Creo ser una de esas personas adictas a la literatura de autoayuda. O al menos lo fui. Y reconozco que los muchos libros que leí sobre el tema me ayudaron a pensar. También a reflexionar. Pero poco me ayudaron, porque en realidad yo no supe —o no quise— cambiar. Así que pensé que no estaría mal escribir mis propias opiniones sobre esos temas trascendentales que este tipo de literatura viene a tratar. Porque desmitificar es bueno. Y porque en el fondo considero que conocer los problemas y su modo de solución siempre ayudará. Ayudará inclusive a quien no nos dejamos ayudar. Los temas o problemas tratados son los ancestrales, los que han suscitado a lo largo del tiempo, miles, quizá millones de reflexiones. Por eso estimo que no puedo aportar mucha novedad. Pero en cambio sí puedo trasladar "efectos" y "resultados". Porque estoy convencido de que se contaría por millones el número de personas que después de haber leído este tipo de literatura se encuentran incapacitados para adoptar ningún tipo de solución. Y es que una cosa es predicar, y otra dar trigo. Conocer el problema y las soluciones es una cosa; saberlas o poderlas aplicar, eso ya es otra cosa. Pero aún así, este tipo de literatura conlleva un valor: ¡Es capaz de ayudarnos a reflexionar! Y por tanto nos predispone al encuentro con la verdad. La verdad de nuestras propias vidas. Yo no sé si el hipotético lector de estas líneas podrá encontrar en ellas algo de valor. Si le servirán o no. Lo que sí sé, es que a mí, personalmente, me han hecho retornar a muchos momentos de indecisión; a volverlos a valorar, y a pensar que escribirlos para comunicarlos podría tener algún valor. En cualquier caso, esta tarea es algo que quería y necesitaba hacer. Ojalá que a usted, amigo lector, le sirvan también, aunque sólo sea para recuperar unos minutos de encuentro personal. Sólo con eso, esta pequeña publicación habría encontrado todo su sentido y valor… Con mi mayor agradecimiento por su lectura y atención.
Momentos para el diálogo: portada |
Una excusa o pretexto para ser capaces de parar a dedicarnos unos minutos cada día: para conocernos; para pensarnos; para mejorarnos a nosotros mismos en un ejercicio personal de mejora y motivación.
RESEÑA
Fue Pausanias, excelso y panegirista viajero, quien nos transcribió aquel aforismo: "Conócete a ti mismo", inscrito en el pronaos del templo de Apolo en Delfos; allí precisamente donde Apolo fulminara al monstruo Pitón, Zeus situara el ombligo del mundo, y donde por fin se encontraría el más famoso oráculo de todos los tiempos. "Conócete a ti mismo"; el autoconocimiento como primera necesidad de toda persona que aspire a acceder a la sabiduría filosófica. Algo que en los tiempos actuales se nos queda corto; porque hoy no se aspira a la filosofía; hoy toca ser felices, y si no lo somos, lo será por culpa de cada cual. Pero por qué ahora toca ser felices ¿es que antes no lo eran? ¿Acaso no tenían también ese derecho? Mucho tiene que ver con ello el amplio proceso de secularización de las sociedades occidentales: si se pierde la fe en la dicha ultraterrena ¿por qué no vamos a aspirar a alcanzarla en este mundo? Pero ¿quién? ¿Cuál? ¿Cómo? es la felicidad que aspiramos a alcanzar…Y en cualquier caso ¡Por qué la mayoría de las veces no la solemos lograr? Pues a dar respuesta a estos interrogantes se han dedicado durante los últimos doscientos años, y con notable éxito además, psiquiatras y psicólogos logrando con su empeño crear un flujo de conciencia de notable influencia social. No es de extrañar, por tanto, que en los últimos años se hayan querido sumar a esa exitosa corriente un sinfín de "profetas, santones y gurúes" —por denominarlos de alguna manera— que han encontrado en esta cuestión sobre la felicidad de los demás su veta de éxito y lucro personal. Es así como ha proliferado la llamada literatura de autoayuda, género que ha vendido y vende por millones los más variopintos discursos sobre el modo más eficaz de encontrar esa felicidad individual que todos anhelamos, pero que suele mostrarse condenadamente esquiva y difícil