Hoy, primero de enero de 1979, se han convocado elecciones para constituir las Cortes Generales en su primera legislatura tras la Constitución. El Decreto ha sido publicado en el Boletín Oficial del Estado, y además de disolver las actuales Cortes, fija el número de diputados a elegir para el Congreso (350) y el número de senadores (208). El proceso se celebrará el día 1 de marzo. Así que de nuevo voy a vivir el momento electoral bajo la disciplina cuartelera de esa especie de "presidio" que es el cuartel de Fuencarral. Pero yo siento que ya algo ha comenzado a cambiar dentro de mí, aunque aún no sé qué es. Quizá sea el hecho de ver que poco a poco me estoy acercando al final de este periplo militar que comenzara en julio del 76. O quizá sea que he madurado en estos años. En cualquier caso me siento como ajeno y diferente a todo esto que me rodea. Observo a mis compañeros, hablo con ellos, procuro mantener una relación de normalidad, pero sé que no encajo. Y también sé que esa es una cuestión que solo me concierne a mi. ¿Por qué me ocurre esto? —me pregunto—. Pero no me sé responder. Quizá fuera aquella responsabilidad que yo solo me eché sobre la cabeza; aquella de pensar que tenía la obligación de mantener unida a mi familia. Sí, quizá fuera aquel exceso de responsabilidad...
¡Diecisiete años! Pocos, muy pocos para asistir al catastrófico desmantelamiento del negocio que había supuesto el sostén familiar. Para entonces él ya se encontraba muy agotado y enfermo. Apenas podía trabajar. Pero con todo lo peor eran las consultas médicas y las medicinas que muy a duras penas se podían pagar. Y así el negocio estaba prácticamente en manos ajenas provocando unos gastos muy por encima de lo que se podía soportar ¿Qué otra cosa podía ocurrir salvo lo que pasó? Se acabaron los estudios en la Universidad, y la vida familiar, y todo lo que me había sido lógico y natural. Y comenzó esa incorporación precaria al mundo laboral; primero como dependiente en ferretería, luego la más formal en la empresa constructora de las traviesas del ferrocarril. Y fue entonces —recuerdo— cuando me forjé aquella promesa de volver a unir a mi familia por encima de todo lo demás. Y lo conseguí. Lo conseguimos entre todos apenas unos meses después; ayudando, remando en una misma dirección: la de intentar salir adelante unidos. Lo conseguimos, sí, pero ya aquello me había cambiado convirtiéndome en un adulto abrumado de responsabilidad; un adulto prematuro cuando apenas había dejado la adolescencia.
Suele pensarse que esas cosas forjan espíritus fuertes. A mi me forjó en lo más recóndito de mi alma un miedo terrible a la enfermedad; enfermedad a la que en cierta forma —por la padecida por mi propio padre— había hecho culpable de tanto mal. Pero también me forjó algo más: una obsesión enfermiza por la seguridad. Y la seguridad solo podía alcanzarla integrándome en la sociedad y en ese mundo laboral en el que tendría muy difícil ascender. Al menos eso pensaba. Por eso era tan estricto en el cumplimiento de mi obligación militar; incapaz de saltarme las reglas como hacían la mayoría de mis compañeros a la menor oportunidad. No obstante y pese al enclaustramiento cuartelero que vivía de nuevo en Fuencarral, donde realizaba el curso Departamental —la validación civil por la Empresa de la aptitud para realizar funciones de circulación ferroviaria y seguridad— me llegaban algunas de las noticias del proceso electoral. La campaña parecía un loco frenesí en el que los diversos partidos se habían lanzado en una loca carrera hacia las urnas con dos especiales preocupaciones, la confección de las listas electorales y la financiación de la campaña que requeriría, al desarrollarse en invierno, la mayor utilización de los grandes medios de comunicación. Mientras, el terrorismo de ETA no dejaba de "apretar las tuercas" y volvía a atentar contra altas jerarquías del Ejército en una clara estrategia de provocación a la institución armada a fin de incidir en la ocupación militar de Euskadi e interrumpir el proceso democrático. El asesinato, el día 3 de enero, del gobernador militar de Madrid, general Constantino Ortín, puso de nuevo al límite de tensión a la institución militar. Tanto fue así que su entierro se convirtió en una auténtica manifestación antidemocrática y ultraderechista donde los manifestantes, brazo en alto al estilo fascista, gritaron todos los mueras pertinentes hacia el Gobierno y "los traidores demócratas" solicitando su dimisión.
