[1] Saluda la mañana, soleada y apacible, a ese grupo de viajeros que se disponen a viajar hacia el parque natural de las lagunas de Ruidera, un paraje emblemático del Alto Guadiana, sin duda uno de los lugares “estrella” que vamos a visitar.
Partimos y tras dejar a un lado la ciudad, el infinito manchego define el acontecer. Apenas unos kilómetros y ya resuenan las primeras interpretaciones de la historia y el paisaje que ante los ojos se deja ver.
Inmensa planicie, la más extensa del solar nacional. Bajo los pies un inmenso aljibe, el acuífero 23, un mar subterráneo que se llegó a considerar inagotable, pero que resultó muy frágil en realidad. En la superficie una cubierta de frondosos viñedos, durante muchos años auténtico motor económico de la región.
Nuestro guía nos habla de la importancia histórica de este cultivo, al que hoy habría que añadir un extraordinario valor ecológico y paisajístico-cultural. No siempre la Mancha fue tierra de viñedos. Durante muchos siglos sólo fue solar de cereales, predios de “pan llevar”. Sería en el último tercio del siglo XIX cuando se iniciara el cultivo extensivo de la vid: crisis triguera, revolución de los transportes con la llegada del ferrocarril y expansión de la filoxera en los viñedos franceses, fueron la trilogía que catalizó esta expansión.
Al unísono la Mancha comenzó a crecer: aumentó la población, mejoraron las infraestructuras, transportes y condiciones sanitarias. Y todo ello gracias al cultivo de la vid, un auténtico cambio revolucionario capaz de transformar la región.
Pero como en la vida ninguna cosa es estable y definitiva, el modelo también quebró. La crisis comenzó a la altura de los años de 1920, se acentuó en la década posterior, y a la altura de mediados del pasado siglo, con los graneles en las bodegas sin salida oficial, el problema se acentuó. Como consecuencia, la gente tuvo que emigrar. Los polos industriales comenzaban a ser irresistibles focos de atracción: lugares que ofrecían las posibilidades de alcanzar una vida mejor. Y la Mancha comenzó a vaciarse, cayó en picado su población.
¡Algo había que hacer! La solución se buscó donde siempre se había buscado, en una nueva transformación agraria, esta vez de la mano de la intensificación de los cultivos en base al regadío. El mar subterráneo estaba allí, pendiente de explotar. Y se explotó, vaya si se explotó. Hasta acabar con todo el patrimonio ecológico y natural que nos había sido consustancial: ríos, vegas, zonas de inundación, lagunas, charcones, tablas, gran parte de todo ello desparecido en aras del progreso y la modernidad. El último eslabón a punto estuvo de suceder en el parque natural de las lagunas de Ruidera.
En efecto, en riesgo de desaparecer a comienzos de los años 90, fue la reacción de un segmento social —científicos y ecologistas—, los que consiguieron poner en la picota esta actuación. Después vendrían años de luchas y negociaciones, de políticas agrarias y medioambientales casi siempre fallidas, hasta que por fin se alcanzó un acuerdo; toda la sociedad manchega reflejada en él: se llamó Plan Especial del Alto Guadiana, mejor conocido como PEAG, una filosofía de actuación que gozó del rango de Real Decreto publicado en el BOE, pero que nunca llegó a convertirse en realidad. Así que en la Mancha nada cambió.
La visita continúa con un recorrido panorámico bordeando las lagunas. Y sorprenden. Sorprenden porque es difícil pensar en un encuentro con tal abundancia de agua en tan extenso secarral, y también porque tan masiva presencia de visitantes no parece la forma adecuada de gestionar un paraje natural. Es por ello por lo que escribo estas líneas con una especie de doble apreciación: —disgusto/satisfacción—, no sabría decir cuál de estos sentimientos predomina más. Bueno, sí, seguro que lo podría decir, porque pese a tanta belleza predomina más el enfado que produce tan masiva presencia humana, tanta concentración.
Qué puedo decir de este paraíso natural. Mil veces visitado, y sin embargo siempre extraño, ajeno mi conocimiento a su esencia particular. Me conmueven las explicaciones de nuestro guía. Intenta transmitir lo frágil que es este lugar, pura reacción física, química y mecánica, aguas que manan de las entrañas depositando carbonatos, tobas que se acrecientan hasta formar barreras naturales, el Guadiana Alto represado —quizá encantado por el arte del mago Merlín—; formando ese rosario de lagunas, una belleza inaudita irradiando en forma de azul crepuscular, un legado con milenios de evolución. Y todo ello puede destruirse en cuestión de segundos, tan sólo por la acción del caminar de los miles de visitantes sobre el travertino de las barreras… ¡Produce consternación y rabia el pensar!
Afortunadamente la comida nos repone. Con el estómago lleno las cosas cambian de color, y así damos en pensar que siempre queda la esperanza, que Ruidera perdurará a pesar de los pesares, que hay algo en la naturaleza que contrarrestará tanta torpeza… Bueno, al menos eso queremos pensar.
