MEMORIAS DE LA TRANSICIÓN (III): LA MUERTE DEL DICTADOR - Momentos para discrepar

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lunes, 7 de mayo de 2018

MEMORIAS DE LA TRANSICIÓN (III): LA MUERTE DEL DICTADOR



Era miedo lo que sentía, un miedo difuso y pastoso, inaprensible, como algo etéreo, pero tan presente como las gotas del rocío que impregnaban la mañana. Era miedo al futuro, a lo incierto, a aquello que podía pasar. Era el miedo acumulado durante todas esas tertulias y sobremesas de silencios en las que siempre había cosas de las que no se podía hablar. Y de todas ellas, la política, la principal.

Así que entonces, ingenuo de mí, cómo no iba a tener miedo ante aquello que no por temido dejaría de ocurrir. Porque algún día, Franco, tenía que morir. Y ese día, a pesar de los pesares, yo sabía que se acercaba ya.

Y por fin llegó: ¡Franco había muerto! A las cuatro y media de la mañana, aunque la noticia no la dieron hasta casi una hora después, cuando las Casas Civil y Militar difundieron el comunicado oficial.


Me enteré tardíamente, a las ocho de la mañana, cuando entré a trabajar. Y como siempre fui de los últimos, porque los demás, los que ya se preparaban para iniciar el turno, no hacían otra cosa salvo comentar. Y hablaban como con temor y en bajito, cuchicheando, algo así como si lo hicieran con el miedo de que "alguien" les pudiera escuchar.

¿Por qué actuaban así? —me preguntaba— ¡No lo sabía! Pero a tenor de lo que siempre había pensado, era por miedo, por puro y simple miedo. Pero miedo a qué… ¡Total, para lo que venía a importar que "el viejo" se hubiera muerto ya!

Sin embargo era evidente que ese miedo estaba ahí, tan presente y tangible como si fuera un alma más. Era miedo al futuro, miedo a lo incierto, miedo a lo que pudiera pasar.

Corría el 20 de noviembre de 1975, tenía dieciocho años y ya era “quinto” en espera de sortear. Estaba, pues, en plena edad militar. Y ese mero hecho bastaba para que me pusiera a sudar a pesar del frío reinante ¿Por qué traspiraba así? ¿Por qué no podía controlar esa pusilánime reacción que me producían los nervios y la preocupación?

Entré con prisas en la oficina y me puse a la tarea con excelsa aplicación solo para intentar disimular ese temor absurdo, aunque bien sabía que no lo iba a lograr. Por eso me paré a observar tras la ventana para ver como la claridad del día comenzaba a imponerse a las sombras de la noche. Y me preocupaba al pensar lo largas que se me harían las horas.

Qué fría y oscura me parecía la oficina, toda abarrotada de archivadores y papeles, y sin embargo tan extraña y vacía… Me parecía curioso, y me daba cuenta de que nunca antes había sentido esa sensación ¿Por qué me ocurría entonces? ¿Por qué me sacudía como una nausea el pensamiento de si todo iba a seguir así? Y es que se me tornaban insoportables esas diez horas —mañana y tarde— que habían de transcurrir ¡Malditas horas extras! —me decía— ¿Pero qué otra cosa podía hacer para completar tan exiguo jornal?

Me asfixiaba el pueblo, como si fuera un sudario. Pero ese día lo hacía más. Y me pesaba como una losa la certidumbre de la constatación: ¡Franco había muerto! ¿Y ahora qué? —me preguntaba—; porque desde hacía tiempo venía observando que todo estaba muy alterado, pero insistía en quererme convencer de que las cosas eran así y de que la gente iba a vivir de la forma más normal. Aunque sentía una gran inquietud, porque sabía que en estos provincianos pueblos donde nunca pasa nada, donde todo parece inamovible, donde los días se suceden uno tras otro sin que ocurra algo nuevo, donde tan solo el pasado parece permitir que aflore algún recuerdo digno de contar, es en estos malditos pueblos —me reiteraba— donde solían permanecer los odios y rencores de ese pasado que parecía que nunca se iba a olvidar. Por eso quería evadirme, olvidar el momento presente en un intento como de escapar. Así que de nuevo mi mente se puso a recordar:

