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«Con mi pluma y mi lengua» clamaba Unamuno para referirse a las armas que mejor sabía manejar con el fin de influir en la política, y aún más, si ello era posible, de tratar de iluminar a esa gran masa, a esa opinión pública que configuraba el panorama político del momento tan sólo por el mero hecho de haber alcanzado su derecho a votar. Y no era esta una actitud aislada. Era el modo en el que una especie de élite social —los intelectuales— llegaron a entender como su compromiso de participación junto a ese todo que conformaba un electorado tradicionalmente alienado y prácticamente casi analfabeto total.
De entonces a hoy muchas son las cosas que parecen haber cambiado: ni el electorado está alienado, ni es analfabeto, ni vive en lamentables condiciones de penuria social. Y desde luego, si existe —cosa que dudo— una especie de casta intelectual, es ella, precisamente, la que se encontraría alienada y separada de la política y de todo tipo de influencia social. Y cabría pensar sobre ello; si eso es bueno o malo, o si simplemente da igual.
Es recurrente en nuestro momento actual oír decir aquello de que tenemos la generación más preparada de la historia y que la estamos dilapidando sin ofrecerles ninguna solución. En este sentido, y si damos por cierto este aserto, cabría argüir que el desplazamiento de los intelectuales del específico plano político, no sería sino la consecuencia lógica de esa mayoría de edad, de esa madurez que por primera vez habría alcanzado el electorado español.
Sin embargo, existe la posibilidad, y digo eso, precisamente, que también es posible que no hayamos alcanzado la generación más preparada de la historia, sino tan sólo la más «titulada», y por tanto también la más fácil de manipular dada la inmensa desinformación que consigue crear la insufrible abundancia de medios de comunicación.
Leo una excelente colaboración en un próximo medio local. Bajo el titular de «Crónicas desde el corazón de Europa», su autor, Javier Mata, realiza una glosa del despertar primaveral —en lo cultural— que tienen nuestros vecinos allende los Pirineos: ni programas telebasura, ni tertulias tipo «Gran Hermano», ni personajes como Belén Esteban. Por el contrario la gente común se dedica a comentar el próximo ciclo de teatro, concierto, danza o la más próxima presentación de cualquier propuesta: libros, cine, pintura, poesía… Y ello hace, en su opinión, que «nos den mil vueltas», no sólo en lo cultural, sino en el ejercicio de lo político y en lo democrático también.
No soy yo de los que se precian de conocer otras sociedades. Pero sí de conocer la de nuestra Mancha rural, aunque sólo sea a fuerza de haber dedicado media vida a poderla estudiar. Y tengo que reconocer, mal que me pese, que cualquier parecido con lo dicho, no sería sino mera casualidad. Porque lo que aquí nos gusta, realmente, es denostar al paisano. Nada más lejos de nosotros que admirar, apreciar o simplemente aprobar al convecino que hace algo en lo cultural —«¡Qué se creerá ese listillo!», solemos opinar—. Y así hacemos bueno el viejo refrán de que «Nadie es profeta en su tierra», de modo que la banalidad y la vulgaridad provinciana enseñorea nuestras vidas, lo que hace posible que cualquier «cantamañanas» llegue a conformar un liderazgo político con tan sólo el merito de cobijarse tras unas siglas y, codazo va, zancadilla viene, saber medrar. Y ante este panorama uno llega a añorar a esa casta intelectual que «con su pluma y su lengua» eran capaces de iluminar el tedioso panorama que anulaba su sociedad.
Claro que entonces los partidos socializaban, politizaban, culturizaban en suma a sus afiliados. Les enseñaban a ser ciudadanos —miembros de la polis—; esto es, a entender y hacer política como medio de mejorar su sociedad. ¡Vamos, lo mismo, lo mismo, que en el momento actual!
Y con ese bagaje; ¿Qué parte del electorado conoce siquiera la ley electoral? —me pregunto con el sólo fin de poder aplacer posibles suspicacias—; con ese bagaje, repito, es con el que nos disponemos de nuevo a votar... Pues muy bien…
Claro que pensándolo mejor, quizá lo que ocurre es que esta sea la única forma en que se puede soportar el vomitivo panorama electoral que se presenta en nuestros lares. Vamos, concretamente, en esos lugares de la Mancha de cuyo nombre no nos queremos ni acordar…
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