Hacía calor. Corría el 14 de julio de 1976, y tras un baño y
una familiar comida de despedida, sin saber muy bien lo que hacía y a dónde iba,
me vi embarcado en esa aventura militar que tenía por delante cuatro años de
duración. Tomé un tren hasta Madrid y después pasé la noche a la intemperie
tumbado sobre una de esas carretillas eléctricas del transporte de paquetería
en el patio de carga de la estación de Atocha. Al día siguiente pisé por
primera vez un cuartel, un edificio moderno en su construcción que constituía
un recinto cerrado en torno a un patio central ¡Era como una cárcel! Y sentí
una especie de ansiedad que hasta me impedía respirar. Allí estaba; inmaduro,
todavía vestido con mis ropas de civil, pero recibiendo las primeras y
vociferantes órdenes de carácter militar.
Pasé la pantomima del reconocimiento médico —peso, tallaje y
una superficial auscultación— y después de varias horas de formación en el
patio nos dejaron salir fuera para comer ¡Sabia decisión! —pensé— así se ahorraban
el rancho que ya nos correspondía. Regresamos a media tarde, y tras volver a
esa línea de formación en la que nos mantuvieron hasta las nueve de la noche, salimos
hacia ese pequeño apeadero ferroviario donde íbamos a embarcar en un tren militar
con destino al Centro de Instrucción (CIR) número 3, situado en Cáceres
capital. Y fue allí, en aquellos solitarios andenes de la diminuta estación,
donde pude vivir aquella espectacular tormenta. El aparato eléctrico que la
acompañaba era parejo a la copiosa lluvia que pronto nos caló hasta los huesos.
Pero a pesar de todo, los mandos ordenaron que permaneciéramos allí, quietos en
el andén bajo la maldita lluvia. Hasta que sucedió lo inesperado: un rayo cayó
sobre el tendido eléctrico ferroviario justo encima de nuestras cabezas. Fue
entonces cuando se produjo esa desbandada de pánico. Y entonces vi por primera
vez arreciar las bofetadas como medida de disciplina y autoridad. Fue en ese
momento cuando comprendí que estaba en el sitio equivocado, y que esos cuatro
años que me quedaban por delante sujetos a la disciplina militar iban a suponer
una de las etapas más tristes de mi futuro acontecer.
Luego embarqué en aquel tren para quedar hacinado en un
destartalado departamento, y fue en ese instante cuando me embargó esa inmensa
tristeza que casi hizo aflorar las lágrimas sobre mi tez, algo que no me podía permitir
en ese "mundo de hombres". Y para evitarlo no se me ocurrió otra que
dejar que volara mi imaginación.
Pero el tren continuaba su marcha y poco a poco me embargó
el sopor. Así hasta que por fin amaneció. Recuerdo que me pregunté extrañado
que cuándo se habían pasado las horas de la noche. Salí al pasillo y bajé la
ventanilla. El aire que penetraba con fuerza era frío. Observé aquellos campos
adehesados y me parecieron soberbios. Al poco llegamos por fin a nuestro
destino. Bajamos del tren y lo primero que vi fueron esos soldados con los
cascos blancos y brazaletes de la policía militar. En seguida me hicieron
formar junto al resto de los compañeros. Después comencé a caminar en una larga
marcha hasta el cuartel. Sudaba. Un sudor que se volvió más copioso en cuanto
avisté ese viejo y vetusto edificio con su enorme patio central. Me pareció entonces
como si todos los cuarteles del mundo estuviesen construidos de la misma
manera, como si fueran cárceles diseñadas con el único objetivo de que nadie pudiera
escapar. Y ahí me vi, recibiendo a patadas mi ropa militar, siendo vacunado
como res en rebaño, y tomando conciencia de ese nuevo horizonte que tenía
frente a mi.
La rutina militar de los días que siguieron me sumió en una
especie de hastío y tristeza ¡Ahora me parecía peor el remedio que la
enfermedad! Porque por perder, había perdido hasta los pocos atisbos de vida en
libertad que hasta ese momento había podido disfrutar. Así que ese mundo
cuartelero me pareció horrible, y toda la enseñanza militar que me intentaban
transmitir la consideraba fuera de sentido, cosa superflua y sin utilidad. Pero
lo peor era ese trato indigno y vejatorio que recibía y que dimanaba de los más
bajos rangos del escalafón: cabos, cabos primero, y algún que otro sargento,
todos ellos con poca o nula preparación ética y cultural ¡Una terrible
combinación: incultura, mando, poder y un rebaño de asustadizos reclutas
prestos a obedecer!
Algunos días después nos entregaron el armamento. Un fusil
de asalto CETME con el que iniciamos el aprendizaje de la instrucción militar.
