2 DE MAYO DE 1808 - Momentos para discrepar

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miércoles, 2 de mayo de 2018

2 DE MAYO DE 1808


¡Fanfarrones! ¡Matasietes! ¡Perdonavidas! ¡Baladrones!... Todas estas y un sinfín más de lindezas por el estilo podía oír Pascual, el Contrabandista a su alrededor. Iban dirigidas hacia esa «canalla», la soldadesca que acordonaba el palacio. Porque la noticia, corriendo de boca en boca, se había expandido como reguero de pólvora entre la población: las tropas de Napoleón querían llevarse a los últimos miembros de la familia real.


Pronto un gran gentío se movilizó. Por las calles del Viento, de Rebeque, del Factor, de Noblejas, y de las plazuelas de San Gil y del Tufo, invadiendo la calle Nueva y parte de la plazuela de la Armería, la multitud se agolpaba y crecía. La componían personas de ambos sexos y de todas las clases sociales. En los semblantes se apreciaba la ira e indignación. Algunas mujeres proferían gritos lastimosos, mientras entre los hombres se discutía el modo de oponerse aunque fuera iniciando una insurrección.

En palacio, frente a la puerta del Príncipe, se situó una carroza. Y entre la multitud ya corrió el rumor de que estaba destinada al viaje del Infante, don Francisco de Paula. La indignación crecía por instantes, y ya todo era un inmenso furor. Ocurrió entonces que algunos criados de palacio, asomándose a los balcones, a grandes voces gritaban que el niño lloraba negándose a marchar. Las mujeres prorrumpieron en gritos y lamentos, lo que ayudó a encrespar los ánimos mucho más. Tanto que algunos de los exaltados, burlando el cordón militar, entraron en palacio con el ánimo de liberar al Infante. Pero don Francisco, con una entereza impropia de su edad, los recibió para escuchar sus imprecaciones. Y con gran serenidad les explicó que se habían recibido instrucciones de S.M. don Fernando VII autorizando la partida del resto de la familia real. Y que ninguna otra cosa cabía hacer más que cumplir la voluntad del rey; que era su deseo, por tanto, que el pueblo calmara su actitud y partir sin que hubiera lugar a ningún tipo de altercado ni algarada popular. Dicho lo cual, y tranquilizados los ánimos de quienes tan alevosamente habían invadido el palacio, el Infante decidió trasladarse hasta el balcón para asomarse y tratar desde allí de calmar a la multitud. Pero su presencia, en tan triste condición, lejos de aplacar enardeció aún mas a la población.

En las entremedias llegó a palacio el ayudante de Murat, Lagrange, con la misión de averiguar lo que allí estaba ocurriendo, de manera que entre la multitud creció la convicción de que iba allí para sacar por fuerza a los Infantes. Entonces, un «chispero», de nombre José de Blas, lanzó un furibundo grito: «¡Que nos los llevan!», y aquel se convirtió en el detonante que incendió la caja de los truenos. Y ya la multitud se abalanzó contra el petulante caballero, que sin duda alguna habría fallecido de no ser porque un oficial de valonas, don Miguel Desmaisierés, le protegió con su cuerpo. Pero el populacho, pasada la primera impresión, arremetió contra los dos, que allí habrían quedado si no hubiera sido porque la llegada de una patrulla francesa los pudo rescatar.

Entonces el gentío arremetió contra las primeras  líneas de fuerza, soldados que con el fusil terciado, empujando sin la menor contemplación, intentaban contener a esa masa implacable que ya rugía enfurecida como si fuera un león. De modo que a cada culatazo o mandoble, una sarta de patadas y puñetazos respondían, haciendo en muchos casos que cayera el francés alcanzado de pleno por alguna buena coz en sus nobles partes. Lo que encolerizaba aún más a la tropa que ya lanzaba sendos culatazos cuando no algún que otro bayonetazo.

Los oficiales, nerviosos, sin ser capaces de dominar la situación y temiendo no poder cumplir las órdenes recibidas directamente de Su Alteza Real e Imperial, Joaquín Murat, mandaron situar la guardia de caballería en formación de ataque, los jinetes sable en mano dispuestos a intervenir a la menor ocasión.

