Reconozco ser un declarado admirador de las portadas de libros ¡Me encandilan,
sencillamente! Y aunque entiendo que hay dos maneras de mirar una portada
—concentrarse en la imagen; o concentrarse en el artista—; esto es, valorar
por lo que representa, o valorar por quien la inmortaliza; creo que ambas
formas de observar son compatibles.
Pienso que una portada debe ser como la antesala de las cualidades de lo que
vamos a encontrar en la lectura del libro. El arte expreso en la imagen debe
transmitir el sentimiento de lo que el escritor ha impreso. Pero, además, la
obra siempre será la aportación de un artista, reconocido o no, por lo que su
valor intrínseco enriquecerá el texto de forma natural.
Por las imágenes de la portada podemos inferir el estado de ánimo de los
personajes a través de sus gestos expresivos; y al revés, también podemos,
viendo uno de sus retratos, adivinar el estado de ánimo y la voluntad
emocional de quien realizó el retrato. La portada confiere una primera
realidad a la literatura concreta que representa. Y por eso mismo, todo autor,
debería ser muy cuidadoso con la elección de sus portadas y de los temas y
autores que las concretarán.
Yo procuro serlo. Dedico mucho tiempo a elegir una portada para cualquiera de
mis libros, porque ella ha de ser reflejo fiel de todo aquello que indico.
Pero, además, intento siempre contar con la colaboración de algún artista
cercano, y no solo por lo que el artista puede aportar de valor artístico a la
obra, sino porque es mi absoluta convicción que todos los autores/creadores
debemos apoyarnos. Además, esa portada impresa en el libro, de alguna forma,
también conseguirá un modo añadido de promoción y difusión de la obra gráfica
en cuestión.
Pero, si eso puedo escribir sobre mi sentimiento de colaboración a través de
las portadas, ¿qué decir de las colaboraciones a través de los prólogos?
Quizá lo primero, que el encargo de un prólogo es uno de los trabajos más
arduos que se pueden proponer. Y ello por un doble motivo: por lo que lleva
implícito de conocimiento del autor; y por lo que lleva implícito de
conocimiento de la obra.
Un prólogo es, ante todo, una introducción al texto. Puede ocupar media
página, una, cinco…, e incluso hay algunos que llegan a ocupar casi medio
libro; aunque estos últimos ya entrarían en la categoría de “prólogos
técnicos”, se trataría más bien de un “Estudio preliminar”.
Jorge Luis Borges, quizá el mejor escritor de prólogos de todos los tiempos,
pensaba que el prólogo debía iniciar la discusión que debe suscitar cada
libro. En todo caso, el prólogo será siempre un texto que genera pasiones:
mientras unos los adoran, otros los saltan porque los odian.
A mí me gustan los prólogos. Admiro el trabajo y la valentía de los
prologuistas. Siempre me he sentido orgulloso y agradecido de aquellos que me
prologaron a mí. Así que, por extensión, confío en los prologuistas. Confío en
esa simbiosis del prólogo y la obra: no puede existir el uno sin la otra.
Prólogos, epílogos, índices, y notas a pie suelen aportar un enriquecimiento
añadido no menos interesante que el texto en sí.
Leo los prólogos antes y después de finalizar la obra, como si se tratara de
un prólogo y epílogo. Y siempre encuentro un matiz diferente en esas segundas
lecturas, mucho más sólido y enriquecedor. Pero, en definitiva, esto no deja
de ser una opción personal. Si bien, a mí, esas segundas lecturas tras acabar
la obra, me suelen suscitar respuestas diferentes a las que argüí en el
momento del principio. Por ejemplo, releyendo el prólogo de José Fernando
Sánchez Ruiz, a mis “Cuentos históricos”, me encuentro:
“Me surge la duda de si la obra literaria de Mariano Velasco nace de la
necesidad de contar, o si por el contrario es una estrategia elaborada para
divulgar los enigmas y las claves del territorio de la Mancha y de la cuenca
alta del Guadiana, que es su territorio, su paisaje, sus gentes, sus
costumbres y valores. En definitiva, su historia y su universo
literario”.
Sé que al leer dicho prólogo yo mismo me contesté: “Es mera necesidad de
contar”. Pero cuando terminé la obra, la nueva lectura de ese prólogo, cual
epílogo, me llevo a otra diferente conclusión: yo siempre he escrito para
divulgar los valores y la historia de la Mancha —la historia manchega por
encima del Quijote, debería añadir—; ese fue mi propósito, aún cuando lo
ignoraba, y fue ese prólogo el que me lo descubrió. Independientemente de que
me encante escribir y contar.
Admiremos, pues, esas portadas; volvamos a verlas y a sentirlas cada cierto
tiempo; y releamos los prólogos, porque será un homenaje a aquellos que los
escribieron, y porque siempre es ejercicio útil y enriquecedor.
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