No conozco un sentimiento que separe más de la felicidad que el sentimiento del miedo: miedo a la enfermedad, a la muerte, a la desgracia: en resumen, miedo a la vida. Porque pueden ser infinitas las cosas que nos aterran y nos agobian, aunque la mayoría de ellas se sufren más con la imaginación que con la realidad de las cosas mismas. Es decir, sufrimos miedos por cosas que tememos vayan a pasar, pero que en realidad no solo no han sucedido, sino que quizá nunca vayan a ocurrir.
Lo cierto, para esa gran parte de la humanidad que sufre miedos patológicos, es que si algo tienen en común entre todos ellos, es la tendencia a exagerar: se exagera el dolor atormentándose por ciertas cosas más de lo que se debe; en otras ocasiones atormentan las cosas sin que deban hacerlo. Y todo ello, siempre, como fruto de una imaginación turbada por el miedo.
A vueltas con la felicidad: el miedo |
Así, pues, una mente enfermiza atribulada por el miedo es, posiblemente, una de las más graves enfermedades, pues anula tanto en lo físico como en lo psíquico, que es como decir que anula al ser humano.
He leído multitud de páginas referentes al miedo y a las diferentes formas de afrontarlo, pero puedo asegurar —al menos esa es mi experiencia—, que ninguna de estas fórmulas surte efectos terapéuticos sobre el que siente miedo. Así que lo primero y principal que hay que aceptar, cuando se quiere salir de esta espiral, es que se necesita ayuda especializada; ayuda especializada y un enorme esfuerzo personal por querer recobrar la cordura y la razón.
Creo, sinceramente, que el sentido de la vida es la búsqueda de la felicidad. De modo que cualquier conducta que nos desvié de ese objetivo, es una actitud patológica. Y entre ellas, el sentimiento de miedo, de las que más. Porque, curiosamente, te conduce directamente allí, a donde temes estar: si temes a la enfermedad, el miedo te hará sentirte enfermo; si temes a la muerte, te hará como morir en vida, puesto que no te dejará disfrutar de la misma. En definitiva, temer es morir, aunque sea un poco cada día.
La clave consiste en aceptar. Aceptar que igual que un día nacimos, otro moriremos. Y que cuando llegue nuestro tiempo de nada servirá que lloremos o pataleemos ante lo irremediable. Si acaso, para hacer patético nuestro final. Así que más nos vale vivir en calma y alegría el tiempo que nos ha sido dado, porque es lo único que de verdad tenemos.
Pero aceptar no es nada fácil. Mucho menos cuando la mente se encuentra contaminada por los miedos. Demasiado pedir en esas condiciones que se acepte algo tan natural como es el hecho de morir. Es mucho más fácil, en cambio, renunciar. Y sus efectos más permanentes. Renunciar a todo lo que es superfluo —no vitalmente necesario— en nuestra vida. La mayoría de los lujos, el exceso de ambición, la falta de conformidad, las envidias… Con la renuncia como terapia se puede llegar a apreciar de forma diferente la vida, desdramatizándola en su contexto, y atenuando el apego a la misma.
Existe, pues, una relación inversa de causa entre renuncia y miedo: a cada renuncia adquirida, un miedo menos acumulado.
Así que en definitiva, la lucha contra el miedo nos sitúa de lleno en el camino de la búsqueda de felicidad. Y ese camino tiene dos orillas bien definidas; ayuda profesional y una enorme voluntad y esfuerzo personal para salir de ello.
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