Y recordé que fue allí, en Madrid, donde me convertí en un adicto voraz a la lectura de la prensa. De ese modo descubrí el mundo de la política. Y seguía con ansiedad el acontecer socio político después del asesinato de Carrero Blanco. Así que conocí el nombramiento de su sustituto en el cargo: Arias Navarro. Y como nada sabía de él, leí con atención el ideario programático que diseñó. Lo presentó el día 12 de febrero de 1974 en un "Discurso a la Nación" ante las Cortes, que en lo fundamental y bajo la tapadera de que en adelante "el futuro nacional en torno al régimen habrá de expresarse en forma de participación" vino a trazar las líneas generales de su gobierno: una modificación de la Ley de Bases del Régimen Local para que alcaldes y presidentes de Diputaciones tuvieran carácter electivo, la regulación de las agrupaciones sindicales, y la redacción de un estatuto del derecho de asociación. Con todo ello pretendía ofrecer una imagen aperturista del Gobierno acorde con los "nuevos tiempos".

Pero sabía que aunque esa era la imagen que se quería transmitir, la realidad tardaría muy poco en poderla desmentir. Porque pocos días después, el día 2 de marzo de 1974, Salvador Puig Antich, fue juzgado bajo la acusación de realizar actos terroristas por un Consejo de Guerra formado en Tarragona. Fue condenado a muerte, y posteriormente ejecutado a garrote vil en la prisión provincial de Barcelona. Y entonces surgió aquella tremenda reacción popular: manifestaciones, comunicados, atentados con bombas incendiarias… Lo peor, o lo mejor según puedo verlo ahora después de tanto tiempo, fue aquella reacción internacional que condenó unánimemente al régimen acusándole de fascista. Así que el futuro político de la dictadura parecía haber entrado en su recta final.


Y yo vivía aquellos acontecimientos como el que vive un sueño, como si fuera algo irreal. Asistía a clases y veía como la politización de los estudiantes crecía por momentos caldeando el ambiente ¡Allí no cabía otra que la de oponerse al régimen! Todo lo que dimanaba de éste resultaba opresor. Y si me cabía alguna duda allí estaban los "grises", para recordármelo repartiendo "estopa" a la menor ocasión.

Así que para alguien como yo, exiliado apenas unos meses antes del mundo rural, aquel acontecer escapaba a mi comprensión, pero resultaba imposible apartarme de él. De modo que si tenía que correr delante de "los grises", corría, aunque la mayoría de las veces no sabía ni por qué. Como tampoco conocía ni me importaba conocer cuál sería el futuro político ni lo que iba a pasar. A mí sólo me importaba acabar el curso y  superarlo bien.

Así que entonces, en esos momentos, vivía esos instantes como si fueran un sueño. Porque Franco había muerto durante esa madrugada, y allí estaba, apenas dos años después de acontecidos esos recuerdos, recluido en las oficinas de esa vieja fábrica, oyendo las noticias, anclado de nuevo en ese mundo rural al que había tenido que regresar ¿Qué estaría pasando en la facultad? —me preguntaba—. Y entorné los ojos queriendo imaginar la situación.

Sonó la sirena del final del turno. La pequeña "plazoleta" situada junto a los aparcamientos se pobló de un mar de "monos" azules. Eran los obreros salientes que se fundían con los que acababan de llegar. Y surgió el silencio. Era un silencio denso, pesado y expectante. Era el silencio de ese par de centenares de hombres que se encontraban como perdidos, mudos, desorientados y sin saber qué hacer. Fueron minutos tensos en los que el tiempo pareció detenerse. Hasta que al fin salió el director y con voz compungida y paternalista nos dijo: "¡Venga, márchense a casa con tranquilidad que sus familias les esperan!". Y como lo que éramos, como lo que siempre fuimos, sin decir palabra y con la cabeza gacha, esa mancha azul se fue disolviendo como si fuera una gota de tinta en el mar. Y es que las cosas en ese día no habían cambiado, y por lo que parecía tan poco tenían visos de cambiar.


Extracto/adaptación capítulo libro: Colores y silencios (II) - Memorias de la Transición




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