Pero el populacho, lejos de amedrentarse ante tamaña exhibición de fuerza, arremetía con más furia y desesperación. Y así las primeras navajas salieron de las faltriqueras, y casacas y polainas francesas se tiñeron de un rojo carmesí tras los primeros e inesperados golpes. Retrocedió entonces la primera línea de contención y al unísono sonaron las primeras descargas de fusilería. Después los retenes de caballería iniciaron una carga contra esa multitud: los animales arroyaron bajo sus cascos a todo aquel que pillaban por delante, mientras que los jinetes repartían mandobles y sablazos por doquier. La masa huía enloquecida hacia la calle Nueva, llena de rabia y frustración. Pero para entonces, el príncipe Murat, alertado de la insurrección, había enviado dos compañías de granaderos de la Garde Imperiale, acompañados de dos piezas de artillería, que inmediatamente fueron emplazadas. Después se oyeron las detonaciones de la artillería; y los primeros cuerpos: destrozados, reventados, masacrados; adornaron Madrid.

La rabia y la ira fueron entonces incontenibles. Se inició un espontáneo movimiento de dispersión. La gente corría hacia la calle Mayor, sin que se oyeran más voces que la de «¡Armas, armas, armas!». Cada cual corría hacia su casa o entraba en la más cercana en busca de ellas. Y a su falta cogían cualquier herramienta con tal de que sirviera para matar. Por todas las calles comenzaron a aparecer patriotas armados: por el Pretil de los Consejos, por San Justo, por la Plaza de la Villa, la irrupción de los paisanos procedentes de los barrios bajos era inconmensurable. Aunque por donde más aparecían era por la Plaza Mayor y por los portales llamados de Bringas: escopetas, pistolas, espadas, navajas de Albacete, hachas de las de partir leña, que todo valía con tal de que sirviera para dar muerte a algún francés.

El gentío corría hacia la calle Mayor, que junto con sus aledañas presentaba el aspecto de un hervidero humano. Al mismo tiempo la insurrección se propagaba como la llama en el bosque. Por todas partes acudían como enjambres, hombres, mujeres y hasta niños, que con gran saña caían sobre todos los soldados que encontraban a su paso. Pronto la euforia y la alegría les embargó porque parecía que en las calles de Madrid no había quedado ni un francés. Pero era una falsa ilusión; hasta el momento no habían hecho otra cosa que enfrentarse a las pequeñas fuerzas y destacamentos que encontraron al paso. Porque las divisiones y cuerpos de ejército se encontraban acampadas en las afueras de Madrid. Y cuando los madrileños quisieron hacerse con el control de las puertas de acceso a fin de impedir la entrada de las tropas, el grueso de las mismas, unos treinta mil soldados, ya había penetrado en la ciudad y realizaba un movimiento concéntrico para adentrarse  en la Capital. Por la calle Montera, por la de Carretas y San Jerónimo surgieron al completo las primeras divisiones con sus correspondientes baterías que disparaban al unísono sobre la masa concentrada en la Puerta del Sol. La carnicería fue espantosa. Después arremetió la caballería: la guardia noble polaca y los mamelucos la emprendieron a sablazos contra todo lo que por delante les salía: escalofríos causaba ver a aquellos «manolos» luchando a arma blanca entre la caballería. Desde las ventanas, desde los balcones, desde todas partes salían disparos, se arrojaban tiestos, se vertía agua y aceite hirviendo, y donde caía un francés los patriotas lo remataban con saña y desesperación.



Pascual, el Contrabandista corría junto a uno que conocía al que llamaban el tío Chamberga, pero arrastrados por la multitud fueron a caer directamente en las garras del francés. Así que pronto pudo ver al tío Chamberga bajo los pies de uno de los gabachos que enarbolando su fusil estaba dispuesto a ensartarlo como si fuera una aceituna. De modo que de un salto le agarró bien de allí abajo, donde más le había de doler, y sin decir ni mu, le asestó un tajo en el gañote que directamente le dejó despatarrado como si fuera una rana. El tío Chamberga, liberado ya de la amenaza, envalentonado por la afortunada ayuda del Contrabandista, arremetió como un demonio contra toda la canalla que se le ponía por delante; tirando tajos y reveses, que la verdad sea dicha, no dejaba títere con cabeza, que de todos ellos el que mejor salía librado quedaba más blando que una breva.

