LA FORJA DE UN REBELDE - Momentos para discrepar

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miércoles, 27 de marzo de 2019

LA FORJA DE UN REBELDE

de Arturo Barea

Fue uno de esos encuentros que se producen por casualidad. Andaba yo en coloquio con un ocasional lector de una de mis obras —Carne de cañón, concretamente—, cuando él me citó a Arturo Barea como uno de los grandes maestros para entender los inicios del siglo XX y la Guerra Civil en aquella España ancestral. Y consiguientemente mi interés y curiosidad por conocer a aquel autor cuya obra desconocía se despertaron de inmediato.
La forja de un rebelde
La forja de un rebelde: trilogía de Arturo Barea
Y debo decir, antes de proseguir con lo que pretende ser una reseña sobre algunos de sus libros —La forja de un rebelde—, que, efectivamente, la recomendación no podía haber sido más acertada. Porque Arturo Barea, junto con algunos otros de los que debieron padecer el exilio tras la Guerra Civil, se erige por derecho propio en un autor esencial al describir en primera persona y como testigo presencial, unos hechos que hoy son historia y que por eso mismo han sido multitud de veces descritos, interpretados, reinterpretados, y en muchísimos casos tergiversados o falseados a fin de conducirlos hacia el paraguas ideológico que le interesa a cada cual.
Y es aquí, precisamente, donde cobra especial valor la obra de Arturo Barea, porque lo que viene a contarnos es aquello que él vivió y sintió, como si de una memoria fotográfica se tratara, sin tratar de hacer apologías o discursos ideológicos parciales: simplemente nos cuenta sus vivencias, tal y como las recuerda, y con ello nos muestra cómo era la sociedad de aquella época, si bien, lógicamente, tal y como él la percibió.
Para hablar de La forja de un rebelde quizá lo primero sería trazar un breve esbozo del escritor, pues soy de esos que, siguiendo Thoreau, considero que no se puede conocer bien la obra, si no se conoce primeramente a aquel que la escribió, y si fuera posible también las razones que le condujeron a ello. 
Barea fue el cuarto y último de los hermanos de una familia rota por la muerte del padre a los dos meses de él nacer. La madre viuda se trasladó a Madrid para malvivir como lavandera, pues pese a recibir cierto apoyo por parte de su hermana y su cuñado a cambio de servirles como criada en los días en que no bajaba al río, aún no le bastaba para poder pagar una miserable buhardilla donde dormir. Al hermano mayor, José, le alimentaron en la escuela Pía hasta que a los once años el hermano mayor de su madre se lo llevó a Córdoba para ayudarles en una tienda que allí tenían. A su hermana Concha le daban de comer en el colegio de monjas al que asistía, y su otro hermano, Rafael, quedó interno en el colegio de San Ildefonso para niños huérfanos. De modo que la familia de Barea era pobre de solemnidad.
La buhardilla donde dormían estaba situada en la calle Urosas, cerca de Lavapies, uno de los barrios madrileños donde habitaban los miembros más bajos de la escala social: el albañil, el herrero, el carpintero, el vendedor de periódicos, el trapero, el ciego de la esquina, el arruinado, el bohemio… 
Barea acuñó sus primeros valores allí; en ese barrio aprendió a rezar y a maldecir, a odiar y a querer, a ver la vida como era. Y allí adquirió ese sentimiento de ansia infinita por subir, por apartarse de ese inframundo de gentes llenas de mugre y de mendigos de barbas sucias y piojos espesos.
Era un niño extremadamente inteligente, lo que posibilitó su educación en las escuelas Pías como becario, conviviendo con los niños ricos, lo que le permitió sentir de primera mano las diferencias existentes entre ambas condiciones. Allí nacería su aversión infinita ante el orden y el silencio que imponían las filas: primero en el colegio y en la iglesia, después en los cuarteles y en la guerra. Niños ricos y pobres no se mezclaban ni en la clase ni en el recreo. Ellos, como pobres que eran, solo debían agradecimiento y obediencia. Allí nacería su rebeldía, su lucha por subir y triunfar; el deseo de sacar a su madre de la condición miserable que vivía se convirtió en una obsesión.
