Movimiento, aplicándoles castigos
ejemplares a dichos individuos para estrangular los movimientos de rebeldía
o huelgas”.
En las zonas más católicas del interior fue donde la sublevación alcanzó un
triunfo inmediato. Y allí comenzó a correr la sangre con la represión general
de republicanos de todo tipo. Los encarcelamientos de toda persona considerada
de izquierdas y los incontrolados fusilamientos, lograron alcanzar el
propósito inicial de los sublevados: controlar a la población a través del
terror. Por el contrario, en las zonas agrarias del Centro y el Sur, en la
capital del Estado, y en las zonas industriales del Norte y Levante, la
sublevación no triunfó. Pero fue en las zonas agrarias, las más castigadas por
la penuria económica y social, donde con el inicio de las hostilidades se
suprimieron todos los frenos desatándose horrendas crueldades. Las represalias
contra terratenientes, propietarios, curas, fieles católicos y partidarios de
la derecha, se produjeron por doquier. El terror, por tanto, se impuso en
ambos lados de una España que había quedado dividida por una guerra fratricida
y cruel.
No bastando con ello, al día siguiente de la sublevación militar, el Gobierno
legítimo republicano se encontró con la realidad de que por un lado tenía que
hacer frente a la insurrección militar que avanzaba hacia Madrid, y por otro,
a la insurrección de las masas proletarias que habían iniciado su revolución
ideológica sindical. Un caos que se cobraría numerosas víctimas como fruto del
odio y del ansia de revancha y poder.
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Las cosas que ocurrieron en nuestra oprobiosa Guerra Civil y posteriores años
de posguerra, lamentablemente, ocurrieron; y eso no se puede cambiar. Pero se
pueden relatar, en sus diferentes versiones, para evitar que caigan en el
olvido y contribuir a mejorar el conocimiento histórico actual. Lo que podría
llegar a afectar a la visión presente y futura de cómo acontecieron las cosas
en aquellos tiempos.
Recordar es un derecho de todos. Pero para muchos, por una u otra razón,
también es un deber; porque esta es la única forma que tienen de intentar
cerrar sus viejas heridas, abiertas todavía pese al paso de tanto tiempo.
Porque víctimas fueron todos; independientemente del lado o lugar donde
ocurriera su pasión. De modo que recuperar sus historias puede suponer un
ejercicio de tolerancia y comprensión sumamente enriquecedor para el conjunto
social. Porque con esas historias resulta fácil llegar a comprender que no hay
verdades ni razones objetivas. Existen las razones de cada cual;
justificaciones de sus actos que cada uno mantiene como “su propia verdad”.
Por eso es importante escuchar las de unos y otros. Porque ello nos ayudará a
entender mejor, a comprender, a tolerar, aunque no pueda ayudarnos a superar
el dolor, ni siquiera a perdonar.
Los estoicos mantenían que había que saber utilizar cada una de las ocasiones
como una forma, una manera, de ejercer la virtud. Porque la virtud constituye
el mayor bien. Y todo lo demás es superfluo e indiferente. Por ello animaban a
dominar y controlar nuestros sentimientos y actitudes.
El conocimiento alternativo de la historia despierta y provoca emociones;
mejores o peores, en mayor o menor grado, según el recuerdo que existe en cada
cual. Pero lo hace de forma que posibilita el comprender, favoreciendo con
ello ese ejercicio personal virtuoso del control, la comprensión y el respeto
por los demás. Todos tienen el derecho a ese respeto; se lo ganaron con su
innombrable sacrificio.
Pero utilizar la memoria y el recuerdo como fuente de estudio, desde luego,
suele conllevar serios inconvenientes. Porque la memoria siempre es inestable:
se puede borrar, modificar, ampliar; y se puede, además, tergiversar
intencionadamente aquello que ocurrió. Pero pese a todo ello, continúa siendo
una herramienta válida de reconstrucción de los hechos del pasado a través de
una mirada surgida desde el presente. La persona que rememora, matiza su
experiencia, la dota de peculiaridades; saca a la luz una memoria colectiva
oculta durante décadas a espaldas de la versión de la historia oficial. No es
una reconstrucción fácil, ni tan siquiera pacífica, pues siempre surgirán
controversias, desencuentro sociales y políticos que vienen a demostrar que el
conflicto vivido ochenta años atrás, de alguna forma, continúa latente en la
sociedad. Recuperar la memoria, por tanto, se convierte en una labor
pedagógica esencial. Es el contrapunto al silencio. Un silencio que aviva
rencores, e imposibilita el cierre de las heridas.
La presencia de la memoria, por tanto, nos brinda la posibilidad de que
aquellos testimonios que no quieren ser escuchados, o que son rebatidos,
puedan ser expresados; puedan ser oídos. Y en éste objetivo de recuperación
objetiva de la historia; las historias de vida, pueden constituirse en un fiel
instrumento de transmisión y recuperación histórica. Porque el hecho de dar la
palabra, y darla, además, para ser publicada, a quienes no tienen otras formas
de tomarla por las circunstancias que fueren, siempre implica una recompensa
hacia ellos que equilibraría la situación. Las historias de vida suelen dar la
palabra a las gentes desfavorecidas que por sus circunstancias no tuvieron, ni
van a poder tener, oportunidad de que sus historias se conozcan. Son historias
aleatorias que, en su conjunto, configuran un mosaico social del tiempo y el
momento histórico que vivieron, aunque lo sea desde sus propias vivencias y
apreciaciones personales. Y este debería ser un objetivo a alcanzar: dar voz a
todos aquellos que murieron para recuperar el horror de sus muertes como un
testimonio abrumador sobre lo execrable de las guerras, y muy especialmente,
de nuestra guerra civil.
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