La reacción francesa contra la revuelta fue extremadamente cruel, tanto como la saña de que eran víctimas cuando caían en manos de algunos patriotas que sin piedad descargaban todo tipo de golpes, y allí era de verlos apretándose la cara para cubrirse las heridas producidas por tajos de navaja y culatazos de escopeta, que hasta lástima daba ver a un pobre gabacho buscando su media cara arrancada de un hachazo. O al otro que intentaba retornar las tripas a su sitio mientras maldecía a un Emperador que le había enviado a morir de tan mala manera a suelo extraño, lejos de aquellos que podían quererlo bien.

El tío Cascojo, un albañil medio tullido de las piernas, sacando fuerzas de flaqueza, al ver venir a uno de aquellos coraceros dispuesto a arroyarle bajo los cascos de su caballo, se arrojó al suelo, y nada más pasar sobre él, pudo asestar dos temibles navajazos en el culo del jamelgo, de modo que este comenzó a respingar y a dar saltos arrojando al jinete por encima de sus orejas, de forma que al caer sobre el suelo quedó tan maltrecho que aullaba como un perro hasta que la faca del tío Cascojo acabó con el griterío desgañitándole la nuez.

Y es que para el pueblo de Madrid ya se había acabado el tiempo de la prudencia, aquel que había dado lugar a que S.M. Imperial considerara al país como un pueblo sumiso y de zopencos, aunque zopencos eran todos aquellos que por las calles yacían muertos: Antoñuelo el Legañoso, el tío Pingajos, el tío Potrilla, el tío Cochifrito, la tía Tiritaña, la tía Tarangana y su hermana, la tía Taravilla; y así tantos otros… Pero también estaban vivos, aunque magullados, muchos otros como el tío Piruétano, el tío Sacatrapos, el tío Carlancas, Calforjas el Barquillero, el tío Ladillas, el tío Zampoñas y su mujer, la tía Rascamoños, la tía Rechupete y su marido, el tío Tizones, el tío Taparrabos y su hermana, la tía Sanguijuela, y su marido, el tío Cosquillas; el capitán Cachiporra, y así muchos miles de españoles unidos porque querían a su religión, a su patria y a su rey.

Pero las cargas eran irresistibles, y ya la multitud no podía hacer otra cosa que intentar refugiarse en portales y casonas, siguiendo con una lucha que ya se hacía cuerpo a cuerpo, casa a casa. Los franceses también entraron. Las tropas mamelucas asaltaban vivienda tras vivienda, mientras los defensores rompían tabiques medianeros pasando hasta las contiguas intentando huir de aquellos bárbaros que asaltaban, violaban y mataban sin ninguna compasión.

Por la calle de Fuencarral la gente se dirigió hacia el parque de artillería de Monteleón. Allí, a voz en grito, ante las puertas del cuartel, vociferaban y pedían que les dieran armas, aunque durante la lucha los militares españoles, obedeciendo las órdenes del capitán general, Francisco Javier Negrete, se mantenían acuartelados y sin reacción.

El capitán Luis Daoiz contaba a la sazón con cuarenta y un años de edad. Era hombre curtido por múltiples batallas y combates, pues ya en 1790 había participado como subteniente en la defensa de Ceuta, y posteriormente luchado contra los soldados de la Convención en Cataluña. Fue hecho prisionero de guerra y conducido a Francia, desde donde sólo pudo regresar  en 1796. Participó en la lucha armada contra los ingleses durante el bloqueo de Cádiz.


Aquella mañana del 2 de mayo recibió el encargo de tomar el control del parque de artillería de Monteleón, donde se encontraban acuartelados, cinco oficiales y setenta y cinco soldados de la artillería francesa. Lo que realizó de forma inmediata. Así que ante la llegada de aquella masa jadeante, herida y masacrada, se le planteó la terrible disyuntiva de impedir la irrupción de los insurgentes que exigían que se les abrieran las puertas de entrada para conseguir las armas y municiones allí almacenadas, o unirse al alzamiento del pueblo de Madrid. Titubeó en un principio, pero ordenó abrir la puerta quizá influido por la determinación de su compañero de armas, el capitán Pedro Velarde, quien se mostró dispuesto a «batirse contra los franceses», según la expresión que empleó para dirigirse a su superior, el coronel de artillería Navarro Falcón.

