En aquella primavera del 74, tras el estallido de la
Revolución de los Claveles, la inquietud frente al horizonte político había
entrado de lleno en mi vida. Porque era demasiado joven por aquel entonces para saber afrontar con el suficiente empaque lo que veía venir. Y lo que veía
venir era la próxima muerte del dictador y la inquietud por lo que acontecería
después, toda vez que ya estaba muy claro que el pueblo español no estaba
dispuesto a soportar una mera continuidad en el Régimen, siquiera fuera con una
Monarquía que encontraba su fuente de legitimidad en las leyes franquistas de
sucesión. No; evidentemente el conjunto social del país, arropado por la
presión internacional, exigían importantes avances en el camino hacia la
democracia que ineludiblemente debería de venir.
Por eso aquella tarde, encerrado en la habitación de la
residencia, mientras contemplaba tras los cristales del ventanal el lánguido
fluir de la vida reflejada cual espejo en las calles de Madrid, intentaba
evadirme del presente haciendo volar la imaginación hacia ese pasado reciente apenas
seis meses atrás.
Y recordaba con total nitidez aquel preludio de Navidad,
aquel 20 de diciembre de 1973, cuando a las nueve de la mañana, en la madrileña
calle de Claudio Coello y a la altura del 104, el presidente del Gobierno,
Carrero Blanco, voló por los aires junto a su automóvil como consecuencia de
una gran explosión.
Dijeron que se dirigía hacia su despacho oficial después de oír misa en la
iglesia de San Francisco de Borja, cómo en él era habitual. Un recorrido
inalterable que efectuaba todos los días y que posibilitó que ETA pudiera
preparar concienzudamente el atentado que a la postre supondría su final. Luego
me enteré de que para ello habían alquilado un semisótano, y bajo la excusa de
servir de estudio a un escultor —lo que facilitó no levantar sospechas con los
ruidos de la excavación y las extracciones de materiales de obra—, pudieron
horadar una galería subterránea hasta el centro de la calle, en la que después
depositaron explosivos de gran potencia que hicieron estallar al paso del
convoy. El coche del presidente ascendió más de veinte metros de altura yendo a
caer en el patio interior del edificio colindante.
Estaba en Madrid porque yo era de los pocos —quizá el único—
que se había quedado en la residencia universitaria durante esas fechas tan
próximas a la Navidad. Y todo porque tenía que trabajar, una excepción en aquel
elitista ambiente de "chicos bien" que podían permitirse el lujo de
dejar sus pueblos en provincias para ir a estudiar.
No era mi caso. Mi familia no tenía ni medios ni caudales
para ello. Pero aún así mis padres lo intentaron en la esperanza de que lograra
"ser algo" en la vida con la obtención de un título en la Universidad.
Pero aquello pareció estar gafado desde el principio. Lo primero fue aquella
descabellada Orden Ministerial emitida por el nuevo ministro de Educación,
Julio Rodríguez Martínez, al que no se le ocurrió otra que la de imponer un
nuevo calendario de curso oficial (calendario juliano) que en lo sucesivo se
haría coincidir con el año natural. Así que, al igual que todos los que debían
iniciar el curso universitario en octubre del 73, tuve que posponerlo hasta
enero del 74. Y ello ya me planteó un serio problema, porque la residencia
universitaria donde había conseguido plaza aplicaba sus tasas desde los inicios
del curso normal; esto es, desde octubre del 73. Y si ya era un problema el
pago mensual para la economía familiar, pagar tres meses por los que no iba a
estar allí, aquello suponía un derroche imposible de soportar.
Encontré la solución buscando un trabajo en Madrid. Así que
en una madrugada de primeros de octubre de 1973, con dos maletas bajo el brazo,
diecisiete años por cumplir y el pasmo de quien nunca había salido del mundo
rural —salvo aquellas esporádicas visitas a otros ambientes del círculo
familiar— me vi inmerso en un nuevo mundo que me aterró tanto como me fascinó
al mismo tiempo. Porque no tardé en descubrir algunas cosas, una de ellas,
quizá la más importante, que carecía de la más mínima formación social. Y ello
suponía una barrera casi infranqueable para relacionarme con normalidad con el
resto de los estudiantes. Y qué decir de la politización que se vivía en el
ambiente universitario ¡A la fuerza me tenía que extrañar, a mí, inocente
emigrante del agro, "desertor del arado", como en alguna ocasión me
espetarían después!
