La crisis económica y financiera de 2008 fijó el inicio de una nueva era en
política: la de los líderes autoritarios. Unos líderes supuestamente llamados
para cambiar el futuro de sus países afectados por crisis políticas, sociales
y económicas; esto es, fueron llamados para cambiar su historia.
Pero fue una especie de espejismo, pues, en realidad, lo único que estos
líderes reformistas consiguieron trastocar fueron los cimientos de la
democracia liberal. Porque la alteraron hasta transformarla en una especie de
democracia plebiscitaria de aclamación y veneración al líder que amenaza los
principios democráticos de gobierno del pueblo, estado de derecho y respeto a
los derechos humanos y libertades fundamentales.
La democracia, entendida como marco de equilibrios y contrapesos, es
solemnemente despreciada por los lideres autoritarios. Ellos se identifican
con el pueblo, “son el pueblo”, y las instituciones democráticas no son otra
cosa que meros nidos de conspiradores.
En estas condiciones, la posibilidad de la alternancia en el poder, propia de
las democracias liberales, queda cercenada. La oposición no es tal, sino un
enemigo declarado a batir, y las elecciones libres, un puro trámite fastidioso
que no dudan en manipular generalmente bajo la forma de acoso al electorado.
La corriente autoritaria se expande con suma rapidez por el mundo, dominando
con mano férrea potencias militares y económicas de tanta magnitud como Rusia
y China. También otras menores, pero de indudable importancia estratégica,
como la Turquía de Erdogan, hoy claramente alineada con el autoritarismo de
Putin.
De especial trascendencia es la China de Xi Jinping, fiel seguidor del
concepto del Partido, el culto a la ideología y la prolongación en su persona
de los liderazgos sucesivos.
A cercana distancia se encuentra la India de Narendra Modi, irreductiblemente
nacionalista del hinduismo, quien ha declarado como culturas extrañas en su
país, el budismo y el islam.
No es ajena la Unión Europea a esta corriente. La Hungría de Orban,
nacionalista hasta la médula, o la Polonia de Kaczynski, ponen hoy en jaque al
estado de derecho: “El bien de la nación, por encima de la ley” —manifestó el
líder polaco.
El caso de Norteamérica, con la llegada al poder de Donald Trump, su
rocambolesca salida con intento de golpe de estado incluido, y la permanente
amenaza de su vuelta, son indicios claros de la pujanza política del
autoritarismo.
Las democracias liberales, por ende, sufren hoy el acoso y la amenaza más
grave de toda su historia desde la II Guerra Mundial. Tarea de los líderes
demócratas será unificar sus esfuerzos para conseguir repeler el acoso y
derribo al que se está sometiendo a esa forma de gobierno que se consensuó
entender como "... el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás
que se han inventado". Sustituyamos la democracia, si es el caso, pero por
otra forma política mejor, si es que existe. Pero está muy claro que los
autoritarismos nacionalistas, no son la opción.
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