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Qué duda cabe de que en España no se lee. Lo dicen los libreros —durante el pasado año 2014 cerraron un total de novecientas doce librerías de mediano y pequeño tamaño—; lo dice la Sociedad General de Autores —las ventas han descendido un dieciocho por ciento en los últimos tres años—, y lo dicen las encuestas y estadísticas —el cincuenta y cinco por ciento de los españoles no lee nunca, o sólo a veces—, y además lo justifican sin pudor: «No me gusta, o no me interesa»… Sin más…
¿Me pregunto qué se puede esperar de un país donde no se lee, donde tan sólo el futbol parece acaparar el ardor del gregarismo social y las concentraciones masivas?
Porque todo aquel que no lee es alguien que nos viene a decir que a él no le importa la ciencia, ni la política, ni la historia, ni la geografía, ni nada de nada… Es alguien a quien le trae al pairo el saber o conocer por qué las cosas son como son, y si son así por destino místico e inexorable o son susceptibles de poderse cambiar. En definitiva, todo aquel que no lee es una mera brizna social al arbitrio de los vientos de todos aquellos que desde sus parcelas de poder los saben manejar.
Y de este modo —como dice Javier Marías—, esta es la España de la tontuna, el país que ha glosado y sublimado la decadencia intelectual hasta hacer de ello su propia esencia nacional: la marca España parece que le vienen a llamar.
Y ante este panorama, el trabajo, el gusto, o ambas cosas a la vez; la pasión en suma por escribir se convierte en una especie de ejercicio que salvo constatadas desviaciones masoquistas nadie en su sano juicio puede entender ¿Para qué escribir si prácticamente nadie te va a leer?
Jacinto Benavente decía que «no hay nada más triste que escribir para no ser leído». Y sin embargo cada día miles de escritores cogen sus plumas y se ponen a ello: famosos o no; especialistas o doctorados en campos diversos o no; buenos y malos escritores ¡Qué más da! Lo cierto es que contra viento y marea toda una legión de incansables e inmunes autores desafían cada día, a cada momento, la oprobiosa realidad. Y lo hacen movidos sólo por la convicción de que la mayor parte de las cosas que pasan en el mundo se olvidarían a no ser que alguien las cuente. Porque lo que nunca se cuenta acaba siendo como si nunca hubiese existido.
Por todo ello el ejercicio de escribir ha sido, es y será, una tarea encomiable de la que tan sólo un pequeño grupo de privilegiados llegará a saber disfrutar. Y aunque a veces las opiniones escritas no son todo lo afortunadas que cabría de esperar —nuestro país, por ejemplo, parece deleznable según la imagen que de él han forjado los medios—, sin embargo son precisamente esos escritos los que permiten a sus lectores —pocos, ya lo hemos dicho— la capacidad real de aplicar el juicio crítico y discernir. Porque todos vemos y conocemos a nuestro alrededor personas magníficas y de bien. Son gentes que cumplen con sus trabajos, que tienen curiosidad, que ansían conocer y saber. Son todos aquellos que con su pequeño hacer consiguen que a cada momento el mundo sea ese lugar en el que vale la pena vivir. Y es precisamente la reacción contra esos escritos, contra esas opiniones, por mera comparación con nuestro criterio personal, las que consiguen que todo ello no pase desapercibido y por tanto nos animan a seguir aportando nuestro pequeño, a veces mísero, esfuerzo personal.
Escribo estas cosas mientras contemplo la planicie que se extiende allende el horizonte, los quijotescos molinos detrás. Contemplo los parcelados predios, marrones barbecheros en alternancia con las verdes siembras de esperanza. A mí alrededor pululan los ocasionales visitantes domingueros. También algunos jubilados de los que retornan en estos folklóricos días de Semana Santa: «A mí me gustaba más cuando los trigos se mecían a merced de los vientos» — exclama ella víctima de sus recuerdos—. No piensa que aún no es tiempo de crecidas siembras y cosechas, sólo percibe que la realidad que contempla no es tan bella como el recuerdo que conserva. Luego contesta rauda a la llamada del inquisidor teléfono para manifestar a su interlocutor que los recibos del agua y la luz están sin pagar.
Que la llanura que contempla sea la mayor de toda la península Ibérica, que sobre ella puedan seguirse los avatares de más de cuatro mil años de antigüedad, que su subsuelo encierre en forma de agua uno de los mayores aljibes naturales del solar nacional, que tras la desparramada y cosmopolita imagen de la urbe se extienda uno de los complejos lacustres más interesantes de toda Europa, todo eso es algo que ignora, que no entiende y que no sabe interpretar. ¡Qué pena —me digo—, quizá si la lectura le hubiese sido consustancial…!
Pero qué estupidez… ¡Como pedirle peras al olmo es esta disquisición!
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