Unos insufribles días; horas y horas de preparación hasta que nos enviaron a
realizar las primeras prácticas de fuego real. Allí pude observar como uno de
los reclutas, dirigiéndose al alférez que comandaba la sección, le preguntó:
"¿Mi alférez, es obligatorio disparar?". Y el oficial, que no salía
de su asombro, absolutamente indignado le contestó:"¡Tu veras, gilipollas,
si aquí a lo que has venido es a aprender a disparar!". O lo que es lo
mismo, allí estábamos para aprender a matar, pero eso sí, bajo el sagrado manto
de la Patria.
Me aísle como pude de ese mundo que ya odiaba con todas mis
fuerzas. Pero yo sabía que eso significa casi una condena al ostracismo,
aislado como estaba del mundo exterior por esas altas paredes coronadas de
alambradas. Mi única comunicación: el correo que recibía de casa, desde ese
poblachón manchego que tanto denigraba apenas unos días antes y que ahora tanto
estaba cambiando en los condicionantes de mi apreciación.
Pero las noticias que me llegaban de casa eran sólo eso,
noticias de carácter familiar y sentimental que poco o nada me decían sobre lo
que ocurría en el exterior. Parecía como si el mundo se hubiera parado, aunque
sabía que eso no era así, que el mundo seguía su marcha a pesar de mi
coyuntural incomunicación.
Conocía, eso sí, que el día 3 de junio de 1976, el rey Juan
Carlos había nombrado presidente del Gobierno a Adolfo Suárez. Pero ni siquiera
llegué a conocer que éste, como primera medida de gobierno, reformó los
artículos del Código Penal relativos a los derechos de reunión y asociación. Y
que luego, el nuevo presidente, en su primera declaración programática, afirmó
que la soberanía residía en el pueblo y el Gobierno proclamaba su propósito de
trabajar en la instauración de un sistema democrático. Y que casi al unísono se
presentó oficialmente la candidatura española de adhesión a la Comunidad
Económica Europea (CEE) y se publicó el Real Decreto Ley, de 30 de julio, sobre
amnistía para todos aquellos que cumplieran condena por delitos y faltas de
intencionalidad política y de opinión. ¡No!... De todo aquello ni me enteré,
enclaustrado como estaba tras las tapias de un cuartel.
Pasaron dos meses y por fin acabé mi periodo de instrucción tras
la consabida Jura de bandera. Dejé el CIR en la cacereña ciudad para trasladarme
a Madrid. Así que atrás dejé aquel verano infernal, todavía con la piel abrasada
tanto por los calores como por los ejercicios de la instrucción. Y de nuevo
regresé a las cuarteleras instalaciones de Fuencarral, aquellas desde las que
salí un par de meses antes para ser embarcado en un tren militar.
Lo que no esperaba es que, si penoso había resultado el CIR, lo que entonces me
encontré era mucho peor, porque de inmediato me vi sometido a un régimen de
internado que había de mantenerme encerrado como si se tratara de una prisión.
Porque ante mis ojos solo tenía paredes de ladrillos y unas aulas dónde iba a
recibir las primeras nociones de formación ferroviaria, amén de un patio
cerrado donde continuamente realizaba formaciones e instrucción. Vivía por
tanto para los fines de semana que me dejaban salir: cinco días de infierno y
dos de asueto ¡Era terrible! —me decía— mientras pensaba que no lo iba a
soportar.
Lo que sí se me quedó grabado fue aquel viernes, mientras me
encontraba en la consabida formación de homenaje a los caídos —actividad
obligatoria previa al permiso oficial— en el que ocurrió algo especial: mi
compañero Zorrilla, que así se apellidaba el único colega con el que había
intimado en el CIR, me comentó que en la tarde anterior, la del 18 de noviembre
de 1976, a las nueve y media de la noche, se había aprobado en las Cortes el
Proyecto de Ley para la Reforma Política.
Y yo le miré a los ojos para preguntarle: "¿Qué quieres
decir?" "¡Que esto va a cambiar!" —me pudo contestar—. Pero en
ese momento el cornetín de órdenes estaba entonando los quejumbrosos acordes en
honor de los caídos. Y allí me encontraba, uno más entre los seiscientos
uniformados, marcial, rígido, con el CETME entre las manos, totalmente ajeno a
la realidad política que se estaba desarrollando en el país y que pronto me iba
a condicionar, a mí y a los demás. Así que le miré a los ojos para tan sólo
responder: "¡Y a mí que más me da. Yo sólo quiero salir de aquí!".
Extracto/adaptación capítulo libro: Colores y silencios (II) - Memorias de la Transición
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