¿POR QUÉ LEER? - Momentos para discrepar

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domingo, 21 de agosto de 2016

¿POR QUÉ LEER?

Por qué leer
¿Por qué leer? ¿Por qué escribir?
A veces me hago preguntas que no sé responder. Son como esas preguntas impertinentes que hacen los niños y que en su simpleza y sencillez te dejan sin aliento al no saber qué contestar: ¿Para qué sirve leer un poema, un relato o una novela? ¿Por qué leer aquello que la mayoría de la gente no lee y no parece pasarle nada por ello? ¿Por qué perder el tiempo en leer en lugar de hacer otras cosas más útiles, como practicar deporte o simplemente tomar unas cervezas y charlar?
Son preguntas que me obligan a pensar el argumento de la respuesta sin que logre encontrarlo fácilmente ni que éste me convenza con facilidad. A veces hasta me obligo a visitar mi biblioteca en busca de una respuesta convincente. Otras veces me irritan hasta provocar una respuesta airada —«¡Qué pregunta, sólo un asno la podría hacer!»—; una pregunta que en realidad sólo esconde mi propio límite personal para justificar lo que durante tanto tiempo —en realidad, toda la vida— elegí hacer.
Son preguntas que permanecen en mi subconsciente y que por tanto surgen una y otra vez. Y lo hacen de múltiples formas y maneras, sin guardar la más mínima lógica sistemática ni ordenación.
Y me ha surgido de nuevo la pregunta al cabo de una nueva lectura sobre los «motivos para leer».
Sé que soy hombre de dudas, que sólo a fuerza de paciencia y estudio he conseguido desembarazarme de los temores paralizantes que entumecían mis músculos. Y que solo tras mucho leer me atreví a escribir esos libros para los que dudosamente estaba dotado. Por eso en ellos siempre he querido incluir —heterodoxia literaria— esa especie de introducción donde reflejo las dudas y cuitas que me causa su elaboración. Porque sé que esas literaturas han sido y seguirán siendo como una especie de prueba definitiva de la que solo yo soy consciente: temas, personajes, al principio todo en ellas me resulta ajeno, dificultoso, imposible de alcanzar. Y sé que al final, si lo consigo, es solo gracias a mi afán por leer.
A través de las lecturas puedo avanzar, conocer el trabajo de los maestros, analizar sus estrategias y técnicas, aprendo de su talento… Anoto febrilmente sus frases, citas o ideas. Las repaso una y otra vez hasta encontrar en ellas la idea o solución para el trabajo que tenga entre manos. Es decir, he conseguido escribir porque al fin conseguí aprender a leer. A leer bien, se supone. Al menos eso creo.
Por eso, aunque teóricos y críticos de las letras expliciten las más variadas teorías o razones por las que valdría la pena leer, para mí la primera de ellas siempre fue el puro placer, el constituir un entretenimiento que me permitía evadirme de la vida para vivir otras vidas, para compartir motivos y pensamientos con personajes que sentía próximos y en los que en ocasiones pude encontrar el modelo de aquello que no quería ser. Eran conductas, experiencias que me ayudaban a elegir lo preferible, lo que me parecía mejor.
Pero ahora sé que ese fue solo el principio, que la lectura constituye un camino ascendente e infinito en el que uno puede ir descubriendo su propia motivación: en mi caso porque hice de ella mi escondite particular, mí limitado refugio de lucidez.
Gracias a las lecturas analizo y me preparo para los cambios, elaboro mi opinión, comparto juicio crítico, no me dejo sorprender. Pero sobre todo aprendo, me educo, ensancho las fronteras de mi mundo. Y por encima de todo, gracias a la lectura he llegado a escribir, que era la cosa del mundo que más deseaba hacer.
Así que hoy puedo responderme a esa pregunta —«¿Por qué leer?»—, con plena conciencia y total seguridad: porque ello constituye un placer fácilmente alcanzable para cada cual, además de que estoy convencido que no hay nada en el mundo que resulte más positivo y enriquecedor. No se puede pedir más.

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