Recuerdo aquellos largos días del confinamiento. Todo comenzó el 14 de marzo de 2020, cuando el Gobierno declaró el primer estado de alarma para controlar la crisis. Para entonces, centenares de personas morían cada día en nuestro país. Largos días de encierro y soledad, de incomunicación y silencios que a duras penas lograba soportar.
Recuerdo, sí, que dedicaba muchas horas a leer, y muchas menos a pensar y escribir. Me reencontré con mi biblioteca, que, si no acumulaba polvo y suciedad, si que acumulaba muchos años de menosprecio y abandono. Y ello me condujo al reencuentro con aquellos clásicos que en su tiempo pude leer (imposición de la carrera universitaria) sin llegar jamás a disfrutar de su contenido, porque nunca dediqué el tiempo y la introspección necesaria para disfrutar y comprender su valor y conocimiento: Virgilio, Epícteto, Séneca, Marco Aurelio, Thomas Hobbes, Baltasar Gracián, Schopenhauer… y tantos otros maestros cuyas obras perduraron por siglos y milenios para recordarnos que las calamidades siempre han azotado a la humanidad de forma cíclica, y que siempre el ingenio humano las superó.
Fue como un despertar, si no a la vida, sí a una realidad diferente; aquella realidad de tiempos lejanos que fueron pensados y analizados por sus más lúcidas cabezas.
Séneca decía que es extraordinaria la facultad de estudiar por todos los medios posibles, sin que cueste hacerlo. Y que cuando contamos con esa facultad debemos aprovecharnos de ello. De esta manera —decía el pensador— se podrá hablar y escribir ganando fama de culto y prudente, y ello a costa del trabajo ajeno.
Momentos de meditación anta la lapidaria opinión: comencé a tomar notas que inmediatamente me impelían a escribir. ¡Si esas lecturas me ayudaban a mí, por qué no iban a poder ayudar a los demás!
La reflexión filosófica nunca había suscitado mi interés, mucho menos como género literario en mi hacer. Pero la literatura debe ser un proceso en constante evolución: evolución hacia aquellas cosas que más nos interesan y, por tanto, más nos enriquecen. Y después se debe compartir aquello que se aprende lo más ampliamente posible. Algo que durante muchos años intenté pero que nunca conseguí.
Y frente a ello, me pregunto entristecido, para que me sirve escribir si luego apenas nadie lo va a leer. Y solo encuentro una respuesta: escribir, en la mayoría de los casos, solo sirve para sufrir.
Pero no es este un texto con pretensión de presentar quejas y agravios, al fin, esa convicción ya la expresé en enésimas ocasiones más. De modo que volvamos al hilo de la narración:
Decía que el pensamiento clásico, en aquellos duros momentos, me ayudó a interpretar y comprender la realidad, a querer razonarla y a encontrar algo de calma entre aquel lodazal de dolor y sufrimiento; tan intenso, como para ver partir a pie a mi vecino y amigo hacia el hospital para no regresar nunca más. Ni siquiera pudo tener un entierro digno y un funeral.
Decidí, entonces, escribir mis propias meditaciones, mis propias reflexiones, hoy recogidas como texto bajo el título Bitácora del crepúsculo, una obra que encuadré dentro de la colección Momentos para el diálogo. Y me gusta releerla, al igual que las otras que componen la colección, de modo que las he podido considerar como mi mejor literatura, porque cada vez me convenzo más de que si a mí me sirven de ayuda, también pueden servirle a los demás. Sin más literaturas.



No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por comentar...