de alcanzar. Reconozco que sería un atrevimiento, cuando no una barbaridad, pretender descalificar en general este tipo de literatura. Y debo reconocer, antes de seguir con esta trama, que yo mismo he sido un ávido lector —si no un verdadero adicto— a este tipo de literatura. Y que entre las muchas obras que he leído he encontrado ejemplares magníficos de una altísima valía y de una gran catadura filosófica y moral ¡Eso es verdad! Pero también lo es, que entre todas ellas he encontrado una cantidad de bazofia sencillamente monumental. Y si tuviera que porcentuar la relación, podría decir, siempre a mi parecer, claro está, que tres cuartas partes de lo que he leído en este género no merecería calificarse de literatura: apologéticos panfletos de iluminados oportunistas; y me quedo corto en la catalogación. La búsqueda de la felicidad terrenal es una aspiración lógica y legítima del ser humano; eso no se puede cuestionar. Tanto, que a lo largo de los tiempos llegó a convertirse en un modelo cultural. Es decir, que desde tiempo inmemorial se han trazado normas de ser y actuar que pretendían abocar a la consecución de la felicidad: unas veces, terrenal, y otras ultraterrenal, según las épocas. Y es aquí, precisamente, donde los modernos conceptos de autoayuda han encontrado su fuente de alimento particular: en realidad no he conocido ni una sola obra de autoayuda actual que no hunda sus raíces en la filosofía clásica, la religión o la ciencia, sin que aporten nada nuevo al conocimiento ancestral. Lo que sí resulta novedoso, sin embargo, es esa especie de desorientación que atenaza al individuo contemporáneo, que ha posibilitado la gestación de una cultura psicoterapéutica de la autoayuda, que en realidad, y eso es lo más preocupante del asunto, está dando lugar a la creación de "códigos de conducta" similares a los que siglos pasados ocuparan las normas sociales y la religión. La felicidad era cosa importante para la filosofía clásica; algo que durante siglos después pretendió ahogar el cristianismo. No es raro, por tanto, que haya resurgido en la secular modernidad. Como tampoco es raro que para alcanzarla se haya recurrido a las fuentes del clasicismo; bien en la forma negacionista: la individualidad y el distanciamiento; bien en la forma positivista de la amistad y la participación. La vía negativista, aquella que insiste en la afirmación de la individualidad, suele conducir al absurdo de que en la separación de los individuos los convierte en más débiles y los hunde en la necesidad de una búsqueda de la felicidad basada en unos deseos nunca saciados, ya sean el bienestar material o la reputación social. La vía positivista pone todo su énfasis en la voluntad del individuo, en la creencia de que la felicidad puede alcanzarse trabajando sobre uno mismo. La literatura de autoayuda suele tomar de ese descomunal batiburrillo aquello que más se adapta a su propósito. De alguna manera podría considerarse como una pseudo religión que propone una forma de felicidad que ni siquiera suelen definir: individualismo, estrés, depresión, esas enfermedades gestadas por unas nuevas formas de vida cada vez más exigentes tanto en el ámbito laboral como en el personal. Pretender ofrecer soluciones importando creencias de sociedades situadas en las antípodas culturales, cuando no en un gloriosos pasado de milenios ha, provoca, cuando menos, hilaridad. Momentos para el diálogo constituye mi propio intento de indagación en estos temas: un análisis a través de mi propia experiencia personal desde un enfoque crítico. Tanto, que al final tuve la necesidad de subtitular la obra con el epígrafe de "Reflexiones para aquellos a los que no les sirve la autoayuda". Y es que esta es mi propia convicción en relación a esta cuestión. Centenares de lecturas que me indujeron a pensar y a reflexionar, pero que en realidad poco o nada me ayudaron en cuestiones de felicidad. ¿Por qué? —cabría preguntar— Y hoy, tiempo después de haber escrito esos Momentos para el diálogo, he llegado a la conclusión de que no soy yo persona de esas capaz de abrazar