Hasta que estalló la guerra de 1859/60 en África, fueron infinitos los
incidentes y altercados que se produjeron entre España y el Imperio de
Marruecos. Pero nunca habían degenerado en una guerra de semejantes
dimensiones.
La Guerra de África se enmarcó en un contexto internacional en que Francia
dominaba en Argelia, mientras Inglaterra influía en Marruecos, lo que motivó
que España decidiera defender sus intereses al otro lado del Mediterráneo.
Para Inglaterra era de la máxima importancia salvaguardar la seguridad del
Estrecho, garantía de sus rutas comerciales por el Mediterráneo y el paso al
canal de Suez.
El motivo que España arguyó para declarar la guerra a Marruecos en 1859 fue el
hostigamiento y los continuos ataques que los españoles habían venido
sufriendo por grupos de marroquíes en sus plazas de soberanía. Todo comenzó
con la realización de una casa—fuerte de mampostería que se creyó preciso
levantar en el campo exterior de Ceuta, a unos cuatrocientos metros de la
ciudad, en un lugar denominado Santa Clara, para que sirviera de cuerpo de
guardia a la fuerza encargada de vigilar a los presidiarios. Lo que sirvió de
pretexto a los moros fronterizos para hostilizar a las tropas españolas. Los
cabileños de la tribu de Anghera se dirigieron a la zona en obras, las
demolieron y su osadía llegó hasta derribar y hacer pedazos el marco colocado
en 1844 que, con el escudo de las armas españolas, señalaba el límite de los
dos campos. El carácter de las agresiones fue en aumento, hasta el punto de
resultar necesario reforzar la guarnición de Ceuta con dos batallones de
cazadores que desembarcarían en la ciudad el día 30 de agosto de 1859. Pero,
lo cierto, es que esta vez, la cuestión se enardeció en la Península porque
los periódicos españoles dejaron constancia del ataque a la ciudad de Ceuta,
la noche del 10 al 11 de agosto de 1859, calificándolo, según los editoriales
de la época, como una grave mancilla al honor de la Nación.
Este tipo de retórica fue muy frecuente en la época: falacias propias del
patriotismo más chovinista en las que se apelaba a los sentimientos de los
lectores más que a convencer a través de los argumentos. A raíz de estos
acontecimientos, el cónsul general de España en Tánger dirigió una nota al
ministro del que denominó Emperador de Marruecos, sobre los insultos que los
moros de Anghera habían realizado a España, y presentó un ultimátum de diez
días para la reposición de los escudos fronterizos, además de que las tropas
del sultán rindieran honores a éstos en el mismo sitio donde se echaron a
tierra y que en público y ante la guarnición española se castigara a los
culpables y se tomaran medidas para que esto no volviera a ocurrir.
El Gobierno marroquí no hizo nada de lo exigido por España. Así las cosas, el
cónsul, Juan Blanco del Valle, optó por dar un tercer plazo, hasta el 15 de
octubre de 1859, y quedó de nuevo a la espera de respuesta. Pero de Marruecos
no se recibió otra cosa que evasivas y dilaciones, circunstancia que aireada
por la prensa española contribuyó a crear una representación de la sociedad
marroquí como un pueblo sin palabra en el que no se podía confiar.
Pero si prudente fue la actitud del cónsul, todo lo contrario, ocurrió con la
desatinada actuación del brigadier Gómez Pulido, gobernador militar de Ceuta,
un hombre impolítico y de proceder injusto en un funcionario militar que
parecía complacerse en remover los ánimos de los moros para encender en ellos
la tea revolucionaria.
Las fuentes historiográficas indican que el sultán estaba dispuesto a aceptar
lo que pedía el Gobierno español, menos lo relativo al castigo de los
agresores. Pero España no consideraba suficiente el desagravio, porque con
toda probabilidad los sucesos de Ceuta fueron una excusa necesaria para una
guerra que en esos momentos convenía, aunque en realidad se tratara de un
designio de prestigio exterior.
Incapaces de emular a Francia en la hegemonía del Continente, ni a Inglaterra
en el dominio de los mares, España quería conquistar un sitio en Europa
imitando a las potencias en su expansión colonial, y precisamente por el
territorio que la providencia había situado junto a sus riberas: África.
Además, Ceuta y Melilla eran puestos estratégicos para la Nación. España
necesitaba parar los ataques que desde 1849 se habían venido sucediendo contra
las plazas, especialmente la de Melilla.
