Por quién doblan las banderas - Momentos para discrepar

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lunes, 13 de julio de 2015

Por quién doblan las banderas


POR QUIÉN DOBLAN LAS BANDERAS


Que Pedro Sánchez decidiera presentarse en el acto de su proclamación como candidato a la Presidencia del Gobierno acompañado por el trasfondo de una enorme bandera nacional ha suscitado todo tipo de controversias, tanto a la derecha como a la izquierda del arco político oficial. Y es que en el fondo lo que ha venido a surgir nuevamente es ese «eterno cuestionamiento» sobre si la bandera nacional española es aceptada como tal por todos los ciudadanos de este país —España, supuestamente— o es percibida como la enseña y el símbolo que sólo representa a una parte social e ideológica del pueblo —Castilla y su expansionismo histórico— y/o a aquellos que profesan una ideología ultraconservadora y nacionalista en general. Y no es un tema baladí esta cuestión.

Gustave Flaubert escribía a George Sand, en relación a las banderas y en un momento histórico (1869) en que acababan de asentarse como símbolos nacionales que «…están tan manchadas de barro y sangre que deberían desparecer de una vez». Aserto, desde luego, que merece una especial matización. Porque las banderas, a veces incluyen, a veces dividen. Y trataremos de razonar esta cuestión:

Fue a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX cuando se constató la necesidad de identificar a la Nación como símbolo a través de emblemas de carácter nacional. Las banderas, en su sentido actual, se relacionan con el nacimiento de los Estados modernos. Surgieron de aquellos procesos revolucionarios que concluyeron en la consolidación de los Estados-Nación: Estados Unidos y la República Francesa, fundamentalmente, creadas como naciones de carácter político y con un sentido de organización adecuado para el Estado moderno que sustituyo al Antiguo Régimen del absolutismo oficial. Y lo hicieron por la necesidad de aunar bajo un emblema simbólico a una gran comunidad poco o nada arraigada —la población que viviría sobre el territorio que abarcaba el nuevo Estado nacional—,  y de la necesidad de integrar a sus ciudadanos bajo los valores y creencias que éste iba a encarnar.

España, como Estado-Nación, en lo fundamental, forjó su primera carta de naturaleza a través también de un proceso revolucionario catalizado por la lucha contra el  ejército invasor de Napoleón.  Anteriormente los reyes españoles lo eran de «las Españas» entendidas como conjunto de reinos, condados, feudos y señoríos, dotados de fueros y organizaciones político-administrativas propias, con usos territoriales y locales de la lengua. Y para identificar al incipiente Estado-Nación que la coyuntura bélica estaba pergeñando se eligió la bandera que Carlos III implementó en 1785 en la armada como insignia distintiva de sus barcos de guerra. Los llamativos colores rojos y gualdas tenían un objeto más práctico que simbólico: se distinguían desde muy lejos. Luego pasaron a ser utilizados por las unidades militares de tierra —recordemos que todavía se trataba de los ejércitos del Rey, no de los de la Nación ni del Estado—. Así  que parece lógico que en la lucha de los ejércitos reales contra el francés, pasaran a considerarse como la insignia oficial.

Fue aceptada sin problemas como bandera del Estado-Nación por la Primera República, y permaneció con la monarquía constitucional surgida del proceso de la Restauración. Hasta entonces, históricamente, la bandera nacional pudo considerarse como un elemento inclusivo para todos los elementos constitutivos del Estado-Nación español.

La abdicación de Alfonso XIII y proclamación de la Segunda República posibilitó un cambio constitucional de la bandera como enseña nacional, pasando a la tricolor, y ello por la necesidad sentida de distinguir el nuevo régimen republicano del monárquico precedente. Es aquí cuando la enseña nacional comienza a perder su sentido incluyente para convertirse en separador a los ojos de todos aquellos ciudadanos que no aceptaron la nueva configuración republicana del Estado. Y como colofón de todo ello, el uso por las fuerzas golpistas sublevadas de un lábaro mimético de la bandera monárquica, y su legalización posterior como enseña nacional, forjó el culmen de la separación. Desde entonces hasta hoy, son muchos los complejos que han impedido a la izquierda española considerar a la bandera constitucional como un signo de identidad popular.

Es por tanto un drama para esa parte de la izquierda que aún no ha superado el marco antifranquista y continúa  con su acrítica nostalgia segundo-republicana, la irredimible cuestión que le impide sentirse cómodos con la bandera democrática constitucional. Aunque quizá sería bueno recordar que el día 17 de abril de 1977, el recién legalizado Partido Comunista de España, a través de su líder Santiago Carrillo, pidió a todos sus militantes que aceptaran la [actual] bandera con los colores del Estado, porque «la democracia en España es más importante que las banderas… y estas no pueden considerarse como monopolio de ninguna [política] facción».

Lo cierto y verdad, es que desde aquella nefasta y oprobiosa Guerra Civil, España no ha logrado convertir su bandera en un símbolo de inclusión para los españoles. Así que buena cosa es, al menos esa es mi opinión, que el líder de un partido de izquierda, socialdemócrata y moderado, reivindique romper tabúes y retornar de una vez al sentido inclusivo de la bandera nacional, esto es, a la que viene a representar a todos los españoles sea cual sea su ideología, credo o religión, al menos hasta que esta se cambie fruto de un proceso de modificación constitucional.

Pero lo es más, a mi parecer, porque despoja a esa caterva de ultra fundamentalistas ideológicos de derechas de su sentido de posesión del símbolo nacional, a la vez que retrotrae a las catacumbas de las nostalgias del pasado a esos puristas de la izquierda que anclados en sus propios  e insuperables prejuicios inciden en reivindicar banderas excluyentes en un intento de mantener guerras —teóricas, ideológicas, y personalistas— que ya es hora de superar.

Y no quede por pasar una última reflexión: aceptemos las banderas como aquello que son, símbolos de la diversa identidad cultural y territorial que conforma a los Estados-Nación actuales, elementos dignos de respeto e integración, pero ¡Cuidado! rechacemos todo lo que signifiquen falsos patrioterismos divisores, no vayamos a tener que recordar que bajo la égida de banderas, con la cruz gamada por ejemplo, perecieron cuarenta y cinco millones de seres humanos, y bajo la égida de las negras banderas del autoproclamado Estado Islámico, se decapita, quema, asesina e inmola a miles de inocentes amenazando la paz mundial, no resulte que vayamos a tener que asumir el aserto de Flaubert de que «están tan manchadas de barro y sangre que deberían desaparecer».

Mariano Velasco Lizcano. 
Doctor en Ciencias Políticas y Sociología. 
Presidente de ADEPHI y AEDA 23.

1 comentario:

  1. Gran reflexión de nuestro experto Mariano. Un apunte: he leído en algún lugar que quizá lo que llamó más la atención no fue la bandera de Pedro Sánchez en sí, sino su desproporcionado tamaño. Logró así un efecto contrario: en vez de aceptar la bandera como algo normal, si hubiera estado simplemente en un mástil con un tamaño "estándar", pareció exagerado por su tamaño, y eso fue lo que le valió unas críticas acordes con esa exageración. La reflexión histórica y psicológica que hace Mariano sobre cómo ha evolucionado el símbolo de la bandera a lo largo de los años en las distintas capas sociales es profunda y bien documentada. Enhorabuena.

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