Pero nada comparable con lo de aquella mañana. Oía ulular el
clamor de las sirenas de ambulancias y coches de policía. Luego vi pasar los
primeros vehículos militares y entonces me entró el pánico y corrí a refugiarme
a la residencia. Y allí fue donde lo escuché por primera vez: "¡Han
matado a Carrero Blanco!". Y ya todo me superó, y sin saber qué hacer
decidí forzar esa llamada a cobro revertido a fin de encontrar el apoyo
familiar. Así que me dirigí a la pequeña cabina locutorio situada al final del
pasillo, apenas un pequeño mechinal en la pared con una puerta de bisagra, tal
era su estrechez. Descolgué el auricular y solicité la conferencia aunque sabía
que era un gasto añadido que debía evitar. Pero yo buscaba con ansiedad el
apoyo y la tranquilidad que pudieran trasladarme desde mi propio hogar. Y
contestó como en un eco lejano aquella voz de mujer en la que reconocí a mi
propia madre:
— ¡Diga!
— ¡Mamá… acaban de
matar a Carrero Blanco! —Eternos aquellos segundos de espera y silencio al otro
lado del auricular hasta que por fin me llegó nítida la voz…
— ¿Y ese quién es? —me respondió.
Cómo me pesó entonces la soledad. Bajé inmediatamente a la
biblioteca. Sobre una mesita se encontraban los ejemplares de la prensa
matinal. Hojeé ávido sus páginas, pero la edición correspondía a la tirada de
madrugada y lógicamente allí no encontré nada referente al atentado.
En cambio sí que cubría con largueza el inicio del proceso
1001 que iba a comenzar aquella misma tarde. En él se iba a juzgar a los
máximos dirigentes del clandestino sindicato de Comisiones Obreras. Y allí me
encontraba, leyendo con avidez por primera vez en mi vida las páginas de un
periódico. Y con ello los nombres de Marcelino Camacho, Nicolás Sartorius y
otros tomaban poso en mi mente sin saber siquiera quienes podían ser. Al igual
que tampoco nada sabía de lo que era un sindicato clandestino, ni de las
Comisiones Obreras, ni de otra cosa que no fuera la certeza de que todo aquello
era algo subversivo que con toda seguridad sólo serviría para perturbar la
tranquilidad.
Pero es que yo procedía del mundo rural, de una periferia
social siempre ajena a las grandes cuestiones de la política ¿Cómo iba a
conocer aquello que ocurrió durante el mes de junio de 1972? Cómo iba yo a
saber que aquel día, en la localidad de Pozuelo de Alarcón, diez sindicalistas
pertenecientes a la Coordinadora Nacional de Comisiones Obreras celebraban una
reunión clandestina para debatir un posicionamiento sobre la unidad sindical. Y
que allí fueron detenidos; encarcelados y encausados posteriormente en el que
después habría de conocerse como Proceso
1001. Su delito: formar la cúpula dirigente del sindicato Comisiones
Obreras.
La reunión se celebraba en el convento de los Padres
Oblancos. La Brigada Regional de Investigación Social rodeó el convento y
procedió a su registro deteniendo a los sindicalistas.
Durante las sesiones del juicio los acusados optaron por
politizarlo con el objetivo de presentar el régimen franquista ante la opinión
pública nacional e internacional, como un régimen dictatorial que no respetaba
los derechos humanos, en particular los más elementales de reunión y
asociación. Pretendían con ello desmentir la imagen de apertura y liberalización
que trataba de transmitir el régimen franquista con la entrada en el Gobierno de los "tecnócratas" y la marginación de
los falangistas.
La fiscalía presentó varias acusaciones contra los
detenidos. En primer lugar les acusaba de ser miembros de la Comisión
Coordinadora Nacional de Comisiones Obreras y de haber sido convocados
previamente para una reunión de dicha agrupación. Afirmaba que dicho órgano
constituía el elemento rector de las Comisiones Obreras, y que en consecuencia
los acusados eran dirigentes máximos de dicha asociación. Insistía que las
Comisiones Obreras eran agrupaciones organizadas por el Partido Comunista con
el objetivo de promover huelgas revolucionarias como medio para derrocar el
régimen político.
Los procesados fueron condenados en primera instancia a unas
penas que oscilaron entre los veinte y los doce años de prisión. Fueron
rebajadas después por el Tribunal Supremo a penas de entre seis, y dos años,
cuatro meses y un día de prisión menor. Después, tras la muerte del dictador,
el rey Juan Carlos I otorgó un decreto de indulto que permitió la excarcelación
de los seis condenados que aún permanecían en prisión. ¡Más de tres años
enjaulados por el solo hecho de ser sindicalistas! Y es que España era así.
Sí, esa era mi cultura política y mi nivel de socialización
a comienzos de los años 70. Y con ese bagaje y muchas ganas de cambiar, pocos
años después, yo, como tantos otros jóvenes de mi edad, tendríamos que ser
artífices de ese lento caminar hacia el cambio político en ese largo periplo
que después se conocería con el sobrenombre de "Transición".
Extracto del
libro Colores y silencios (II) - Memorias de la Transición
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