P I R Á M I D E S
Dedicado a todos aquellos hombres que con su
esfuerzo y tesón fueron capaces de convertir campos de terrones y pedregales en predios de viñedos
y vergel.
Eran
sólo tres: Pirámides, su mula y el Medio.
De
Pirámides algo podemos decir: que era buen ejemplar representativo de la
tierra; fuerte, calmoso, hecho al sufrimiento; apretaba los dientes por
costumbre y se le endurecían los carrillos haciendo visibles las vibraciones de
su rostro al juntar las quijadas, lo que unido a la elevación de párpados y
cejas cuando tenía que ponderar algo daban a su cara ancha como una expresión
difícil de olvidar. Luego estaba esa costumbre de hablar con palabras entrecortadas,
propias de aquel que ha pasado muchas horas en soledad y ya no le gusta la
compañía.
De
“la Mora”, buen animal de la raza manchega, poco podemos decir, salvo que podía
constituir como el apéndice del gañán, que hasta parecía entenderlo según el
tono de su voz. Juntos convivían día y noche frente a un medio hostil que a la
postre se constituía en el elemento integrador de aquella terrible trilogía: el
hombre, la tierra y los elementos.
Porque
eran los elementos los que marcaban la vida. Pueblos yermos rodeados de una
tierra seca, abandonada, que nunca les correspondía: la miseria abrazándoles cada
noche y cada día. Y frente a ellos ese clima violento: “Nueve meses de invierno y tres de infierno”, con ese sol que lo
abrasaba todo achicharrando hasta a los pájaros, haciendo que los pueblos
parecieran deshabitados porque nadie se atrevía a salir de su escondrijo. Luego
llegaba el frío, ese frío que producía como un encogimiento general, haciendo
saltar hasta las piedras. Solía llegar precedido de aquellos temporales que
arrastraban la cal de los tapiales dejando al desnudo, hastiales y murallones:
empapados, desconchados, produciendo una sensación sorda, aplanada, de infinita
tristeza:
-
Te paice a ti el asunto... Pos buenos
estamos ¡Va ser peor el remedio que la enfermedá!
Pirámides
en esos días pasaba las horas apoyado en el quicio de la puerta, con las manos
en los bolsillos, observando la lluvia con una especie de fatalismo
tradicional. El carro permanecía en la puerta, chorreando mientras el agua
corría silenciosa por los arroyos que iba labrando. Bajo el cielo encapotado,
el hombre, el barro y el tapial formaban una sola dimensión.
-
Feo s´esta poniendo… Va joder la simiente.
En
aquellos días de los inicios del frío la gente no podía contener los tiritones,
y el barro de las calles y caminos, como de una vara de espesor, abría al
helarse grietas profundísimas que hacían peligroso el transitar. El solano y el
cierzo barrían los suelos dejando descarnados los campos. Y por añadidura, si
se cultivaba alguna planta se perdía la cosecha nueve veces de cada diez.
-
¿Qué se pue espera d´esta tierra -se preguntaba Pirámides-, si no es penar.
Hay que jodese, tanto trabajo de sol a sol pa sacar p´alante una miaja cosecha,
y luego to, pa na… Q´asco de miseria…
Observaba
a su alrededor atisbando como esa lucha contra lo imposible provocaba como un
marasmo general, como una conformidad y un fatalismo enervante que reducía la
actividad a un mero aprovechamiento de lo más inmediato que producía el
terreno: el yeso, el salicón, el salitre; productos que apenas dejaban lo más
indispensable para hambrear. Y luego, por añadidura, estaban las epidemias:
tifus, cólera, viruelas; enfermedades que en esas condiciones de miseria
diezmaban a la población.
-
Es q´aquí somos así –decían los
lugareños-. No le des más al caletre, Pirámides, nos entra mu fuerte pero nos
cansamos con na.
¿Por
qué? ¿Por qué las cosas tenían que ser
así?