El teniente Jacinto Ruiz tenía su destino en el regimiento de Voluntarios del Estado. Su cuartel se encontraba separado del Parque de Monteleón por la calle ancha de San Bernardo. Aquella fatídica mañana se encontraba enfermo en cama en su domicilio, pero al oír las descargas de las tropas francesas se levantó para incorporarse a su puesto. Recibió de su coronel la orden de salir con la tercera compañía para apoyar a las fuerzas del cuartel de Monteleón. Inmediatamente se puso a las órdenes del capitán Daoiz, y auxilió con sus infantes a Velarde en la tarea de abrir las puertas y armar a la multitud. Después, enterado por el mismo Velarde de la presencia de una guarnición francesa de ochenta hombres en el acuartelamiento, se dirigió con él para exigir la rendición de dichas fuerzas y la entrega de sus armas, lo que lograron, encerrando a dicha tropa en las caballerizas del cuartel.

Don Luis Daoiz ordenó que se sacaran las piezas de artillería disponibles, emplazando cuatro de ellas y haciendo fuego inmediato, lo que al punto consiguió contener a la primera oleada de franceses. Los artilleros no pasaban de veinte, a los que se agregaron los soldados de infantería mandados por el teniente Ruiz. También había muchos paisanos apoyándolos, entre los que no faltaban mujeres. Pero pronto una batería francesa fue emplazada frente a ellos. Las piezas españolas, tres de a cuatro, y cuatro de a ocho, situadas dos de ellas frente a San Pedro, y las otras frente a San Miguel y San José, disparaban sin interrupción. Por San Pedro la Nueva atacaban los granaderos imperiales en considerable número. La división de San Bernardino, al mando del general Lefrand, apareció por las Salesas con varias piezas de artillería. Y bajo su fuego, las españolas, apenas ya sin munición, fueron sistemáticamente barridas, aniquilados sus servidores por la metralla y los disparos de la fusilería. Velarde fue alcanzado en el corazón por un disparo por la espalda. Daoiz, herido en un pie, y sin poder moverse, fue insultado por el propio general Lefrand. Ante tanta bajeza y deshonor, aún pudo sacar su sable: fue atravesado de un bayonetazo. Ruiz resulto herido en los primeros momentos del combate en el brazo izquierdo. Curado de urgencia, se incorporó a la batalla. Herido en el pecho y dado por muerto, sobrevivió  no obstante al combate. Cuando se retiraban los cadáveres se observó que aún respiraba. Fue trasladado a su cuartel y después a su domicilio donde logró una ligera recuperación. Convaleciente decidió abandonar Madrid para unirse a las fuerzas que luchaban contra el francés en la provincia de Badajoz. En Trujillo, muy enfermo por la dureza del viaje en tan malas condiciones, falleció.

Cuando todo acabó la desolación era total. Muertos por doquier, casas incendiadas, heridos que eran rematados a bayonetazos sin ningún atisbo de piedad; el odio dominaba a la soldadesca excitada hasta el paroxismo por el fragor de la lucha y el baño de sangre.

De estos hechos fue testigo de excepción don Esteban Fernández de León, antiguo intendente del Ejército y de la Hacienda de Caracas, quien consternado ante la masacre dispuso su pronta partida hacia su tierra natal, en la provincia de Badajoz. Iba acompañado de sus familiares, además de don José Ibarra, el presbítero Manuel  García y Pedro Serrano, personaje al que asociaban seis soldados españoles. Realizó una primera parada en Alcorcón a fin de recabar más información de todos aquellos que huían de Madrid.

Llegado a Móstoles se dirigió al encuentro de don Juan Pérez Villamil y Paredes, conocido suyo y ferviente fernandino. Éste, amén de ocupar el cargo de director de la Real Academia de la Historia, ostentaba los de auditor general y secretario del Almirantazgo. Tenía posesiones en Móstoles, y en aquellos fatídicos momentos se encontraba en su casa, sita en la calle de Navalcarnero. Allí fue donde don Esteban Fernández de León le puso al corriente de lo que sucedía en la capital, y le indujo a redactar un bando a fin de advertir a las poblaciones españolas del sur, libres hasta ese momento de la ocupación francesa, sobre los acontecimientos que bañaban de sangre Madrid. Villamil accedió, redactando un bando del siguiente tenor:

«Señores justicias de los pueblos a quienes se presente este oficio de mí, el Alcalde de Móstoles.

