Sábado Santo, 9 de abril de 1977, sábado de Gloria, sábado
Rojo, porque desde las diez menos cuarto de la noche el Partido Comunista de
España era legal. Me enteré al levantarme por la mañana de aquel domingo de
Resurrección, cuando al salir a la calle escuché los primeros comentarios.
Incluso pude observar como algún familiar cercano apenas lograba contener las
lágrimas, y no de alegría precisamente. Todo lo contrario. Porque para ella, al
igual que para muchos otros, la legalización del Partido Comunista venía a suponer
como el despertar de los demonios del pasado, las heridas nunca cicatrizadas de
aquella Guerra Civil que no se olvidaba por ninguna de las partes. Aquel
domingo, 10 de abril de 1977, unos lloraban de alegría, y otros de tristeza. Y
ante esa visión volví a sentir miedo, porque sabía que esas dos Españas,
irreconciliables, seguían vivas, odiándose mutuamente, si cabía cada día un poco más.
Lo que yo no sabía por aquel entonces, era que ese Partido
Comunista que se acababa de legalizar ya nada tenía que ver con aquel Partido
Comunista de la Guerra Civil, porque el partido legalizado se encontraba
instalado de lleno en la línea del eurocomunismo propugnada por Enrico Berlinguer.
Y así quedó demostrado de forma fehaciente cuando tanto Marchais como
Berlinguer, los líderes de los comunistas franceses e italianos, respectivamente,
viajaron hasta Madrid para reunirse con Santiago Carrillo a fin de debatir
sobre la trayectoria del proceso democrático español y el futuro del comunismo
en nuestro país.
Claro que yo nunca había oído hablar de Enrico Berlinguer,
el secretario general de los comunistas italianos; también una de las
personalidades más fascinantes de la política europea tras la posguerra
mundial.
Nació aristócrata. Los Berlinguer eran una familia de
intelectuales, abogados en su mayoría, radicales e ilustrados. Su padre,
abogado y político había sufrido persecución por sus actividades antifascistas
cuando militaba en el grupo "Justicia y libertad" consiguiendo llegar
a senador de la República italiana por el partido socialista.
Enrico se afilió al PCI en 1943, cuando contaba tan solo
veintiún años de edad. En julio de 1945 ya era dirigente nacional de las
juventudes comunistas. En 1947 conoció a Togliatti, secretario general del PCI,
surgiendo una afinidad absoluta entre los dos.
Pronto pasó a ser considerado como el "delfín" de
Togliatti, aunque no pudo sucederle en el cargo tras su fallecimiento debido a
su juventud. Berlinguer; culto, refinado, hermético, tímido, casado con una
católica practicante, soñaba con ser catedrático. Algo que no conseguiría
porque ya se había convertido en imprescindible para el partido. Era el
ideólogo, la eminencia gris. En 1972 fue elegido secretario general del PCI cuando
aún no había cumplido los cincuenta años.
Pero en el momento de su nombramiento como secretario
general la situación en Italia era bastante compleja. Tres poderes fácticos
controlaban la situación: la Iglesia, la Democracia Cristiana (su brazo
político) y la Mafia. En la oposición tan solo destacaba el PCI, el partido
comunista más fuerte de Europa.
Enrico Berlinguer realizó un profundo análisis de la
situación italiana. Llegó a la conclusión de que, debido al desarrollo
económico e industrial de gran parte del país, en una Italia que aún vivía una
gran euforia económica, la revolución y la dictadura del proletariado eran
impensables. La única solución era la de un socialismo nacional y democrático
al que se debería acceder a través de las urnas. Sería, a la vez, moderado en
sus planteamientos y reivindicaciones. A este posicionamiento se adhirieron el
Partido Comunista de España —con la aureola que conllevaba de su lucha
antifranquista— y el Partido Comunista de Francia.
La propuesta, en realidad, suponía una tercera vía al
humanismo radical comunista. Indro Montanelli lo bautizaría con el nombre de
"Eurocomunismo".
Pero eso era algo que la mayoría de españoles desconocían,
aunque los informativos de televisión estaban presentando las primeras imágenes
de las calles de Madrid arreboladas de clamor. Los simpatizantes comunistas habían
salido con sus banderas rojas expresando su alegría. Por fin había llegado la
inevitable legalización.
Y es que no podía ser de otra manera. A la muerte del
general Franco realmente no existían sectores sociales de importancia
claramente partidarios del mantenimiento de la Dictadura. El aislamiento
internacional y la falta de legitimidad del sistema político eran los factores
que más incidían en esta realidad. Los tradicionales soportes: la Iglesia, el
Ejército y el Capital, parecían querer desvincularse de proyectos continuistas
por unas u otras razones —por supuesto, unos más que otros— dado que el
Ejército seguía considerándose como el guardián de las esencias del régimen,
pero carecía de actitudes políticas y solo era capaz de articular
esporádicamente algunas formas de descontento. La Iglesia, en cambio, se
pronunciaba abiertamente partidaria de algunas reformas constitucionales y en
términos claros a favor de la separación entre Iglesia y Estado, mientras que
ese abstracto de empresarios, banqueros y otros, que denominaremos Capital, ya
había comenzado a diversificar sus lealtades.
El Régimen, para subsistir, solo podía confiar en su propia clase política. Pero dentro de ella, no todas las "familias" del franquismo tenían los mismos intereses. Así que solo algunos políticos del Movimiento y aledaños, miembros del aparato administrativo del Estado, sin esperanzas de hacer carrera política en el sistema político posterior, podían considerarse como auténticos fieles. Demasiado pocos para mantener un andamiaje político que se venía abajo en un contexto internacional claramente hostil.
Pero luego, cuando por la noche regresé al cuartel, observé
que también aquel era un clamor. Solo que un clamor sordo y metálico; un clamor
que amenazaba incluso con sacar los tanques a la calle.
Así que allí me veía, ordenado en formación de revista en aquel patio cuartelero aún
con mi uniforme de paseo. Luego nos ordenaron romper filas para cambiar el uniforme
por el de "faena", y después nos volvieron a formar, esta vez ya con
correaje y armamento. Ante nuestra vista depositaron varias cajas de cartuchería y
ordenaron que llenáramos los cargadores: dos en las trinchas y uno en el fusil.
Total sesenta cartuchos por cabeza. Después formamos patrullas de cinco
hombres a las órdenes de un cabo y nos asignaron la correspondiente misión. Y a
mí me tocó desplazarme hasta ese apeadero ferroviario desde el que apenas unos
meses atrás había partido en un tren para conducirme hasta el campamento militar.
Nuestra misión: proteger las instalaciones del complejo ferroviario de
Fuencarral de cualquier posible atentado.
Y allí me vi, junto a mis compañeros, armado, muerto de
miedo y sin saber qué hacer.
Extracto/adaptación capítulo libro: Colores y silencios (II) - Memorias de la Transición
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