Pirámides
observaba sus manos, fuertes y callosas, hechas al duro trabajo; su cuerpo nervudo y fuerte, y su espíritu indomable. El
se consideraba poseedor de un destino superior, una convicción que nunca le
había fallado, como sucediera cuando le llevaron a Cuba, porque él siempre supo
que sería uno de los que volverían; y volvió
¡Vaya que si! con una nueva convicción: la de que él conocía la fórmula,
el camino que le posibilitaría cambiar ese negro destino que a los manchegos
les parecía embargar.
Aquel
día dicen que la aurora amenazaba temporal, que la mañana era gris y la bruma
levantaba nieblas allende las hondonadas. Para pirámides, en cambio, sólo
amanecía un día de otoño como cualquier otro, un día de trabajo en solitario
sin mas compañía que la de su “Mora” y la de su caletre para cavilar. Porque
ese otoño el temporal había cuajado en un mar de viento y lluvia que hacía muy
penoso el trabajar. Las escarchas habían endurecido la tierra y los sarmientos
eran como látigos que golpeaban a cada tajo “chac, chac” de las tijeras de
podar. Las manos, cubiertas de sabañones, incrementaban el sufrimiento, pero
Pirámides apretaba los dientes según era su costumbre y echaba de lado ese
tormento ¡Continuar! esa era su meta… Acaso no tenía ya las primeras miles de
plantas en producción, apenas un par de hectáreas arrancadas a esos pedregosos
montes. Y todo ello en base a su esfuerzo y voluntad ¡No, no le iban a
doblegar! Así que contenía esas lágrimas que pugnaban por salir como muestra
del desgarro que acontecía en esa alma casi enloquecida de tanta soledad.
Sollozaba
el viento entre los montes y el hombre, flexible como junco, afrontaba
impasible ese cierzo cruel:
-
¡Arre, Mora! ¡Vamos, valiente, venga
tira p´alante… Sooo, quieta, seja tras! Y el animal que parecía entenderle
doblegaba sus esfuerzos.
La
tormenta comenzó de forma espontánea. Primero llegó el olor a tierra mojada.
Luego las primeras gotas comenzaron a caer; instantes después aquello parecía
el diluvio universal. Miró hacia el “bombo”. Relampagueaba el rayo y estallaba
aterrador el sonido del trueno encogiendo el alma de hombre y animal.
Pirámides, bajo el fragor de los elementos, hundido en el barro hasta los
tobillos, luchaba por desenganchar a la “Mora” del yugo del arado, pero apenas
ya no era más que un muñeco inerte a merced de los elementos.
-
Esto sésta poniendo jodío ¡Venga, Mora,
corre p´alla!
Miró
el horizonte, oscurecido en minutos, y se abrazo al cuello del animal quizá en
busca de un calor protector: pasaron entonces por su mente aquellos recuerdos
del comienzo…
Los
primeros frutos, el primer acarreo de la primera vendimia, sin bodega,
aprovechando los rincones de la casa para poner algunas tinajas: dos o tres en
el sótano, otras en el patio y el corral, alguna en el hueco de la escalera y
hasta la cuadra fue buen lugar.
Consiguió
desenganchar a la “Mora” y trato de atisbar en dirección al “bombo”, pero el
vendaval lo arrollaba haciéndole caer. La mula, hundidas sus patas entre el
lodo, hacía esfuerzos titánicos por salir… El cielo se iluminó en un terrible
estampido. Pareció como si se hubieran abierto las puertas del averno… Fue
entonces cuando ocurrió. El rayo, tal vez atraído por la pelambre del animal
les alcanzó de lleno dejándolos carbonizados…
-
Si es que no somos na –era la cantinela que
se repetía, una y otra vez, en aquel miserable velatorio entre el sordo
murmullo de las plañideras, el liar de la petaca y el sonar de los moqueros-
¡Quien lo iba a icir, ayer tan campante y hoy, ya ves, carne pa los gusanos!
-
Na, que no somos na, y no hay más
q´hablar…
Vaya retrato!!! Crudo e impresionante. Bravo Mariano.
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