MOMENTOS PARA EL DIÁLOGO (III) - Momentos para discrepar

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jueves, 27 de octubre de 2016

MOMENTOS PARA EL DIÁLOGO (III)

SOLEDAD Y TRISTEZA


No soy amigo de multitudes, así que suelo rehuir todos aquellos actos o espectáculos que las promueven. Y no es ésta una actitud que haya buscado premeditadamente, simplemente no suelo encontrarme cómodo entre las masas. Pero no sé por qué me ocurre. Algo que por otro lado me provoca importantes inconvenientes, pues no suele ser sentimiento comprendido por aquellos que me rodean. Lo que suele generar sobre mi persona un concepto de rareza: "poco social" en el mejor de los casos, cuando no aquello de pensar que uno mantiene premeditadamente las distancias, como si se sintiera por encima de los demás: "¿¡Quién se cree que es!?". Y aunque en realidad no pretenda que mi forma de actuar se sitúe en ninguna de las dos opciones, poco importa esto, porque uno no es como cree ser, sino como le ven los demás.
Flaubert decía: "Siempre que soporto durante mucho tiempo el espectáculo de la multitud me hundo en un pozo de tristeza que me asfixia". Séneca buscaba un sentido más positivo a ese anhelo de soledad: "Nada aprovecha tanto como la tranquilidad, hablar muy poco con los otros y muy mucho consigo mismo [porque] ninguno callará lo que ha escuchado".
No pretendo arrogarme ningún atisbo de actitud filosófica cuando recurro a pensadores o escritores que de algún modo han mantenido, defendido o ejercido esta actitud como forma base de su vida. Sólo pretendo participar que la soledad buscada no ha sido en el tiempo algo tan extraño, e incluso que para determinadas líneas de pensamiento se  ha considerado como una elección altamente valiosa. Por ello, quizá, no debería inquietarme mucho mi tendencia a la soledad. Pero a cambio sí que hay algo que me preocupa, y es el permanente sentimiento de melancolía y tristeza que en mi caso suele conllevar. Y aunque a veces puede confundirse esa tristeza con cierta "virtud", no son pocos los pensadores que como Montaigne la consideran como cualidad dañina, cobarde y baja. Los estoicos la prohibían a sus sabios.
Creo que la cuestión estriba en comprender que la tristeza es inevitable en muchas ocasiones, incluso a veces permite apreciar los condicionantes de la vida con mayor objetividad que vistos desde una liviana y/o exagerada alegría. Eso sin contar con todos aquellos casos en los que la aflicción es tan extrema que aturde y sobrecoge y entonces sólo las lágrimas sirven como válvula de escape para aliviar la presión. Pero en todo caso, siguiendo el principio aristotélico, creo que en el punto medio ha de encontrarse el equilibrio. Ni tristeza permanente, ni alegría desmesurada. Quejas y lamentos, las mínimas, porque "leves las penas se expresan, grandes se callan" —como decía Séneca—, y si son leves y asumibles, también serán mediocres, por lo que entonces carece de utilidad expresar estos sentimientos. Y si son grandes, mejor callarlas porque como ya he considerado, éstas últimas sólo las lágrimas las pueden aliviar.
Lo más importante, pues, para mantener el equilibrio siempre será estar convencidos de nuestras ideas y saber protegernos de las neuras ajenas: no entrar nunca en diálogos de locos (nerviosos, exagerados, que pidan imposibles), y buscar siempre que sea posible esa soledad enriquecedora que nos ayuda a conocernos a nosotros mismos. Si ello conlleva un mínimo de melancolía o tristeza, deberíamos considerarlo como el precio asumible que hay que pagar.



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