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Mariano Velasco Lizcano |
Cuando comencé a escribir esta serie que denominé
Mis lecturas escogidas, ya avancé que trataría de esbozar en ella mis
impresiones ante segundas lecturas de mis propios textos, asumiendo un rol
diferente al de cuando los escribí; esto es, introduciéndome en el papel de un
lector crítico de la obra que busca entender o apreciar el posible fallo del
texto, y si es el caso, comprender y analizar donde me pude equivocar.
Tarea nada fácil, por cierto, porque en principio supone, como poco, adoptar
una nueva actitud ante el hecho lector: buscar momentos de especial calma o
tranquilidad, centrarme profundamente en el contenido de la lectura, pararme e
incluso volver atrás cuando entiendo que podía haber expresado mejor o con
mayor claridad la idea que pretendía transmitir… Porque lo que me ha quedado
claro, después de una larga trayectoria de más de treinta años, es que una
cosa es lo que pretende transmitir el escritor, y otra, lo que llega o puede
interpretar el lector.
Bien, pues esbozada la intención o el objetivo de la serie, hoy quisiera
comentar uno de aquellos escritos que vienen a tratar sobre un tema de fácil
percepción en cualquier momento y lugar de la actualidad. Me refiero a la
cuestión de las quejas. Porque, quejarnos, nos quejamos todos, aunque unos más
que otros, eso es verdad. Y el motivo de elegir este tema no ha sido otro sino
el de la reflexión que me produce la actitud de algunas personas ante los
problemas y sufrimientos de la vida. Porque hace poco tiempo he tenido la
enorme fortuna de contactar con una de esos hombres que no parecen quejarse
nunca, por más palos y dificultades que les ponga la vida. Gente capaz de
superar enfermedades gravísimas, como el cáncer, no una, sino hasta tres
veces, y son capaces de seguir caminando erguidos sin miedos ni temores.
Personas de una fortaleza poco común que hacen que, a su lado, cualquier queja
común se convierta en algo menos que una mera manifestación de gente
pusilánime. De modo que este es el tema y el texto escogido para hoy:
¡QUEJAS!
Considero que la queja en demasía, es decir, el estado de “quejicoso”,
es un orden incompatible con el estado de felicidad. Así que debo insistir
sobre ello en esta serie dedicada a analizar, si no el modo en que podría
alcanzarse la felicidad; si, al menos, a valorar aquellos sentimientos y/o
actuaciones que la imposibilitan de verdad.
Escribía entonces que los seres humanos parece que hubiéramos perdido la
capacidad de tolerar al prójimo, olvidando que vivimos en sociedad y que, por
tanto, eso lleva implícita la necesidad de aguantar cosas que pueden
irritarnos: colas, ruidos, bullicio, determinados comportamientos; peajes
debidos que tenemos que pagar. Aunque ¡eso sí!, en su cierta medida.
Sobrepasada ésta, la queja resulta lógica y natural: es como una mera cuestión
de autodefensa que elaboran nuestros sentidos para buscar el reequilibrio ante
las situaciones y retornar a la normalidad.
Esto es así, generalmente. El problema surge cuando el sujeto, de tanto
quejarse, deviene en quejicoso: les molesta si llueve, y si sale el sol
también; les molesta si los saludas, y si no los saludas; les molesta todo,
porque el sino de su vida es quejarse. Son personas que se lamentan
constantemente; todo lo reprochan, nada les agrada, la vida es un lamento. Lo
que consiguen con ello es quedarse solos, alejados de la mejor gente, porque
¡a quién le gusta permanecer al lado de alguien que siempre se está quejando!
Me pregunto por qué uno puede pasar de actuar normalmente, expresando en
alguna ocasión su queja por lo que le molesta, a convertirse en un ser de
lamento continuo, si ello lo único que puede darle es insatisfacción, disgusto
y resentimiento. Parece como si con el lamento continuo esperaran que las
cosas se solucionasen, o que los demás se apiadaran de su situación
resolviéndole los problemas: inseguridad, miedo, dolor; son los sentimientos
que transmiten los quejosos. Se convierten en gente tóxica; para sí mismos y
para los demás. Son de esas personas de las que hay que huir si no quieres ver
perturbada tu felicidad.
Aseveraciones confirmadas por estudiosos sobre este tema que han venido a
concluir que el objetivo de la queja no es otro sino considerarse víctima de
una forma u otra: unos se quejan para sentirse víctimas, mientras otros se
convierten en víctimas porque se quejan. ¡No puedo! ¡Están todos contra mí!
¡No me aprecian! ¡No reconocen lo que valgo! Son como mantras constantes en su
monólogo personal. Deberían escucharse más, en lugar de hablarse, quizá así
podrían descubrir el potencial que llevan dentro y ponerse a actuar en
consecuencia. En primer lugar, para tratar de llevarse bien consigo mismo, que
es el paso previo para llevarse bien con los demás.
Quejémonos menos, y centrémonos en nuestra mente y nuestros deseos.
Mantengámosla ocupada: trabajando, estudiando, perfeccionándola. Esto no
garantiza que se vaya a conseguir lo que esperas. Lo que si garantiza es que
se va a disfrutar del recorrido hacia la meta. Y este es el verdadero secreto
de nuestro tránsito por el mundo.
Así que, moderemos las quejas, pensemos siempre en por qué nos estamos
quejando, y qué se puede hacer frente a ello. Eso, desde luego, no es la
felicidad, pero acerca a ella un poco más.
────♦◊♦────
De modo que, del análisis sereno del texto de referencia, podríamos
concluir que: quejarse de las cosas, una vez que se ha sobrepasado cierto
límite, es algo lógico y natural. Pero quejarse por todo, todos los días y a
todas las horas, es algo patológico que solo consigue suscitar rechazo en los
demás, convirtiendo al quejicoso en un elemento tóxico capaz de perturbar
nuestra propia calma y estabilidad. Son esas gentes de las que, con la máxima
premura, nos debemos de apartar.
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Texto de referencia: ¡Quejas! |
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