Y yo, que en aquellos días seguía las noticias a través de los informativos de televisión, añadía la preocupación de saber que al cabo de unos días tendría que incorporarme al acuartelamiento de Fuencarral. Así que de nuevo iba a verme metido de lleno en esa vorágine de inestabilidad política que es el corazón político administrativo de Madrid, viviendo en un cuartel, enfundado en un uniforme militar y con unos mandos cabreados casi en su totalidad ¡Para echarse a temblar!
Analizo por qué siento esta aversión hacia el mundo militar, y no encuentro una verdadera razón. Tal vez sea un cúmulo de varias cosas, pero desde luego lo que más me coarta es esa sujeción a la que ellos denominan disciplina castrense y que a mí no me parece otra cosa sino mera arbitrariedad; la falta de libertad, y desde luego toda esa asimilación de la Patria y lo patriótico a lo militar, obviando a cuarenta millones de españoles que hacen Patria cada día cumpliendo honestamente con sus obligaciones sociales, laborales y familiares… ¡Es que no lo puedo aceptar! Y me refugio en esa individualidad que poco a poco voy forjando, si acaso limitada por ese par de amigos que después de estos años he logrado alcanzar, compañeros con los que comparto las cuitas que me preocupan, y sobre todo esa mujer a la que amo y con la que ya solo aspiro a formar pronto un hogar.
Pero la política sigue con su día a día. Los partidos políticos mueven sus fichas en un intento de transmitir una sensación de normalidad. Elaboran con prisas sus propias listas electorales, algo que ya se percibe con total tranquilidad por parte de la sociedad. Aunque no en todos los estamentos sociales se vive tal normalidad. Capitanía General ha ordenado la presencia de militares en formación de patrulla por las calles de Madrid, concretamente por los barrios obreros de Campamento, Aluche y San Ignacio de Loyola. Y los soldados caminan con el CETME colgado al hombro y con cien cartuchos de munición. Su presencia, lejos de garantizar la seguridad de la sociedad civil, más bien coarta su libertad constituyendo una especie de advertencia sobre la fragilidad del proceso democrático. Y para colmo los atentados terroristas no dejan de suceder. El GRAPO ha asesinado al presidente de la Sala Sexta del Tribunal Supremo, Miguel Cruz Cuenca, en un atentado que se considera como la confirmación de constituir la función judicial un objetivo terrorista más: los poderes del Estado son el blanco de estas organizaciones criminales.
Hace una noche de perros. La niebla se cierne en derredor, espesa como sudario. Abrigo, capote, capucha, guantes, nada parece suficiente para evitar ese húmedo frío que te cala hasta los huesos. Camino junto a mi compañero y aguanto sus continuas quejas:
— ¡La madre que los parió! ¿Me quieres decir qué coño hacemos dando vueltas alrededor de este puto cuartel? ¡Hostias, son las cuatro de la mañana, estamos a tres bajo cero, y aquí andamos, como si estuviéramos en guerra!... ¡Joder, es que les vaciaba el cargador en el culo a estos payasos que no se enteran!
Y yo callo. Callo y callo porque aunque pienso lo mismo el miedo no me deja hablar:
— ¡Mira, sabes lo que te digo, que nos metemos en los barracones de las aulas y que le den por culo a esto de patrullar! —me dice mi colega.
— Si nos pillan nos van a joder —le respondo.
— ¡Anda ya! Ahí va a estar el sargento de guardia... ¡Durmiendo junto a la calefacción! —me responde
— ¡Venga, vamos!
Y ni corto ni perezoso se dirige a los barracones. Pero están cerrados con llave. ¡La madre que los parió! No queda otra que moverse y patrullar o congelarse en un rincón. Así que la elección es obvia. Me consuela saber que es el último esfuerzo, apenas un par de meses y ya cesarán las estancias cuarteleras dedicándome a mis prácticas militares de trabajo en la Estación. Pero mientras tanto pienso mucho. Pienso en mi futuro y en lo que quiero hacer, y desde luego no quiero que todo eso se vea truncado por una involución militar. Así que camino en patrulla con el fusil terciado entre esa espesa niebla que me hace temblar hasta el tuétano. De pronto nos vemos sorprendidos por un griterío. Proviene de la puerta exterior de acceso al cuartel. Así que corremos hacia allí. Ni siquiera llevo montada el arma. Si es un asalto de índole terrorista lo van a tener fácil: ¡No estamos preparados para tal situación! Pero no se trata de ningún acto terrorista. Tan solo dos soldados ebrios que han llegado tarde al recinto cuartelero, y el plantón de puerta no les deja pasar. Se han liado a bofetadas con él, y ante sus gritos de auxilio las patrullas que acuden los han tenido que detener ¡Se han buscado un buen "marrón"! Les van a meter un par de meses en el "trullo". Y pienso en lo inconsciente que es la juventud; en lo mucho que aborrezco esas copas de más. Pero en el fondo lo que siento de nuevo es aborrecimiento por la vida militar, una situación que ya me pesa tanto que pienso que no lo voy a poder soportar.
