Era miedo lo que sentía, un miedo difuso y pastoso,
inaprensible, como algo etéreo, pero tan presente como las gotas del rocío que
impregnaban la mañana. Era miedo al futuro, a lo incierto, a aquello que podía
pasar. Era el miedo acumulado durante todas esas tertulias y sobremesas de
silencios en las que siempre había cosas de las que no se podía hablar. Y de
todas ellas, la política, la principal.
Así que entonces, ingenuo de mí, cómo no iba a tener miedo ante
aquello que no por temido dejaría de ocurrir. Porque algún día, Franco, tenía que
morir. Y ese día, a pesar de los pesares, yo sabía que se acercaba ya.
Y por fin llegó: ¡Franco había muerto! A las cuatro y media
de la mañana, aunque la noticia no la dieron hasta casi una hora después,
cuando las Casas Civil y Militar difundieron el comunicado oficial.
Me enteré tardíamente, a las ocho de la mañana, cuando entré a
trabajar. Y como siempre fui de los últimos, porque los demás, los que ya se
preparaban para iniciar el turno, no hacían otra cosa salvo comentar. Y
hablaban como con temor y en bajito, cuchicheando, algo así como si lo hicieran
con el miedo de que "alguien" les pudiera escuchar.
¿Por qué actuaban así? —me preguntaba— ¡No lo
sabía! Pero a tenor de lo que siempre había pensado, era por miedo, por puro y
simple miedo. Pero miedo a qué… ¡Total, para lo que venía a importar que
"el viejo" se hubiera muerto ya!
Sin embargo era evidente que ese miedo estaba ahí, tan
presente y tangible como si fuera un alma más. Era miedo al futuro, miedo a lo
incierto, miedo a lo que pudiera pasar.
Corría el 20 de noviembre de 1975, tenía dieciocho años y ya era
“quinto” en espera de sortear. Estaba, pues, en plena edad militar. Y ese mero
hecho bastaba para que me pusiera a sudar a pesar del frío reinante ¿Por qué
traspiraba así? ¿Por qué no podía controlar esa pusilánime reacción que me
producían los nervios y la preocupación?
Entré con prisas en la oficina y me puse a la tarea con
excelsa aplicación solo para intentar disimular ese temor absurdo, aunque bien
sabía que no lo iba a lograr. Por eso me paré a observar tras la ventana para
ver como la claridad del día comenzaba a imponerse a las sombras de la noche. Y
me preocupaba al pensar lo largas que se me harían las horas.
Qué fría y oscura me parecía la oficina, toda abarrotada de
archivadores y papeles, y sin embargo tan extraña y vacía… Me parecía curioso,
y me daba cuenta de que nunca antes había sentido esa sensación ¿Por qué me
ocurría entonces? ¿Por qué me sacudía como una nausea el pensamiento de si todo
iba a seguir así? Y es que se me tornaban insoportables esas diez horas —mañana y
tarde— que habían de transcurrir ¡Malditas horas extras! —me decía— ¿Pero qué
otra cosa podía hacer para completar tan exiguo jornal?
Me asfixiaba el pueblo, como si fuera un sudario. Pero ese
día lo hacía más. Y me pesaba como una losa la certidumbre de la constatación: ¡Franco había muerto! ¿Y ahora qué? —me preguntaba—; porque desde hacía tiempo
venía observando que todo estaba muy alterado, pero insistía en quererme
convencer de que las cosas eran así y de que la gente iba a vivir de la forma
más normal. Aunque sentía una gran inquietud, porque sabía que en estos
provincianos pueblos donde nunca pasa nada, donde todo parece inamovible, donde
los días se suceden uno tras otro sin que ocurra algo nuevo, donde tan solo el
pasado parece permitir que aflore algún recuerdo digno de contar, es en estos
malditos pueblos —me reiteraba— donde solían permanecer los odios y rencores de
ese pasado que parecía que nunca se iba a olvidar. Por eso quería evadirme,
olvidar el momento presente en un intento como de escapar. Así que de nuevo mi
mente se puso a recordar:
Y recordé que fue allí, en Madrid, donde me convertí
en un adicto voraz a la lectura de la prensa. De ese modo descubrí el mundo de
la política. Y seguía con ansiedad el acontecer socio político después del
asesinato de Carrero Blanco. Así que conocí el nombramiento de su sustituto en
el cargo: Arias Navarro. Y como nada sabía de él, leí con atención el ideario
programático que diseñó. Lo presentó el día 12 de febrero de 1974 en un
"Discurso a la Nación" ante las Cortes, que en lo fundamental y bajo
la tapadera de que en adelante "el futuro nacional en
torno al régimen habrá de expresarse en forma de participación" vino a trazar las líneas generales de su gobierno: una modificación de la Ley de
Bases del Régimen Local para que alcaldes y presidentes de Diputaciones
tuvieran carácter electivo, la regulación de las agrupaciones sindicales, y la
redacción de un estatuto del derecho de asociación. Con todo ello pretendía
ofrecer una imagen aperturista del Gobierno acorde con los "nuevos
tiempos".
