Leo una muy interesante opinión sobre el arte de amargarse la vida. Me interesa sobre todo porque pienso que soy una de esas personas con una enorme facilidad para conseguirlo. Así que busco claves, como si fueran fórmulas o pócimas con las que, tomando un poquito, uno consiguiera curarse.
Amargarse la vida: todo un arte |
Enumera el autor de esta opinión ejemplos cotidianos de gente que camina por la vida amargada: son personas, por ejemplo, de esas que no abren la boca para articular frases o ni tan siquiera palabras, y que tan solo saben emitir como una especie de gruñidos llegado el caso de verse obligados a contestar algo. Otros, en cambio, caminan por el mundo arrojando los “buenos días” o “buenas tardes” como si de un escupitajo se tratara. Pero en el fondo, estos tipos de personas —considera el opinante— suelen ser amargados soportables.
Con los que verdaderamente hay que ponerse en guardia son con aquellos sujetos tan amargados que transmiten veneno incluso cuando manifiestan sus mejores intenciones: envidiosos, resentidos, malhumorados. Son de esos tipos de los que suele decirse que “en el pecado llevan su penitencia”. Y aunque esto pueda ser cierto, o no, que también se da el caso, de lo que no cabe duda es que en el camino hacen la vida imposible a cuantos pasan por su lado. Y es que parecen disfrutar con ello: “Yo estaré amargado, pero hay que ver lo que jodo” —parecen argüir.
Son estas personas tóxicas de las que lo mejor que uno puede hacer es alejarse inmediatamente. Cosa que a bote pronto parece fácil, pero que no lo es, porque en la mayoría de las ocasiones lo que suele ocurrir es que esa serie de personas tóxicas suelen encontrarse entre el círculo más próximo, aquel que denominamos de los familiares y amigos, y ni siquiera somos conscientes de ello, porque si son nuestros amigos… ¿cómo van a querer jorobarnos?
Pues queriendo, o a veces incluso ignorándolo, como en esos casos en que la vida ha golpeado tanto a sus protagonistas, que, salvo rencor y resentimiento, ninguna otra cosa alberga su corazón; y si alberga algo, no es otra cosa sino una malsana envidia, que es el sentimiento más terrible y destructor.
He sufrido estas experiencias. Supongo que como todo el mundo. He visto cómo los duros golpes de la vida han ido transformado poco a poco a personas, supuestos amigos, envolviéndolos como en un sudario de odio e indiferencia hacia todo, hacia todos; convirtiéndolos en seres amargados de especial toxicidad, personas incapaces de albergar otra visión del mundo que la de un apocalipsis de mentira, corrupción, perversión y maldad. Y creo, sinceramente, que es lo peor que a un ser humano le puede pasar, porque cuando muere la ilusión, ya no hay nada que esperar.
Julián Barnes, un autor que entre otras cosas escribe sobre la felicidad, dice que “no hay nada más difícil de soportar que una serie de días buenos”; que la felicidad es un ideal que se persigue solo para descubrir que cuando se alcanza deja rápidamente de proporcionar felicidad. Así que, en contrapartida, lo que necesitamos cada día es una dosis de desdicha por pequeña que esta sea. Y tal vez sea por eso, por lo que la vida nos amarga a todos un poco cada día.
Watzlawick, otro autor que entre otras cosas ha escrito sobre el arte de amargarse la vida, piensa que arrastrar una vida amargada está al alcance de cualquiera, vamos que es cosa común propia de ignorantes. Pero que elegir amargarse la vida a propósito es todo un arte que se aprende. Y eso no es algo que esté al alcance de cualquiera: ¡Suena terrible, no!
Pero lo cierto es que para aprender este “arte” bastan dos pautas que seguir —dice Watzlawick—: aceptar que los problemas solo tienen un tipo de solución razonable, lo que encaminará todos nuestros esfuerzos en esa dirección. Y cuando no la alcanzamos, es porque “no nos hemos esforzado bastante”. Y nada hay que amargue más que el esfuerzo inútil que no alcanza su recompensa. La segunda pauta consiste en que, pese al fracaso alcanzado en el supuesto anterior, uno nunca, jamás, ponga en duda que solo existe la primigenia solución. Y así, al insistir en ello una y otra vez, la amargura de vivir siempre será el premio de consolación.
Y yo no sé si los autores referenciados tienen o no razón. Lo que sí sé es lo mucho que me amarga mi esfuerzo prolongado incapaz de alcanzar ni una sola vez el efecto deseado… ¡Joder! A ver si va a ser que me he hecho todo un experto en eso del “arte de amargarme la vida” …
Todo puede ser, pero menos mal que ahora, gracias a Watzlawick, descubro que esa faceta constituye todo un arte en la vida, porque si no, ¡menudo sofión!
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