Se
acercaban las fechas navideñas de aquel crítico año de 1976. Para entonces el
ambiente cuartelero ya formaba parte de mi vida, una tediosa rutina que había
aprendido a soportar. Estudiaba mucho. Sabía que no había obtenido un buen número
en la oposición, y que de los resultados académicos iban a depender todos los
destinos que se habrían de suceder tras cada periodo de formación. Así que la
cosa la tenía clara ¡No me quedaba otra que estudiar!
Aquella
mañana fue de nuevo mi amigo Zorrilla el
que me informó ¿Cómo lo hacía? Seguro que escuchaba los informativos
radiofónicos, algo que desde luego a los demás ni se nos pasaba por la
imaginación. Estábamos en formación, y como en un susurro me comentó:
—¡Han secuestrado a Oriol!
—¿A quién? —le pregunté.
—¡Al presidente del Consejo de Estado! —me respondió.
Como
si me hubiese hablado de la luna o algo más lejano. Me encogí de hombros:
—Los militares
están "cabreaos" —volvió a la carga Zorrilla—. Puede que la líen antes de empezar.
Los
militares. Siempre los militares —pensé—. Qué angustioso me resultaba vivir
esos nuevos tiempos encontrándome enfundado en un uniforme militar.
Salí
del cuartel para asistir a una consulta odontológica. Recuerdo que compré la
prensa y me puse a hojearla con avidez. Me desplazaba en uno de esos nuevos
trenes de cercanías mientras leía como con ansia las noticias del secuestro.
El GRAPO lo había reivindicado. Solicitaba
la liberación de varios presos de extrema izquierda a cambio de la de Oriol.
También contemplaba con atención los titulares que se referían a la situación
del Ejército. Y vivía angustiado lo que decían, porque si el ejército se
sublevaba yo estaba en primera línea de acción.
Pero
pese a todo ello, el 15 de diciembre de 1976, los españoles dijeron "sí"
a la Ley para la Reforma Política. Y lo dijeron —porque yo no pude votar enclaustrado
como estaba en el cuartel— de una forma abrumadora, con una participación del
setenta y siete por ciento del electorado. De ellos, el noventa y cuatro por
ciento dijo "sí" a la elección de representantes, "sí" a la democracia política,
"sí" a la nueva era… ¿Y ahora qué iba a pasar? —me preguntaba— ¿Qué iba
a ocurrir en España? Pero sobre todo ¿Qué me iba a ocurrir a mí?
La
democracia —pensé—. ¿Qué me decía a mí la democracia? ¿Qué sabía de ella? ¿En
qué iba a consistir esa democracia que la Ley de reforma Política pretendía
lograr? Y pensé que debería preocuparme por saber de esas cosas, porque entonces
yo no sabía —o no conocía con la suficiente entidad—que lo que se pretendía
alcanzar era un Gobierno que representase la voluntad de la soberanía popular
expresada por medio de elecciones libres, unas elecciones capaces de garantizar
los derechos —individuales y sociales— de los ciudadanos a través de las leyes.
Y todo ello garantizado por el principio del equilibrio entre los poderes:
legislativo, ejecutivo y judicial. Eso era lo que se cocía en el caldero
político y no otra cosa. Y no era poco que digamos, porque comparado con lo que
había vivido hasta entonces aquello parecía el summum de la libertad.
Pasaron
las Navidades, y tras el breve lapso vacacional allí estaba de nuevo, en los
inicios de ese año de 1977, de vuelta en el cuartel. Y no comenzó bien ese año,
precisamente, porque el 24 de enero, a las once de la noche, en un despacho
laboralista vinculado a Comisiones Obreras, sito en el 55 de la calle de
Atocha, tres ultraderechistas entraron reteniendo a las nueve personas que se
encontraban allí —siete abogados, un estudiante y una administrativa— tiroteándolos
después. Fallecieron cinco. El día anterior el GRAPO había secuestrado al
teniente general Villaescusa, presidente del Consejo Supremo de Justicia
Militar. Y ambos sucesos parecían abocar a una situación política de
endurecimiento del régimen. El débil camino hacia la democracia, esbozado con
la aprobación de la Ley para la Reforma Política, podía hacer aguas incluso antes
de empezar.
Y
en los cuarteles la situación se vivía con especial inquietud: doblados los
servicios de seguridad, con los correajes repletos de cargadores y munición,
recibiendo arengas continuamente ¡Negro percibía el horizonte!
Y
me volvían a la mente aquellas escenas del pasado verano, cuando permanecía
como recluta en el cuartel Infanta Isabel en Cáceres capital. Eran las horas de
asueto de la tarde y me encontraba sentado en uno de aquellos bancos de piedra
de los que disponía el patio del cuartel. Frente a mí, algunos compañeros
pasaban el rato jugando al baloncesto. Fue entonces cuando los vi por primera
vez. Eran tres o cuatro muchachos vestidos con las ropas de civil que salían al
patio custodiados por dos miembros de la guardia con el máuser a colación.
Paseaban, y en una de las ocasiones pasaron muy cerca de mí. Les miré
atentamente —recordaba— y uno de ellos me sonrió. Luego alguien me comentó que
eran "objetores de conciencia", jóvenes que por convicción se negaban
a integrarse en todo tipo de actividad que tuviera en las armas su objetivo
esencial.