Pero sabía que aunque esa era la imagen que se quería
transmitir, la realidad tardaría muy poco en poderla desmentir. Porque pocos
días después, el día 2 de marzo de 1974, Salvador Puig Antich, fue juzgado bajo
la acusación de realizar actos terroristas por un Consejo de Guerra formado en
Tarragona. Fue condenado a muerte, y posteriormente ejecutado a garrote vil en
la prisión provincial de Barcelona. Y entonces surgió aquella tremenda reacción
popular: manifestaciones, comunicados, atentados con bombas incendiarias… Lo
peor, o lo mejor según puedo verlo ahora después de tanto tiempo, fue aquella
reacción internacional que condenó unánimemente al régimen acusándole de
fascista. Así que el futuro político de la dictadura parecía haber entrado en
su recta final.
Y yo vivía aquellos acontecimientos como el que vive un
sueño, como si fuera algo irreal. Asistía a clases y veía como la politización
de los estudiantes crecía por momentos caldeando el ambiente ¡Allí no cabía
otra que la de oponerse al régimen! Todo lo que dimanaba de éste resultaba
opresor. Y si me cabía alguna duda allí estaban los "grises", para
recordármelo repartiendo "estopa" a la menor ocasión.
Así que para alguien como yo, exiliado apenas unos meses
antes del mundo rural, aquel acontecer escapaba a mi comprensión, pero
resultaba imposible apartarme de él. De modo que si tenía que correr delante de
"los grises", corría, aunque la mayoría de las veces no sabía ni por
qué. Como tampoco conocía ni me importaba conocer cuál sería el futuro político
ni lo que iba a pasar. A mí sólo me importaba acabar el curso y superarlo bien.
Así que entonces, en esos momentos, vivía esos instantes como
si fueran un sueño. Porque Franco había muerto durante esa madrugada, y allí estaba,
apenas dos años después de acontecidos esos recuerdos, recluido en las
oficinas de esa vieja fábrica, oyendo las noticias, anclado de nuevo en ese
mundo rural al que había tenido que regresar ¿Qué estaría pasando en la facultad? —me
preguntaba—. Y entorné los ojos queriendo imaginar la situación.
Sonó la sirena del final del turno. La pequeña
"plazoleta" situada junto a los aparcamientos se pobló de un mar de
"monos" azules. Eran los obreros salientes que se fundían con los que
acababan de llegar. Y surgió el silencio. Era un silencio denso, pesado y
expectante. Era el silencio de ese par de centenares de hombres que se
encontraban como perdidos, mudos, desorientados y sin saber qué hacer. Fueron minutos tensos en los que el tiempo pareció detenerse. Hasta que al fin salió el director y con voz compungida y paternalista nos dijo: "¡Venga,
márchense a casa con tranquilidad que sus familias les esperan!". Y como
lo que éramos, como lo que siempre fuimos, sin decir
palabra y con la cabeza gacha, esa mancha azul se fue disolviendo como si
fuera una gota de tinta en el mar. Y es que las cosas en ese día no habían cambiado, y por lo que parecía tan poco tenían visos de cambiar.
Extracto/adaptación capítulo libro: Colores
y silencios (II) - Memorias de la Transición
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