Me entusiasma la política, pero me aburren y asquean los políticos. Al menos gran parte de los actuales. Por su bajeza y mezquindad, por su falta de escrúpulos y de valores éticos y morales, pero sobre todo por su falta de oficio, es decir, por su falta de capacidad política y sentido de Estado para ser capaces de hacer lo que hay que hacer; esto es, cumplir el mandato electoral que recibieron que no es otro que el de regenerar la vida política y las instituciones democráticas y hacerlo desde el consenso y la negociación, y no desde la imposición de unas mayorías obsoletas incapaces por su propia inercia de semejante misión.
Porque estamos en el momento de comprender que una nueva cultura política se ha de instalar: la del pactismo, las concesiones mutuas y la colaboración, para desterrar a la anterior por obsoleta e inservible ya.
Pero no, aquí seguimos reos de siglas y supuestas purezas ideológicas, incapaces de afrontar las imprescindibles reformas que nuestro Estado democrático tiene que emprender. Porque si en este país todavía no hemos llegado a entender que tendremos que volver a pactar el nuevo modelo territorial para dar cabida a los sentimientos de las distintas nacionalidades que configuran el Estado español; que será imposible regenerar y revitalizar nuestra democracia sin afrontar las medidas sociales que resulten necesarias para superar la enorme fractura social que la crisis ha creado; y que no es válida una Ley electoral que ya no se corresponde con el momento político que la justificó; si esto es así, repito, entonces es que no queremos saber nada de nada. Y que eso no lo capte el ciudadano de a pie se puede comprender, pero que no lo quieran aceptar los líderes políticos, antiguos y emergentes, eso es una barbaridad.
Afrontar estos retos no es nada nuevo. Ya lo hicieron los hoy tan vilipendiados autores de la famosa Transición, quienes con su ejemplo de coraje político y altura intelectual consiguieron un dificilísimo pacto de convivencia democrática entre izquierdas represaliadas y exiliadas, cuando no encarceladas, y derechas anhelantes y herederas de un franquismo trasnochado que había disfrutado de cuarenta años de impunidad. Y si ellos pudieron hacerlo, por qué estos actuales aprendices de estadista, no.
Pues no señor. ¡No se puede entender! Porque aquí, pese a quien pese, tendremos que afrontar la pluralidad de la diferencia que imponen las identidades nacionalistas, y tendremos que hacerlo con el sentido constitucional de no pretender imponer una identidad colectiva basada en la lengua, la cultura o la tradición, sino en la idea del conjunto de ciudadanos unidos por los grandes valores provenientes de la Ilustración: la igualdad, la solidaridad, el respeto a los derechos fundamentales, la democracia y el pluralismo político y cultural.
Al igual que habrá que afrontar la realidad de esa fractura social que la recesión y la crisis han propiciado bajo el síntoma de una enorme desigualdad de rentas y una extraordinaria precariedad laboral. Y si eliminar el distanciamiento entre las rentas es cosa que llevará un tiempo, afrontar la pobreza extrema y la solidaridad internacional son materias inexcusables en las que nos jugamos no sólo nuestro modelo de Estado, sino el modo de vida de Occidente y la paz mundial.
Así que ya está bien de torpezas, ambigüedades, malas artes y brindis al sol. Pacten ustedes, los políticos, para cumplir el mandato social porque si no lo hacen resultarán deslegitimados para presentarse de nuevo como líderes en otra contienda electoral. Aunque claro, como pedir peras al olmo sería que un político se planteara cuestiones de este calado, porque al fin son tan sólo cosas relativas a la ética y la moral. Y a estas alturas vaya usted a saber de qué estamos hablando y si esos viejos conceptos y valores sirven para algo o qué cosa son.
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