Creo que Antonio Tabucchi es uno de los escritores que más me han conmovido. Sus novelas, siempre cortas e intensas, promueven en mí un cúmulo de reminiscencias y sensaciones que me es difícil explicar. Quizá por eso le releo, una y otra vez, para encontrar, al final, que cada vez su lectura me gusta más.
Nocturno hindú, de Antonio Tabucchi |
Y eso mismo es lo que me ha ocurrido al volver a leer —creo que por cuarta vez— Nocturno hindú. Y lo he releído, porque la India constituye en sí misma un mundo que me encantaría conocer, y toda la literatura que fija su contexto o acción en el Subcontinente o sus gentes, me suele fascinar. Todavía recuerdo la seducción que dejaron en mí las biografías del mahatma Gandhi, o de la primera ministra Indira Gandhi. Por no hablar de novelas tan extraordinarias como La ciudad de la alegría, de Dominique Lapierre, la única obra que llegó a producirme casi un síncope de auténtico estrés emocional mientras leía la narración de un aborto provocado en uno de los dantescos y miserables suburbios del arrabal de Calcuta.
Antonio Tabucchi fue un escritor italiano. Enamorado de la literatura de Pessoa, de Portugal y de Lisboa en particular. Nació en Vecciano, cerca de Pisa, el 24 de septiembre de 1943, y falleció en Lisboa, el 25 de marzo de 2012. Cursó sus estudios en la Universidad de Pisa, viajó por todo el mundo, y en la estación de Lyon, sentado en uno de los bancos, encontró traducido al francés el poema Tabacaria, de Fernando Pessoa. Desde entonces quedaría subyugado por la obra del escritor, y posteriormente, por la cultura de Portugal. Posteriormente llegaría a ser profesor de literatura portuguesa en la Universidad de Génova.
Nocturno hindú es la historia de un viaje a través de la India. Desde Bombay, pasando por Madrás, hasta Goa, el narrador transita y nos describe aquellas fantásticas y exóticas tierras mientras busca a un amigo desaparecido.
La peculiaridad de la obra se encuentra en la narrativa; una narración que avanza como a fuerza de sobreentendidos, porque unas veces cuenta la historia, mientras otras, simplemente, la sugiere. De modo que ha de ser el propio lector el que logre darle su propio sentido al conjunto general.
—Qué hacemos dentro de estos cuerpos —le pregunta un desconocido al viajero en medio de una habitación en penumbras donde ninguno de los dos ha visto la cara al otro.
—Tal vez viajamos en su interior —responde el viajero.
El país es gigantesco, monstruoso, infinito; y el viajero lo descubre siguiendo unas pistas que son solo intuiciones. Y entre medias, siempre Pessoa, como un referente poético y filosófico que le permite situarse a la altura de esos “sabiondos” espiritualistas hindúes en sus más que extrañas conversaciones y coincidencias.
El protagonista es un hombre perdido, pero no porque no sepa donde se encuentra geográficamente, sino por saberse en una tierra, en un mundo en las antípodas de sus creencias y convicciones.
—Hace tiempo leí los Evangelios —dijo el desconocido—, es un libro muy extraño.
—¿Solo extraño? —preguntó el viajero.
—También lleno de soberbia —dijo.
—Temo no haberle entendido bien —respondió el viajero.
—Me refería a Cristo —repuso.
Existe, pues, un abismo entre el protagonista y las personas que encuentra; un abismo que se hace cada vez más insalvable a medida que se adentra en él, pero que va a permitir, por eso mismo y para regocijo del lector, un conjunto descriptivo: paisajista, humano, filosófico, espiritual, que transmite una visión de la India absolutamente excepcional. Si a ello añadimos una resolución de la obra absolutamente inesperada, quedaremos convencidos de encontrarnos ante una auténtica obra de arte que sin duda alguna conviene leer. Y si el lector que se anime tiene a través de ella su primer encuentro con el autor, prosiga con su Sostiene Pereira, y ya sin duda quedará prendado del escritor.
El país es gigantesco, monstruoso, infinito; y el viajero lo descubre siguiendo unas pistas que son solo intuiciones. Y entre medias, siempre Pessoa, como un referente poético y filosófico que le permite situarse a la altura de esos “sabiondos” espiritualistas hindúes en sus más que extrañas conversaciones y coincidencias.
El protagonista es un hombre perdido, pero no porque no sepa donde se encuentra geográficamente, sino por saberse en una tierra, en un mundo en las antípodas de sus creencias y convicciones.
—Hace tiempo leí los Evangelios —dijo el desconocido—, es un libro muy extraño.
—¿Solo extraño? —preguntó el viajero.
—También lleno de soberbia —dijo.
—Temo no haberle entendido bien —respondió el viajero.
—Me refería a Cristo —repuso.
Existe, pues, un abismo entre el protagonista y las personas que encuentra; un abismo que se hace cada vez más insalvable a medida que se adentra en él, pero que va a permitir, por eso mismo y para regocijo del lector, un conjunto descriptivo: paisajista, humano, filosófico, espiritual, que transmite una visión de la India absolutamente excepcional. Si a ello añadimos una resolución de la obra absolutamente inesperada, quedaremos convencidos de encontrarnos ante una auténtica obra de arte que sin duda alguna conviene leer. Y si el lector que se anime tiene a través de ella su primer encuentro con el autor, prosiga con su Sostiene Pereira, y ya sin duda quedará prendado del escritor.
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