Todos los años, el 23 de abril, se conmemora la fiesta de San Jordi en Barcelona. Y ese día las Ramblas se llenan de rosas, libros y gente. Pues bien, este último 23 de abril, en la capital catalana, se vendieron un millón seiscientos mil libros y casi seis millones de rosas, mil librerías montaron sus puestos y frente a ellos pasearon más de un millón de personas que generaron una facturación de casi veintiún millones de euros. Centenares de autores, muchos venidos de otros países, se instalaron a firmar ejemplares para sus lectores en una fiesta de convivencia y cultura que ha dado lugar a que columnistas de medios internacionales califiquen el suceso como de “un milagro” en Barcelona. Incluso Markus Dohle, jefe máximo de Penguin Random House, uno de los imperios editoriales más grandes del mundo, con su sede oficial en New York, llegó a comentar que “me gustaría imaginar algo semejante en Broadway”. Porque aunque hay muchas ferias y festivales del libro, ninguna respira el aire de cultura, alegría y civilización cual la que se celebra en Barcelona el día del Patrón.
El arte de leer... y de escribir |
Y me gustaría soñar algo semejante para Castilla La Mancha. Pero la realidad golpea con fuerza inusitada, porque apenas unos días después, el sábado 6 de mayo, se inauguraba la XI edición de la Feria del Libro de Toledo, una efeméride que pese a contar con el máximo apoyo de las instituciones locales, la Asociación de Libreros y un marco expositor inigualable —el corazón del casco histórico toledano— congregó nada menos que a “veintiún expositores”, y aún eso animados por un conjunto de otras tantas actividades culturales que a lo más que llegaron fue a atraer a algunos centenares de visitantes ¡Qué descuaje de comparación!
Así que lo que pasa es que si en el conjunto del Estado español se lee poco, en Castilla La Mancha lo que ocurre es que no se lee nada en realidad. Y claro, así nos va.
¿Y tiene alguna importancia, alguna repercusión, esa falta de apego a la lectura de la sociedad manchega actual? Pregunta difícil de contestar por el alto grado de subjetividad que la respuesta en sí encerraría para cada cual.
Dice Vargas Llosa en una de sus muchas opiniones sobre la cuestión que él aprendió a leer a los cinco años en el colegio de La Salle, en Cochabamba (Bolivia) y “esa es la cosa más importante que me ha pasado en la vida”. Desde entonces nunca dejó de leer y gracias a ello pudo dedicar su tiempo y su vida a la pasión por escribir que le llevó hasta la cumbre del Nobel de literatura. Porque para él serían los grandes maestros los que le fueron guiando en su camino: de Flaubert aprendió que el talento es disciplina, tenacidad y paciencia; de Cervantes, Dickens, y Balzac, que la ambición por avanzar en la novela es tan importante como la estrategia y el estilo. De Sartre, que un ensayo comprometido puede cambiar el curso de la historia. Y así de tantos otros.
Pero qué se puede aprender a cambio —me pregunto— si se padece alergia congénita hacia el arte de leer, que es lo aquí, en este terruño manchego, nos ha venido a pasar. Si se sustituyen a los grandes maestros de la cultura por personajes como Belén Esteban y otra recua similar; si cuando celebramos una feria del libro en la capital regional se presentan veintiún expositores, en lugar de los mil que concurrieron en Barcelona, y aún nos sobran la mitad. ¿¡Qué se puede aprender, y qué se puede esperar!?
Pues eso, lo que tenemos, una región pobrísima en lo cultural e inmovilista en lo político y social que aún alfabetizada casi al cien por cien —aún nos quedan mayores analfabetos total— presenta un porcentaje elevadísimo de elementos sin capacidad de comprensión lectora, cercenando con ello su verdadera capacidad de progreso y emancipación, constituyendo así una sociedad que siempre dejará en manos de otros —llámense políticos, líderes sociales, poderosos o caciques influyentes— su destino futuro y sus posibilidades de progreso y bienestar.
Porque la lectura es mucho más que el acto lector. Es luz para la conciencia y la sensibilidad, vuelve a los ciudadanos más difíciles de manipular, menos dóciles y más críticos a la hora de aceptar las mentiras de quienes les pretenden “conducir”, les protege y defiende de tanto iluminado charlatán poseedor y vendedor de verdades absolutas.
Y mientras tanto seguimos haciendo lo mismo que hemos hecho toda la vida y pensando que de este modo las cosas van a cambiar. Elevamos y casi adoramos a todos aquellos que ostentan una estela de saber académico corroborado con un título y una proyección de éxito social o laboral, magnificando esos grandes templos de la enseñanza universitaria donde los alumnos ya sólo asisten con la única intención de obtener unas credenciales de saber que supuestamente son la base “sine qua non” para escalar lo más alto posible en la pirámide social.
Y así los altos centros de enseñanza transmiten títulos pero preparan a pocas personas para la vida, al mismo tiempo que inculcan el menosprecio, cuando no el desprecio, hacia aquellos artistas, profesionales, menestrales y autodidactas que a través de la experiencia práctica, con sus errores y aciertos, han alcanzado el verdadero conocimiento que es la esencia de la vida. Y esos, todos esos, sin duda alguna, alcanzaron su saber porque eligieron leer, y leer bien, hasta llegar a ser lo que son: la verdadera reserva cultural de este páramo lector.
Y ahora señores, sigamos con los twiter, esa moderna y auténtica esencia cultural.
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