ENFERMAR DE PREOCUPACIÓN
De mis múltiples preocupaciones, una siempre ha sobresalido
sobre las demás: la relativa a mis hijos.
De ellos siempre me preocupó todo. Cuando sólo eran bebes
temía que enfermaran, y si enfermaban realmente sufría por si la enfermedad era
de gravedad y acaso podían morir. Y luego, cuando superaban sus comunes
faringitis o diarreas, volvía a preocuparme por si podían recaer.
Pensaba yo que este era un tema que superaría con la edad.
Bastaría que fueran adultos y mis problemas y preocupaciones por ellos
desaparecerían como por encanto, como el agua que se escurre entre las manos.
Pero luego ocurrió lo que era de esperar. Que mis hijos
crecieron y con ellos los problemas se hicieron mayores. La salida del hogar
por los estudios, la preocupación constante por si estarían bien, por aquello
que les pudiera pasar, la insuperable necesidad de tenerlos controlados, y el
terrible desasosiego cuando esto no era así, cuando no respondían a mis
llamadas telefónicas, cuando a las horas que consideraba habituales no se
encontraban en casa o donde yo pensaba que debían estar.
Me entraba entonces un sudor frío, copioso y abundante que me
traspasaba hasta el atuendo, mi corazón palpitaba y mi estado de temor me
alteraba el equilibrio físico de igual manera que el psíquico y espiritual.
Dolores de vientre y estómago, temblor de manos, palpitaciones, elevación de la
tensión arterial… ¡Y todo para qué? Bastaba después recibir una llamada o un
mensaje: «¡Estoy en el cine!», por ejemplo, para retornar a la normalidad.
¿De qué había servido mi exceso de preocupación? —me pregunto
ahora— ¿Acaso solucioné o hubiera podido solucionar algo con ella? Pues salvo un malestar general y
probablemente un deterioro de mi salud, poco más pude lograr.
Lo peor es que me doy cuenta de que mis preocupaciones
seguirán. Me preocupará si tienen o no trabajo, si son felices en su vida
sentimental… Y luego, cuando lleguen las gestaciones y los nietos, me
preocupará si estos nacerán bien o mal, si crecerán sanos y en un buen ambiente
familiar. En definitiva, la preocupación por mis hijos nunca desaparecerá
porque la he convertido en un hábito que ya no me abandonará jamás.
He renunciado a querer desterrar de mí esa forma de ver las
cosas, porque ya están tan arraigadas en mi interior que forman parte de mí
ser. Pero si puedo aprender a manejarlas mejor. Sé que la mayoría de las cosas
que me preocupan cada día no son reales, que sólo están en mi mente, que son el
fruto de imaginar las peores situaciones y todo lo que con ellas puede pasar.
Pero en realidad la mayoría de las veces no ocurrirán. Y si ocurren las tendré
que soportar como hacen todos los demás. Así que no queda otra que aprender a
analizar las situaciones, a trabajar en esos momentos críticos para desmontar
todo el contexto que está fraguando mi imaginación a fin de intentar controlar
ese estado de malestar que me produce la preocupación. Y para ello sólo encuentro
un remedio: me pregunto ¿puedo hacer algo al respecto? Si es así lo hago, si
no, no queda otra que decir: "lo que tenga que ser será". Pero sé que
en el noventa por ciento de los casos eso que me desazona no ocurrirá. Y así
quizá la preocupación total no desaparecerá, pero la convertiré, al menos, en
algo más llevadero y fácil de soportar.
Mi abuela decía que los hijo eran una enfermedad de nueve meses y una convalecencia para toda la vida, asi que no eres el único...solo te puedo decir otra cosa que dice mi padre que es: " si las cosas pueden solucionarse para que preocuparse y si no pueden, para que preocuparse" aunque eso es más fácil decirlo que hacerlo. Aún así, como dices, intenta disfrutar los pequeños momentos de felicidad, que los de tristeza llegan solos.. 😉
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