Es notorio que los franceses apostados en las cercanías de Madrid y dentro de la Corte han tomado la defensa sobre este pueblo capital y las tropas españolas; de manera que en Madrid está corriendo a estas horas mucha sangre; como españoles es necesario que muramos por el Rey y la Patria; armándonos contra unos pérfidos que so color de amistad y alianza nos quieren imponer un pesado yugo, después de haberse apoderado de la augusta persona del Rey. Procedan Vuestras Mercedes, pues, a tomar las más activas providencias para escarmentar tanta perfidia, acudiendo al socorro de Madrid y demás pueblos y alentándonos, pues no hay fuerzas que prevalezcan contra quien es leal y valiente, como los españoles lo son.

Dios guarde a V. M. muchos años.
Móstoles, 2 de mayo de 1808.
Firmado: Andrés Torrejón y Simón Hernández.»[1]

Fue Pedro Serrano, acompañante de Fernández de León, quien se ofreció a llevar el bando a modo de posta hasta las Andalucías, de donde era natural. Partió a caballo hacia las siete de la tarde del día 2 de mayo por el camino real de Extremadura. A última hora de la noche llegó a Talavera de la Reina, y al atardecer del día siguiente, tras haber recorrido casi doscientos kilómetros en veinticuatro horas, llegó, extenuado y enfermo, a Casas del Puerto, en la provincia de Cáceres. A partir de esta población el bando se transmitió por el sistema de propios, de modo que en sólo cuatro días el oficio llegó hasta la provincia de Huelva

En el cuartel general de Murat, las ordenes y bandos dando cuenta de la sublevación se sucedían. Por ellos se ordenó que todos los que se habían hecho prisioneros en las refriegas, y aun los que se pudieran hacer por encontrarlos con armas sin deponer, fueran fusilados de forma inmediata. También el Consejo de Castilla emitió una Orden exigiendo al pueblo de Madrid que entregara sus armas y declarando ilegal cualquier reunión de más de ocho personas, que las tropas francesas considerarían como sediciosas y desharían por medio de la fusilería. Por su parte, el ejército francés declaraba el toque de queda en toda la capital, y comunicaba que en todo sitio en el que fuera hostigado o asesinado algún francés, sería saqueado y quemado, responsabilizando del buen comportamiento ciudadano: a los amos de sus criados, a jefes de talleres y obradores de sus oficiales y aprendices, a los padres y madres de sus hijos, y a los Ministros de los conventos, de sus religiosos. Autores, vendedores, distribuidores de libelos, impresos o manuscritos serían considerados como espías de Inglaterra y fusilados. Como resultado, el pueblo de Madrid lo tuvo claro: la guerra contra el francés había comenzado.

Los alcaldes de Móstoles, Andrés Torrejón y Simón Hernández, fueron apresados y conducidos ante la presencia de Murat acusados de firmar el bando que llamaba a la insurrección. Declararon en su descargo que el escrito se lo hizo firmar «un hombre no conocido que apareció con tropa en Móstoles la tarde del dos de mayo». Ambos fueron condenados a muerte por delito de sedición. El pago de una fianza de treinta mil reales les libró.

Un par de días después, la Junta Militar de la Villa de Madrid negoció con el príncipe de Neufchatel, general mayor del ejército francés, las condiciones de capitulación para la Villa, centrando sus mayores esfuerzos en que se garantizase la religión católica, la libertad y seguridad de las vidas y propiedades de los vecinos de Madrid y de los empleados públicos, así como de los religiosos seculares y regulares de ambos sexos, y la de los militares de todas las graduaciones. Por las mismas condiciones de capitulación se acordaba entregar al ejército francés el control de palacio y el de todas las puertas de Madrid, así como de los distintos cuarteles, parques de artillería e ingenieros. Inclusive las órdenes de policía quedarían a cargo del oficial francés que fuera nominado como jefe de la Plaza… En resumidas cuentas, la insurrección del Dos de Mayo en Madrid había concluido con más de dos mil muertos, y una derrota militar y capitulación de carácter prácticamente total.




[1] Villamil conocía perfectamente las formalidades que debía adoptar el escrito para que tuviese legitimidad jurídico-legal y validez administrativa. Así que lo presentó a la rubrica de los dos alcaldes. Estos emitieron un oficio con fe notarial del escribano municipal, don Manuel del Valle, que debía ser transmitido de alcalde a alcalde mediante posta oficial.

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