CARTAS DE TETUÁN (Memorias de un soldado en la guerra de África (1859/1860) - Momentos para discrepar

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sábado, 12 de octubre de 2024

CARTAS DE TETUÁN (Memorias de un soldado en la guerra de África (1859/1860)

Hasta que estalló la guerra de 1859/60 en África, fueron infinitos los incidentes y altercados que se produjeron entre España y el Imperio de Marruecos. Pero nunca habían degenerado en una guerra de semejantes dimensiones.
La Guerra de África se enmarcó en un contexto internacional en que Francia dominaba en Argelia, mientras Inglaterra influía en Marruecos, lo que motivó que España decidiera defender sus intereses al otro lado del Mediterráneo. Para Inglaterra era de la máxima importancia salvaguardar la seguridad del Estrecho, garantía de sus rutas comerciales por el Mediterráneo y el paso al canal de Suez.
El motivo que España arguyó para declarar la guerra a Marruecos en 1859 fue el hostigamiento y los continuos ataques que los españoles habían venido sufriendo por grupos de marroquíes en sus plazas de soberanía. Todo comenzó con la realización de una casa—fuerte de mampostería que se creyó preciso levantar en el campo exterior de Ceuta, a unos cuatrocientos metros de la ciudad, en un lugar denominado Santa Clara, para que sirviera de cuerpo de guardia a la fuerza encargada de vigilar a los presidiarios. Lo que sirvió de pretexto a los moros fronterizos para hostilizar a las tropas españolas. Los cabileños de la tribu de Anghera se dirigieron a la zona en obras, las demolieron y su osadía llegó hasta derribar y hacer pedazos el marco colocado en 1844 que, con el escudo de las armas españolas, señalaba el límite de los dos campos. El carácter de las agresiones fue en aumento, hasta el punto de resultar necesario reforzar la guarnición de Ceuta con dos batallones de cazadores que desembarcarían en la ciudad el día 30 de agosto de 1859. Pero, lo cierto, es que esta vez, la cuestión se enardeció en la Península porque los periódicos españoles dejaron constancia del ataque a la ciudad de Ceuta, la noche del 10 al 11 de agosto de 1859, calificándolo, según los editoriales de la época, como una grave mancilla al honor de la Nación.
Este tipo de retórica fue muy frecuente en la época: falacias propias del patriotismo más chovinista en las que se apelaba a los sentimientos de los lectores más que a convencer a través de los argumentos. A raíz de estos acontecimientos, el cónsul general de España en Tánger dirigió una nota al ministro del que denominó Emperador de Marruecos, sobre los insultos que los moros de Anghera habían realizado a España, y presentó un ultimátum de diez días para la reposición de los escudos fronterizos, además de que las tropas del sultán rindieran honores a éstos en el mismo sitio donde se echaron a tierra y que en público y ante la guarnición española se castigara a los culpables y se tomaran medidas para que esto no volviera a ocurrir.
El Gobierno marroquí no hizo nada de lo exigido por España. Así las cosas, el cónsul, Juan Blanco del Valle, optó por dar un tercer plazo, hasta el 15 de octubre de 1859, y quedó de nuevo a la espera de respuesta. Pero de Marruecos no se recibió otra cosa que evasivas y dilaciones, circunstancia que aireada por la prensa española contribuyó a crear una representación de la sociedad marroquí como un pueblo sin palabra en el que no se podía confiar.
Pero si prudente fue la actitud del cónsul, todo lo contrario, ocurrió con la desatinada actuación del brigadier Gómez Pulido, gobernador militar de Ceuta, un hombre impolítico y de proceder injusto en un funcionario militar que parecía complacerse en remover los ánimos de los moros para encender en ellos la tea revolucionaria.
Las fuentes historiográficas indican que el sultán estaba dispuesto a aceptar lo que pedía el Gobierno español, menos lo relativo al castigo de los agresores. Pero España no consideraba suficiente el desagravio, porque con toda probabilidad los sucesos de Ceuta fueron una excusa necesaria para una guerra que en esos momentos convenía, aunque en realidad se tratara de un designio de prestigio exterior.
Incapaces de emular a Francia en la hegemonía del Continente, ni a Inglaterra en el dominio de los mares, España quería conquistar un sitio en Europa imitando a las potencias en su expansión colonial, y precisamente por el territorio que la providencia había situado junto a sus riberas: África. Además, Ceuta y Melilla eran puestos estratégicos para la Nación. España necesitaba parar los ataques que desde 1849 se habían venido sucediendo contra las plazas, especialmente la de Melilla.