Les
vi otras tardes. Siempre a la misma hora. Y supe que eso era lo poco que les
concedían cada día para salir fuera de su horrenda prisión: media hora de paseo
por el patio del cuartel. Me
pregunté entonces si valía la pena sufrir tales calamidades sólo por ser fieles
a unas ideas. Pero en esos momentos que vivía, a tenor de los asesinatos
ocurridos en Atocha, comprendí todo el valor y valentía que encerraba aquella
actitud. Con jóvenes, con hombres como esos en el gobierno de un país —pensé—,
no sucederían hechos como los que acababan de ocurrir.
El
11 de febrero de 1977, los servicios de la Dirección General de Seguridad, en
colaboración con la Guardia Civil, liberaron a Antonio María de Oriol y Urquijo
y al teniente general Villaescusa. La noticia fue difundida a los cuatro
vientos por el ministro de Gobernación, Rodolfo Martín Villa. Y yo sentí al
oírla como una inmensa paz, porque pensé que así todo retornaría a la
normalidad.
Pero
los cuarteles siempre están llenos de sorpresas. Eran sorpresas de esas que a mí
me hacían temblar, como la de aquella lluviosa tarde de febrero de 1977, en la
que nos hicieron salir de las aulas y subir a formar a los dormitorios
ordenando situarnos cada uno junto a nuestra taquilla. El objetivo era hacer un
registro pormenorizado de las mismas en presencia del propio militar —¿Dónde
quedaba el derecho a la intimidad personal del soldado? —me pregunté
estúpidamente porque yo sabía que era un derecho inexistente—. Y allí me encontraba,
en espera de pasar la revista, cuando de pronto se inició un
"revuelo": en una de las taquillas de uno de los soldados de
"unidad", esto es, de los que cumplían el servicio militar
obligatorio en ferrocarriles, parece que habían encontrado algún tipo de
documento de aquellos que se consideran ilegales y subversivos.
Escuché
los gritos del oficial interpelando al soldado: "¿Y esto que es, so
cabrón?". Después lo sacaron a empujones del dormitorio, un manojo de
papeles en las manos del oficial. Los demás permanecíamos allí formados y sin
saber qué hacer. Miraba hacia los fluorescentes del alumbrado. El atardecer del
invierno había llenado de sombras el exterior. Luego observé que alguno de los
compañeros comenzó a moverse rompiendo la formación. Con las prisas del arresto
nos dejaron allí sin ordenar romper
filas. Pero la situación se prolongó y los más atrevidos actuaron por su
cuenta. Luego les seguimos los demás. Fue entonces cuando oí decir que alguien
había recogido alguno de los documentos requisados; al parecer se cayó del
desordenado mazo que portaba el teniente. Me dijeron que era un ejemplar de
"El soldado", una especie de periódico que hacía las veces de
portavoz oficial de la Unión Democrática de Soldados. Pero yo no tenía ni idea
de lo que ese periódico o esa organización pudieran ser.
No,
ciertamente, yo que iba a saber. Como iba a saber que algunos jóvenes de los
que cumplían el servicio militar obligatorio habían fundado un movimiento
clandestino para tratar, desde dentro de los cuarteles, de evitar los abusos de
los mandos sobre la tropa de reemplazo y de concienciarlos para que no
marchasen contra el pueblo en caso de golpe militar. Eran jóvenes muy
politizados, casi todos pertenecientes a la Joven Guardia Roja, la organización
juvenil del Partido del Trabajo de España (PTE), una organización situada a la
izquierda del Partido Comunista y responsable en gran parte, junto a la
Organización Revolucionaria de Trabajadores (ORT) de la movilización del
movimiento obrero, feminista, estudiantil…
El
Partido Comunista abogaba por la reconciliación y el pasar página tras la
dictadura. Pero algunas plataformas situadas a su izquierda aún pensaban en una
ruptura completa con el franquismo al estilo de la acontecida en Portugal con
la "Revolución de los Claveles". Socializar a la tropa era parte de
la estrategia de esos partidos. Así que empleaban a los miembros que cumplían
el servicio miliar obligatorio para que en la medida de sus posibilidades,
generalmente a través de pequeñas actividades, confraternizasen con el resto
intentando disminuir el ambiente golpista existente y defender los derechos
democráticos de sus compañeros. Pero su objetivo último no era otro sino que
llegado el caso de ruptura, las tropas no se pusieran del lado del poder.
Y
es que lo cierto era que tras la muerte de Franco podía ocurrir cualquier cosa
en el tema político y militar. El año posterior a su muerte había sido crítico
en ese aspecto: nadie podía descartar que los altos mandos del ejército decidiesen
acabar con los vientos de cambio que comenzaban a percibirse.
Tampoco
había oído hablar de los "úmedos", los miembros de la Unión Militar
Democrática (UMD), apenas algo más de un centenar de oficiales y suboficiales
que se comprometieron con los valores democráticos desde dentro del ejército
franquista. La UMD fue fundada en septiembre de 1974 por Julio Busquets en
Barcelona, José Portes en Galicia y Luis Otero en Madrid. Su objetivo primario
fue velar por el advenimiento de la democracia y defenderla posteriormente ante
cualquier intento de involución golpista. Pero hasta ese momento lo único que consiguieron
fue sufrir juicios en tribunales de honor, expulsiones del ejército, arrestos,
traslados forzosos, negativas de ascenso… El régimen empleó toda la dureza posible contra ellos. Y
es que efectivamente, a la altura de 1977, el compromiso democrático no era
igual para todo el mundo. Y mucho menos dentro del cuartel.
Extracto/adaptación capítulo libro: Colores y silencios (II) - Memorias de la Transición
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