Continúa la escapada recorriendo el Campo de Montiel. Ahora le toca el turno a Villanueva de los Infantes, ciudad a la que llegamos al atardecer.
Sorprende la villa, hidalga entre las hidalgas, preñada de casonas señoriales, cruz de Santiago en los portones, luto y muerte para don Francisco de Quevedo, inicio del camino apostolar: ¡Villanueva es un lujo en el Campo de Montiel!
Fue don Pelay Pérez, gran maestre de la Orden de Santiago, quien a la altura de 1240 la mandó poblar. Situada en la misma orilla del río Jabalón, el rey Fernando III, ante lo pantanoso e insalubre del lugar, aconsejó su traslado hasta el sitio de La Moraleja, a unos 600 metros de su emplazamiento actual, tomando éste nombre la población. Mejoradas las condiciones sanitarias, la aldea creció llegando a ser de las más considerables del Campo de Montiel.
En 1350, don Pedro I de Castilla ordenó que la aldea retornase a la Orden de Santiago, siendo emancipada por don Enrique, infante de Aragón, en 1421, tomando el nombre actual de Villanueva de los Infantes. En 1573, habitando en ella más de cuarenta hidalgos, se convirtió en la capital del Campo de Montiel. Y fue así como surgieron estas casas solariegas, estas extraordinarias edificaciones civiles que nobleza e hidalgos mandaron construir: los Bustos, los Canuto, los Ballesteros… A ello pronto se añadió una intensa actividad intelectual aumentando el brillo de la población: Tomás de Villanueva, teólogo, obispo de Valencia, rector de la Universidad de Alcalá de Henares, fue su más insigne valedor.
Pero si la vida brilló en Villanueva, también lo hizo la muerte, pues aquí vendría a morir, animado por el prestigio y buen hacer del boticario del lugar, don Francisco de Quevedo y Villegas, el ilustre satírico que entregara su alma a Dios en el convento de Santo Domingo, un aciago día fechado en ocho de septiembre de 1645, dando con su óbito más brillo a la población.
Y la verdad es que aún nos sobrecoge ascender desde el claustro mudéjar del convento hasta la celda donde el insigne escritor falleció: sencillez, austeridad, recogimiento y pesadumbre encierran estos muros, y mucha, mucha historia y evocación.
Pero hay que pasear por estas calles. Hay que pararse frente al pórtico del convento de la Encarnación, o frente a la casa del “caballero del verde gabán”, con su hidalgo y verde patio interior, antes de llegar a la Plaza Mayor.
La plaza mayor de Villanueva de los Infantes es una joya cultural bordeada de edificios de corte renacentista y neoclásico. Destacan su Ayuntamiento y la parroquia de San Andrés, con el santo titular sobre el dintel y el escudo de los Austrias en el frontón. El Rectorado, el señorío, el empedrado y la monumentalidad asombrarán al visitante, tanto que al partir sólo podrá pensar que ha de volver, que ha de volver a este reducto de la historia en el Campo de Montiel.
Es extraño el conglomerado de sentimientos que me está provocando este viaje. Por una parte preocupación, porque me gustaría que todas las cosas estuvieran bien, y veo que no lo están. También me embarga un sentimiento como de artificiosidad, algo que no termina de encajar… Este cúmulo de luz y calor, inmensa llanura a punto de reventar bajo el sol deslumbrante, explosión de colores, percepciones de los sentidos: sonidos, olores, emociones que excitan ese poso escondido en algún lejano recoveco del corazón.
Y me acuerdo… Me acuerdo de aquellos ríos donde todo era vida y unión con la tierra que nos acogía. Teníamos mucho menos, claro que sí, pero no por ello éramos menos felices: cualquier cosa nos resultaba extraordinaria, todo nuevo acontecimiento encerraba un poder extrañamente seductor. Las calles, siempre las calles, estaban allí, para jugar, para comunicarnos, para compartir, para reír y llorar, por último, también para partir. Desde estas calles dijimos adiós a todos los amigos; en esas calles abandonamos la inocencia e ingenuidad para adentrarnos en aquella nueva experiencia que era convertirse en hombres a la antigua usanza, algo por entonces bastante primitivo y brutal. En aquellas calles vivimos las alegrías y sinsabores de un crecer con grandes carencias en lo económico, y ahora que lo pienso, creo que también en lo sentimental. Pero ellas nos conformaron, nos hicieron tal cual somos, aunque no sé si todo esto será así en verdad o es sólo fruto de esta nostalgia que me está levantando esta nueva forma de ver las cosas y viajar.
Pero por este día el viaje se acaba. Retornamos a la ciudad donde nos espera la cena, una buena charla de sobremesa y el descanso posterior. Mañana de nuevo amanecerá…
Espléndido el día, excelente colofón del anterior. Caras risueñas, animadas, con ganas de iniciar el periplo que nos describe el programa oficial. Así que pronto partimos en dirección al parque nacional de las Tablas de Daimiel, siempre tan próximo en el espacio, y sin embargo siempre tan alejado de nuestra cotidiana preocupación.