Fueron esas experiencias y reflexiones las que forjarían sus convicciones críticas hacia la Iglesia: por su vinculación con las clases pudientes, por su falta de justicia, y por su excesiva intervención entre las clases sociales y en la vida política. También influyeron, y mucho, las lecturas que conseguía a través de la colección económica “La novela ilustrada” que publicaba Blasco Ibáñez: Dickens, Tolstoi, Dostoievski, Dumas, Víctor Hugo, Balzac… con ellos forjaría su escepticismo y su actitud crítica frente a la sociedad de su tiempo: frente a la monarquía, frente a la Iglesia y al clericalismo, frente al Ejército y al militarismo; y en general frente a la corrupción y a la injusticia, frente a la hipocresía y la mentira, frente al capitalismo explotador y deshumanizado de aquel entonces.
Pero Barea nunca fue un extremista: siempre, incluso en la guerra, condenará la violencia, como hizo en los primeros días de la República, y en julio del 36, execrando de la brutalidad y la locura iconoclasta. Un carácter independiente, rebelde, orgulloso, inconformista, incapaz de someterse a la disciplina, que en el fondo no encierra otra cosa sino el deseo de ser fiel a su identidad, de asumir su personalidad con todas las consecuencias, lo que no elude un cierto resentimiento por su antigua condición de pobre.
Crítico de la Iglesia, o más bien del olvido de la Iglesia de sus virtudes fundamentales (amor, perdón, caridad), del militarismo, de la sociedad en general, y ya en tiempos de guerra, de personas e instituciones de su propio bando republicano. Tan crítico se mostró que no se libró de pasar, ni él mismo, por su propio tamiz: cuestionando sus fallos y errores —divorcio, amantes, la actitud ante sus hijos—, Barea fue un socialista enemigo de la barbarie, enamorado de la paz y de la forma de vida de San Francisco. Hoy sería un socialista moderado, pacifista, feminista y enemigo acérrimo de populistas y nacionalistas. Es decir, un socialista constitucionalista y demócrata de los que hay millones en España.
La forja de un rebelde se trata en realidad de una trilogía que fue publicada por primera vez en Inglaterra entre los años 1941/44. La primera edición en castellano se publicó en Buenos Aires en 1951. Es España estuvo prohibida por la censura hasta 1977.
En la primera novela de la serie: La forja, el escritor rememora sus años de infancia en el Madrid de comienzos del siglo XX. Más que una novela —como las del resto de la serie— la obra podría considerarse como unas memorias noveladas con un claro matiz costumbrista y emotivo. En ella se recorre, a través de un rosario de gentes, usos y lugares, la vida de transición de una ciudad atrasada que luchaba por ser moderna: el sistema educativo basado en la religión y la inamovible jerarquía social; la enorme distancia entre ricos y pobres, el conformismo social, y su propia rebelión ante tanta injusticia como vislumbraba en la época.
En La ruta —segunda novela de la serie— emula a escritores como Ramón J. Sender, con Imán, o Jesús Díaz Fernández, en Blocao, rememorando sus propias vivencias en Marruecos donde participó como sargento en la guerra colonial. La bajeza humana, la corrupción y arbitrariedad de un Estado parasitario y caduco, convirtieron el hacer del narrador como en una forma de exaltación literaria de la frustración y la lucha por negarse a aceptar lo que al fin resulta inevitable.
La llama, tercera entrega de la obra, está centrada en el Madrid cercado por las tropas golpistas en los inicios de la Guerra Civil. En ella su propia vida parece convulsionarse del mismo modo que el conflicto bélico: se divorciará, abandonará a su amante, para al final unirse a Ilsa, una periodista anarquista huida de Austria, con la que ya compartirá su vida —guerra, persecuciones y exilio— hasta el final de sus días.
La cuestión, al fin, estriba en valorar si merece la pena meterse entre pecho y espalda las casi mil quinientas páginas de esta trilogía, para tragarse una historia personal que comenzó hace más de un siglo, teniendo que adaptarse, además, a la mentalidad, al lenguaje y a la forma de narrar de entonces. Y la respuesta, contundente y rotunda, es sí; sobre todo si uno deja de buscar en las historias narradas las posibles denuncias y juicios que los hechos pudieran haber merecido al autor, para meterse de lleno en la historia que con su propia vida construye el personaje, consiguiendo con ello escribir páginas de auténtico primor. Y es que no se puede obviar, que personaje y autor son la misma cosa en La forja de un rebelde: una excelsa combinación para las manos creadoras de Arturo Barea.

Otras obras en relación con la temática reseñada:

https://www.amazon.es/dp/B06Y5DKBJ8

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