sin objeción ninguna moda literaria, y mucho menos hacer de ella un código deontológico de conducta personal. Pero trasladar experiencia y desmitificar puede ser buena cosa, porque en el fondo pienso que conocer los problemas y su modo de solución siempre ayudará; ayudará inclusive a los más escépticos con esta cuestión. ¡Significa eso que pueda considerar este trabajo como algo menor dentro del conjunto de mi obra total? ¡Rotundamente, no! Inclusive podría asegurar que es uno de los trabajos que más me ha llenado, que mayor contenido encierra de mi propio ser. De él procuro releer alguno de sus breves capítulos cada día. Un par de hojas, tres o cuatro a lo sumo, y un par de minutos para pararme a reflexionar sobre mi propio yo. Y así llevo haciéndolo desde el mismo día que acabé con su publicación: reflexiones sobre la juventud perdida, la soledad, la tristeza, la preocupación, el estrés, el odio, el aprecio, la amistad, el miedo… que me ayudan a detenerme un momento cada día, a parar, si quiera unos segundos, en un intento de "conocerme a mí mismo", de conocer la realidad de mi propio ser. Y ese es su auténtico valor —al menos así lo creo—: facilitar al hipotético lector la posibilidad de encontrarse consigo mismo en esos momentos de reflexión; de autoanalizar su propia experiencia sobre el tema tratado; y quizá, solo quizá, animarle en la capacidad de retornar a los muchos momentos de gravedad e indecisión que la vida nos produce, con el objetivo de volverlos a analizar. En resumen, excusa para la intención de dedicarnos un par de minutos cada día, para conocernos, para pensarnos, para mejorar. Y esa es la verdadera autoayuda a la que se puede aspirar. Sin más literaturas que tratar.
LA JUVENTUD PERDIDA
Muchas son las veces que me he preguntado qué puedo esperar de la vida ahora que hace años que ya dejé atrás la juventud ¿Quizá la vida deja de ser interesante por esta razón? —me pregunto—. Y pienso que la respuesta dimana de una sola cuestión ¿Soy feliz? ¿Sigo teniendo razones para serlo? Esa es la cuestión. Y sobre ella ya no me quiero engañar. Porque sé que soy una persona dolida y precaria, un hombre que lleva heridas en su interior desde el principio mismo. Por eso estoy pasando toda mi vida adulta vertiendo palabras como sangre en el papel. Porque ya no encuentro otras recompensas, alejado de aquellos pequeños placeres que podían suponerme viandas, viajes, diversiones o alcohol.
Así que escribo porque estas letras me sirven como muletas para mantenerme erguido y poder moverme por el mundo. Conozco, pues, lo que necesito para ser feliz en mi momento actual. Y hasta soy consciente de tenerlo. Ya no ansío el aplauso o la aprobación externa, sólo deseo aprovechar el tiempo para hacer las cosas que quiero hacer. Y además soy capaz de apreciar lo que tengo cerca; la belleza de cualquier momento y cualquier lugar… No es poca cosa… Así que no me preocupa en exceso justificar la razón de escribir estas reflexiones ¡Simplemente me hacen feliz! Y todo lo demás parece sobrar. Porque he pasado demasiados momentos de mi vida asustado, con miedo, casi enfermo de preocupación, mi estómago y mi vientre destrozados por tan pueril situación.
Por eso ahora que ya me aproximo a esa etapa en la que voy a tener que pagar inexorablemente tributo a la vejez, en la que veré peor, oiré con más dificultad, seré más torpe al aprendizaje y más olvidadizo con todo lo que aprendí, ya no puedo seguir viviendo de la fatua vanidad. Mi único objetivo ha de ser intentar trasladar o dejar constancia de aquellas cosas que aprendí en el deseo de que puedan servir al menos como tema de meditación, ya que no de consejo u orientación. De cualquier forma son lecciones de vida: "Historias de vida" las denomina la ciencia sociológica; en cualquier caso una manera interesante de dejar constancia del paso del tiempo, los usos, modos y costumbres de una determinada sociedad en un momento histórico determinado, y las reflexiones y lecciones que todo ello me suscitó: ¡No es mala pretensión!
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