Discurren rápidos los kilómetros por tan modernas autovías ¡Cómo han cambiado las cosas! De caminos y carreteras deplorables a estas modernísimas vías de comunicación ¡Si nuestros ancestros lo vieran!
Al aproximarnos a las Tablas las miradas convergen sobre ese cauce del Guadiana que como un milagro ha vuelto a correr. Sí, este año, como regalo de las generosas lluvias, el Guadiana ha vuelto a ser río en Daimiel.
Pero ya las Tablas se muestran en el horizonte, masas de agua entre una impresionante flora vegetal ¡Dios mío, son bellísimas!
Caminamos sobre esos puentes que se han convertido en el emblema del Parque. Contemplamos la lámina de agua, las praderas acuáticas que brotan hasta alcanzar la superficie, la colonización del carrizal. Es mi buen amigo Santos, quizá uno de los científicos que mejor conoce el humedal, el que nos comenta los problemas que persisten, el que manifiesta el enorme poder de regeneración del paraje; es el vivo adalid de la esperanza y la ilusión.
Primero fueron los drenajes, la demolición de presas y molinos, los encauzamientos, los que dieron un golpe mortal al paraje. Aquello se intento rectificar protegiendo el espacio y convirtiéndolo en parque nacional. Luego llegaron las extracciones masivas del acuífero 23. Y los “Ojos” dejaron de manar, y el Guadiana de correr. Y las Tablas de Daimiel pasaron a ser lo que hoy son: una esperanza mantenida a golpe de trasvase o legado de años especialmente lluviosos, pero una esperanza, pese a todo, que nos negamos a abandonar.
El paseo por el bosquecillo de tarayes es excepcional: de nuevo los olores, los colores e incluso los sabores excitan los sentidos y nostalgias, troncos retorcidos, añejos en su vejez, testigos del tiempo que se pasa, que se aleja para no volver.
Llega la hora de partir, de decir adiós al humedal. Ahora nos dirigimos hacia Almagro, la antigua capital de la Orden de Calatrava, entrada gloriosa a ese histórico Campo preñado de volcanes.
La plaza mayor de Almagro es un prodigio de belleza, buen gusto y conservación. Limpia como una patena, sus soportales son testigos de tiempos y tradiciones. Porque desde la misma fundación de la ciudad, la plaza albergó las múltiples actividades mercantiles que la ciudad desarrolló desde el siglo XVIII: el comercio diario y el mercado semanal. Y a partir de 1732, dos ferias anuales de tres semanas de duración. También tuvo una clarísima función religiosa al estar situada delante de la primitiva parroquia de San Bartolomé, patrón de la ciudad, y otras funciones de tipo escenario monumental, tales como corridas de toros, diversos juegos o actividades políticas. La plaza mayor de Almagro ha servido a lo largo de su historia como espacio polivalente para diversas y múltiples funciones. Ha sido y es un escenario de vida donde generaciones sucesivas, desde el Medievo, han convivido pergeñando el resumen de la historia de este pueblo: el callejón del Villar, la casa del Arcipreste Molina, el Corral de Comedias…
Se desconoce hasta cuando estuvo funcionando, aunque es probable que lo hiciera hasta finales del siglo XVIII. No obstante su estructura se mantuvo intacta, lo que permitió su recuperación a mediados del siglo XX. En 1955 fue declarado Monumento Histórico Artístico Nacional.
Pero Almagro no se enroca sólo en su plaza mayor: el almacén de los Fúcares, el Palacio Maestral, sede de la corte del Maestre y residencia de caballeros calatravos; los antiguos hospitales: de Nuestra Señora La Mayor, de Nuestra Señora de los Llanos, de la Misericordia, de San Jerónimo, de las Ánimas, de la Orden de Calatrava; el Pósito, la Cárcel, sus múltiples conventos y colegios… Las calles de Almagro son historia medieval a las que se les ha añadido el sabor y el gusto por el teatro, con su festival internacional, su espléndida gastronomía, en resumen una ciudad en el corazón de la Mancha que tiñe las retinas del viajero impidiendo que pueda olvidar.
Y aquí, ante el magnífico claustro del convento de la Asunción, apoyado sobre el pretil del pozo, observo el alejarse de mis compañeros y el caer de ese silencio histórico que nos dice que esta aventura, que esta escapada por el Alto Guadiana, ya se acabó.
Y me pregunto si habrá servido de algo, si se habrá sembrado semilla en terreno fértil, si alguien, cuando llegue allá, a sus lejanas tierras, hablará del Alto Guadiana, de sus valores y problemática, y de nosotros, los manchegos que un día tuvimos a bien dotarnos de un Plan de actuación con el que estábamos seguros de que todo esto se podía arreglar… Aunque sólo fue una falsa ilusión.
[1] “Rutas por la Mancha” es un programa específico de interpretación socio-histórica de la Mancha Húmeda, elaborado por las asociaciones, AEDA 23 y Encinares Vivos de la Mancha, dentro de sus campañas divulgativas de formación y educación ambiental.
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