MOMENTOS PARA EL DIÁLOGO (VII) - Momentos para discrepar

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lunes, 21 de noviembre de 2016

MOMENTOS PARA EL DIÁLOGO (VII)


ENFERMAR DE PREOCUPACIÓN

De mis múltiples preocupaciones, una siempre ha sobresalido sobre las demás: la relativa a mis hijos.

De ellos siempre me preocupó todo. Cuando sólo eran bebes temía que enfermaran, y si enfermaban realmente sufría por si la enfermedad era de gravedad y acaso podían morir. Y luego, cuando superaban sus comunes faringitis o diarreas, volvía a preocuparme por si podían recaer.

Cuando fueron creciendo otras preocupaciones se añadieron a la situación. Si se adaptarían bien a los colegios, si tendrían problemas con otros chicos de su edad, si se pelearían o tendrían algún accidente, en fin, la cuestión era no vivir.

Pensaba yo que este era un tema que superaría con la edad. Bastaría que fueran adultos y mis problemas y preocupaciones por ellos desaparecerían como por encanto, como el agua que se escurre entre las manos.

Pero luego ocurrió lo que era de esperar. Que mis hijos crecieron y con ellos los problemas se hicieron mayores. La salida del hogar por los estudios, la preocupación constante por si estarían bien, por aquello que les pudiera pasar, la insuperable necesidad de tenerlos controlados, y el terrible desasosiego cuando esto no era así, cuando no respondían a mis llamadas telefónicas, cuando a las horas que consideraba habituales no se encontraban en casa o donde yo pensaba que debían estar.

Me entraba entonces un sudor frío, copioso y abundante que me traspasaba hasta el atuendo, mi corazón palpitaba y mi estado de temor me alteraba el equilibrio físico de igual manera que el psíquico y espiritual. Dolores de vientre y estómago, temblor de manos, palpitaciones, elevación de la tensión arterial… ¡Y todo para qué? Bastaba después recibir una llamada o un mensaje: «¡Estoy en el cine!», por ejemplo, para retornar a la normalidad.

¿De qué había servido mi exceso de preocupación? —me pregunto ahora— ¿Acaso solucioné o hubiera podido solucionar algo con ella?  Pues salvo un malestar general y probablemente un deterioro de mi salud, poco más pude lograr.

Lo peor es que me doy cuenta de que mis preocupaciones seguirán. Me preocupará si tienen o no trabajo, si son felices en su vida sentimental… Y luego, cuando lleguen las gestaciones y los nietos, me preocupará si estos nacerán bien o mal, si crecerán sanos y en un buen ambiente familiar. En definitiva, la preocupación por mis hijos nunca desaparecerá porque la he convertido en un hábito que ya no me abandonará jamás.

Y mientras tanto esa preocupación vana me impedirá disfrutar de tantas cosas simples y hermosas que te regala la vida cada día: te levantas, estas sano, tienes una familia, hace un día precioso y lo tienes por delante para hacer todo aquello que deseas hacer: escribir, practicar deporte, pasear, compartir unas cervezas y unas charlas con los amigos, vivir el amor que sientes por tu pareja y por tus hijos. Y sin embargo no lo vas a aprovechar porque al final siempre se sobrepondrá algún motivo de preocupación.

He renunciado a querer desterrar de mí esa forma de ver las cosas, porque ya están tan arraigadas en mi interior que forman parte de mí ser. Pero si puedo aprender a manejarlas mejor. Sé que la mayoría de las cosas que me preocupan cada día no son reales, que sólo están en mi mente, que son el fruto de imaginar las peores situaciones y todo lo que con ellas puede pasar. Pero en realidad la mayoría de las veces no ocurrirán. Y si ocurren las tendré que soportar como hacen todos los demás. Así que no queda otra que aprender a analizar las situaciones, a trabajar en esos momentos críticos para desmontar todo el contexto que está fraguando mi imaginación a fin de intentar controlar ese estado de malestar que me produce la preocupación. Y para ello sólo encuentro un remedio: me pregunto ¿puedo hacer algo al respecto? Si es así lo hago, si no, no queda otra que decir: "lo que tenga que ser será". Pero sé que en el noventa por ciento de los casos eso que me desazona no ocurrirá. Y así quizá la preocupación total no desaparecerá, pero la convertiré, al menos, en algo más llevadero y fácil de soportar.





1 comentario:

  1. Mi abuela decía que los hijo eran una enfermedad de nueve meses y una convalecencia para toda la vida, asi que no eres el único...solo te puedo decir otra cosa que dice mi padre que es: " si las cosas pueden solucionarse para que preocuparse y si no pueden, para que preocuparse" aunque eso es más fácil decirlo que hacerlo. Aún así, como dices, intenta disfrutar los pequeños momentos de felicidad, que los de tristeza llegan solos.. 😉

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