Después de muchos esfuerzos, a comienzos de 1859, se firmó el denominado Pacto de Tetuán, por el que se consensuaba un statu quo entre las dos naciones en relación con las plazas de soberanía española. Pero tras el ataque del día 11 de octubre, el Congreso aprobó ir a la guerra si no se cumplían sus exigencias de reparación al honor español. Se concedió un plazo de diez días que el Gobierno español aprovechó para consultar a las cancillerías europeas su aquiescencia con la guerra. Por fin, el 22 de octubre, España declaró oficialmente la guerra al Imperio marroquí.
Lo cierto fue que todos los grupos políticos con representación en las Cortes estuvieron de acuerdo en la campaña, plenos de un patriotismo intolerante que rayó en el racismo y la xenofobia. Pero en realidad los motivos eran otros: tanto moderados como progresistas y demócratas consideraban que la guerra contra Marruecos suponía restaurar a España como potencia de primer orden. Los diarios reflejaban una guerra que el país secundaba; los obispos hacían manifestaciones a favor de la campaña; los cosecheros vendían sus productos a más bajo precio para abastecer al ejército, los oficiales solicitaban participar en la campaña, aunque fuera como soldados, la reina Isabel II ofreció sus joyas… El fervor patriótico hizo que el pueblo olvidara sus miserias resignándose a comer glorias y entusiasmo.
 * * *
Cartas de Tetuán supone la última entrega de esta larga serie de novelas centradas en los principales acontecimientos bélicos que, durante la época de la historia contemporánea han sacudido a la Nación española, comenzando por la Guerra de la Independencia, y acabando con el conflicto de Ifni, de 1958; un repaso al acontecer español que ha tratado de incluir no solo los hechos bélicos sino también aspectos políticos, sociales y etnográficos. Pero, sobre todo, lo que ha tratado, es de recuperar el recuerdo de aquellos “nadies”, gentes del pueblo que derramaron generosamente su sangre sin que figuren en las páginas de la Historia, así, en mayúscula, ni en las enciclopedias ni libros de texto; ni mucho menos, en el recuerdo patrio español.
Mis personajes he procurado extraerlos de mi propia patria chica: la Mancha. Y es que, en la Mancha, además del Quijote, escondemos tanta historia como los demás. Y digo, escondemos, porque a diferencia de otras tierras del solar español, nuestra pequeña historia no la hemos divulgado, ya que nos ha parecido que Miguel de Cervantes y El Quijote son algo tan excelso que, a su lado, todo lo demás, parece carecer de importancia y significación. Algo que me enerva y me entristece el corazón. Porque la Mancha es historia, mientras que el Quijote es literatura. Y la historia la configura y escribe la vida, nos parezca bien o mal.
***
 Hoy en día se lee poco. O se lee mucho menos de lo que se leía hace unos años. Y para colmo, las estadísticas nos dicen que solo el veintisiete por ciento de lectores logran comprender todo lo que leen. ¿Y por qué no se lee; o se lee mucho menos de lo que se solía leer?
Las razones pueden ser múltiples y variadas: falta de estímulos para leer durante la infancia, falta de tiempo, desinterés… Pero, sin duda, la razón por antonomasia por la que se ha dejado de leer ha sido el impacto de los dispositivos tecnológicos en nuestra capacidad de atención.
El promedio mundial de cantidad de tiempo que una persona ve la pantalla de su móvil es de seis horas con treinta y siete minutos. Además, la información que suele verse son artículos cortos o vídeos de un par de minutos como máximo. Ello incide directamente en nuestra capacidad de atención y en nuestra paciencia.
Actualmente, la información que buscamos está a nuestro alcance en cuestión de segundos, y si no aparece en las primeras páginas de Google nos desesperamos. En consecuencia, es muy difícil que la gente lea libros.
Y ante esta realidad, ¿qué sentido tiene seguir escribiendo libros? Pues parece no tener sentido alguno, porque se escribe para ser leído, y cuando no se logra surge la frustración. ¿Acaso los escritores tenemos tendencias masoquistas?
Pues, rotundamente, no. Escribimos porque lo llevamos en nuestros genes, porque nos encanta hacerlo, porque tenemos cosas que decir y transmitir, y sobre todo, porque hemos aprendido a despreocuparnos de si se nos lee o no. Así que, aún conocedor que esta nueva obra de mi hacer, tampoco se leerá, me importa un bledo esta cuestión. Al igual que me ocurre cuando alguien me dice: “A mí es que no me gusta leer”; o bien: “Es que yo no tengo tiempo para leer”, aunque desperdicie horas y horas de su vida ante la pantalla del móvil o del ordenador. Entonces es cuando me recreo en contestarle sin ningún tapujo ni pudor: “Pues te acompaño en el sentimiento”.
¿Un poco borde? Pues no, es que cada uno es cada uno, y tiene sus cadaunadas.

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