Después de muchos esfuerzos, a comienzos de 1859, se firmó el denominado Pacto
de Tetuán, por el que se consensuaba un statu quo entre las dos
naciones en relación con las plazas de soberanía española. Pero tras el ataque
del día 11 de octubre, el Congreso aprobó ir a la guerra si no se cumplían sus
exigencias de reparación al honor español. Se concedió un plazo de diez días
que el Gobierno español aprovechó para consultar a las cancillerías europeas
su aquiescencia con la guerra. Por fin, el 22 de octubre, España declaró
oficialmente la guerra al Imperio marroquí.
Lo cierto fue que todos los grupos políticos con representación en las Cortes
estuvieron de acuerdo en la campaña, plenos de un patriotismo intolerante que
rayó en el racismo y la xenofobia. Pero en realidad los motivos eran otros:
tanto moderados como progresistas y demócratas consideraban que la guerra
contra Marruecos suponía restaurar a España como potencia de primer orden. Los
diarios reflejaban una guerra que el país secundaba; los obispos hacían
manifestaciones a favor de la campaña; los cosecheros vendían sus productos a
más bajo precio para abastecer al ejército, los oficiales solicitaban
participar en la campaña, aunque fuera como soldados, la reina Isabel II
ofreció sus joyas… El fervor patriótico hizo que el pueblo olvidara sus
miserias resignándose a comer glorias y entusiasmo.
* * *
Cartas de Tetuán supone la última entrega de esta larga serie de novelas
centradas en los principales acontecimientos bélicos que, durante la época de
la historia contemporánea han sacudido a la Nación española, comenzando por la
Guerra de la Independencia, y acabando con el conflicto de Ifni, de 1958; un
repaso al acontecer español que ha tratado de incluir no solo los hechos
bélicos sino también aspectos políticos, sociales y etnográficos. Pero, sobre
todo, lo que ha tratado, es de recuperar el recuerdo de aquellos “nadies”,
gentes del pueblo que derramaron generosamente su sangre sin que figuren en
las páginas de la Historia, así, en mayúscula, ni en las enciclopedias ni
libros de texto; ni mucho menos, en el recuerdo patrio español.
Mis personajes he procurado extraerlos de mi propia patria chica: la Mancha. Y
es que, en la Mancha, además del Quijote, escondemos tanta historia como los
demás. Y digo, escondemos, porque a diferencia de otras tierras del solar
español, nuestra pequeña historia no la hemos divulgado, ya que nos ha
parecido que Miguel de Cervantes y El Quijote son algo tan excelso que, a su
lado, todo lo demás, parece carecer de importancia y significación. Algo que
me enerva y me entristece el corazón. Porque la Mancha es historia, mientras
que el Quijote es literatura. Y la historia la configura y escribe la vida,
nos parezca bien o mal.
***
Hoy en día se lee poco. O se lee mucho menos de lo que se leía hace unos
años. Y para colmo, las estadísticas nos dicen que solo el veintisiete por
ciento de lectores logran comprender todo lo que leen. ¿Y por qué no se lee; o
se lee mucho menos de lo que se solía leer?
Las razones pueden ser múltiples y variadas: falta de estímulos para leer
durante la infancia, falta de tiempo, desinterés… Pero, sin duda, la razón por
antonomasia por la que se ha dejado de leer ha sido el impacto de los
dispositivos tecnológicos en nuestra capacidad de atención.
El promedio mundial de cantidad de tiempo que una persona ve la pantalla de su
móvil es de seis horas con treinta y siete minutos. Además, la información que
suele verse son artículos cortos o vídeos de un par de minutos como máximo.
Ello incide directamente en nuestra capacidad de atención y en nuestra
paciencia.
Actualmente, la información que buscamos está a nuestro alcance en cuestión de
segundos, y si no aparece en las primeras páginas de Google nos desesperamos.
En consecuencia, es muy difícil que la gente lea libros.
Y ante esta realidad, ¿qué sentido tiene seguir escribiendo libros? Pues
parece no tener sentido alguno, porque se escribe para ser leído, y cuando no
se logra surge la frustración. ¿Acaso los escritores tenemos tendencias
masoquistas?
Pues, rotundamente, no. Escribimos porque lo llevamos en nuestros genes,
porque nos encanta hacerlo, porque tenemos cosas que decir y transmitir, y
sobre todo, porque hemos aprendido a despreocuparnos de si se nos lee o no.
Así que, aún conocedor que esta nueva obra de mi hacer, tampoco se leerá, me
importa un bledo esta cuestión. Al igual que me ocurre cuando alguien me dice:
“A mí es que no me gusta leer”; o bien: “Es que yo no tengo tiempo para leer”,
aunque desperdicie horas y horas de su vida ante la pantalla del móvil o del
ordenador. Entonces es cuando me recreo en contestarle sin ningún tapujo ni
pudor: “Pues te acompaño en el sentimiento”.
¿Un poco borde? Pues no, es que cada uno es cada uno, y tiene sus cadaunadas.
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