— ¡La madre que los parió! ¿Me quieres decir qué coño hacemos dando vueltas alrededor de este puto cuartel? ¡Hostias, son las cuatro de la mañana, estamos a tres bajo cero, y aquí andamos, como si estuviéramos en guerra!... ¡Joder, es que les vaciaba el cargador en el culo a estos payasos que no se enteran!
Y yo callo. Callo y callo porque aunque pienso lo mismo el miedo no me deja hablar:
— ¡Mira, sabes lo que te digo, que nos metemos en los barracones de las aulas y que le den por culo a esto de patrullar! —me dice mi colega.
— Si nos pillan nos van a joder —le respondo.
— ¡Anda ya! Ahí va a estar el sargento de guardia... ¡Durmiendo junto a la calefacción! —me responde
— ¡Venga, vamos!
Y ni corto ni perezoso se dirige a los barracones. Pero están cerrados con llave. ¡La madre que los parió! No queda otra que moverse y patrullar o congelarse en un rincón. Así que la elección es obvia. Me consuela saber que es el último esfuerzo, apenas un par de meses y ya cesarán las estancias cuarteleras dedicándome a mis prácticas militares de trabajo en la Estación. Pero mientras tanto pienso mucho. Pienso en mi futuro y en lo que quiero hacer, y desde luego no quiero que todo eso se vea truncado por una involución militar. Así que camino en patrulla con el fusil terciado entre esa espesa niebla que me hace temblar hasta el tuétano. De pronto nos vemos sorprendidos por un griterío. Proviene de la puerta exterior de acceso al cuartel. Así que corremos hacia allí. Ni siquiera llevo montada el arma. Si es un asalto de índole terrorista lo van a tener fácil: ¡No estamos preparados para tal situación! Pero no se trata de ningún acto terrorista. Tan solo dos soldados ebrios que han llegado tarde al recinto cuartelero, y el plantón de puerta no les deja pasar. Se han liado a bofetadas con él, y ante sus gritos de auxilio las patrullas que acuden los han tenido que detener ¡Se han buscado un buen "marrón"! Les van a meter un par de meses en el "trullo". Y pienso en lo inconsciente que es la juventud; en lo mucho que aborrezco esas copas de más. Pero en el fondo lo que siento de nuevo es aborrecimiento por la vida militar, una situación que ya me pesa tanto que pienso que no lo voy a poder soportar.
Al fin acaba ese periodo cuartelero del curso Departamental. Y así he podido regresar de nuevo a ese pueblo del que con tantas ganas salí, y con muchas más, ansiaba regresar ¡No parece haber sido muy de mi agrado esa especie de aventura! ¿Por qué? ¿Qué esperaba encontrar en la ciudad? ¿¡Acaso creía que allí "ataban los perros con longanizas"!? Pues ya veo que no, que en todas partes "cuecen habas". Y puestos a éstas, prefiero tomarlas aquí, en este lugar al que pertenezco, junto a los míos. Un lugar que ahora, apenas dos años después de mi marcha, pienso que nunca debí de dejar. Así que aquí estoy de nuevo, cumpliendo mis turnos de trabajo ferroviario y continuando con mis horas extras en esa oficina técnica a la que acudo en régimen de pluriempleo laboral. Y pocas cosas más parece que han de importarme fuera de lo cotidiano de mi vida normal. Pero hoy sí, hoy he vivido con el resto del país la celebración de las nuevas elecciones generales a Cortes. Hoy es día 1 de marzo de 1979, y son los primeros comicios que se celebran en cumplimiento directo del orden político derivado de la de la Constitución. Por eso, y aún siendo avanzada para mis costumbres la hora de la noche, sigo con interés los primeros resultados electorales, que sin ser definitivos todavía, parecen convenir en que de nuevo la UCD de Adolfo Suárez volverá a ser la fuerza más votada. Así que al fin decido marcharme a dormir. Y lo hago con la tranquilidad de comprobar que el orden democrático parece funcionar con entera normalidad.
Colores y Silencios (II): Memorias de la Transición |
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