- Momentos para discrepar

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sábado, 28 de septiembre de 2013

P I R Á M I D E S


Dedicado a todos aquellos hombres que con su esfuerzo y tesón fueron capaces de convertir  campos de terrones y pedregales en predios de viñedos y vergel.


Eran sólo tres: Pirámides, su mula y el Medio.
De Pirámides algo podemos decir: que era buen ejemplar representativo de la tierra; fuerte, calmoso, hecho al sufrimiento; apretaba los dientes por costumbre y se le endurecían los carrillos haciendo visibles las vibraciones de su rostro al juntar las quijadas, lo que unido a la elevación de párpados y cejas cuando tenía que ponderar algo daban a su cara ancha como una expresión difícil de olvidar. Luego estaba esa costumbre de hablar con palabras entrecortadas, propias de aquel que ha pasado muchas horas en soledad y ya no le gusta la compañía.
De “la Mora”, buen animal de la raza manchega, poco podemos decir, salvo que podía constituir como el apéndice del gañán, que hasta parecía entenderlo según el tono de su voz. Juntos convivían día y noche frente a un medio hostil que a la postre se constituía en el elemento integrador de aquella terrible trilogía: el hombre, la tierra y los elementos.
Porque eran los elementos los que marcaban la vida. Pueblos yermos rodeados de una tierra seca, abandonada, que nunca les correspondía: la miseria abrazándoles cada noche y cada día. Y frente a ellos ese clima violento: “Nueve meses de invierno y tres de infierno”, con ese sol que lo abrasaba todo achicharrando hasta a los pájaros, haciendo que los pueblos parecieran deshabitados porque nadie se atrevía a salir de su escondrijo. Luego llegaba el frío, ese frío que producía como un encogimiento general, haciendo saltar hasta las piedras. Solía llegar precedido de aquellos temporales que arrastraban la cal de los tapiales dejando al desnudo, hastiales y murallones: empapados, desconchados, produciendo una sensación sorda, aplanada, de infinita tristeza:
-         Te paice a ti el asunto... Pos buenos estamos ¡Va ser peor el remedio que la enfermedá!
Pirámides en esos días pasaba las horas apoyado en el quicio de la puerta, con las manos en los bolsillos, observando la lluvia con una especie de fatalismo tradicional. El carro permanecía en la puerta, chorreando mientras el agua corría silenciosa por los arroyos que iba labrando. Bajo el cielo encapotado, el hombre, el barro y el tapial formaban una sola dimensión.
-         Feo s´esta poniendo… Va joder la simiente.
En aquellos días de los inicios del frío la gente no podía contener los tiritones, y el barro de las calles y caminos, como de una vara de espesor, abría al helarse grietas profundísimas que hacían peligroso el transitar. El solano y el cierzo barrían los suelos dejando descarnados los campos. Y por añadidura, si se cultivaba alguna planta se perdía la cosecha nueve veces de cada diez.
-          ¿Qué se pue espera d´esta tierra  -se preguntaba Pirámides-, si no es penar. Hay que jodese, tanto trabajo de sol a sol pa sacar p´alante una miaja cosecha, y luego to, pa na… Q´asco de miseria…
Observaba a su alrededor atisbando como esa lucha contra lo imposible provocaba como un marasmo general, como una conformidad y un fatalismo enervante que reducía la actividad a un mero aprovechamiento de lo más inmediato que producía el terreno: el yeso, el salicón, el salitre; productos que apenas dejaban lo más indispensable para hambrear. Y luego, por añadidura, estaban las epidemias: tifus, cólera, viruelas; enfermedades que en esas condiciones de miseria diezmaban a la población.
-          Es q´aquí somos así –decían los lugareños-. No le des más al caletre, Pirámides, nos entra mu fuerte pero nos cansamos con na.
¿Por qué?  ¿Por qué las cosas tenían que ser así?
Pirámides observaba sus manos, fuertes y callosas, hechas al duro trabajo; su cuerpo  nervudo y fuerte, y su espíritu indomable. El se consideraba poseedor de un destino superior, una convicción que nunca le había fallado, como sucediera cuando le llevaron a Cuba, porque él siempre supo que sería uno de los que volverían; y volvió  ¡Vaya que si! con una nueva convicción: la de que él conocía la fórmula, el camino que le posibilitaría cambiar ese negro destino que a los manchegos les parecía embargar.
Aquel día dicen que la aurora amenazaba temporal, que la mañana era gris y la bruma levantaba nieblas allende las hondonadas. Para pirámides, en cambio, sólo amanecía un día de otoño como cualquier otro, un día de trabajo en solitario sin mas compañía que la de su “Mora” y la de su caletre para cavilar. Porque ese otoño el temporal había cuajado en un mar de viento y lluvia que hacía muy penoso el trabajar. Las escarchas habían endurecido la tierra y los sarmientos eran como látigos que golpeaban a cada tajo “chac, chac” de las tijeras de podar. Las manos, cubiertas de sabañones, incrementaban el sufrimiento, pero Pirámides apretaba los dientes según era su costumbre y echaba de lado ese tormento ¡Continuar! esa era su meta… Acaso no tenía ya las primeras miles de plantas en producción, apenas un par de hectáreas arrancadas a esos pedregosos montes. Y todo ello en base a su esfuerzo y voluntad ¡No, no le iban a doblegar! Así que contenía esas lágrimas que pugnaban por salir como muestra del desgarro que acontecía en esa alma casi enloquecida de tanta soledad.
Sollozaba el viento entre los montes y el hombre, flexible como junco, afrontaba impasible ese cierzo cruel:
-          ¡Arre, Mora! ¡Vamos, valiente, venga tira p´alante… Sooo, quieta, seja tras! Y el animal que parecía entenderle doblegaba sus esfuerzos.
La tormenta comenzó de forma espontánea. Primero llegó el olor a tierra mojada. Luego las primeras gotas comenzaron a caer; instantes después aquello parecía el diluvio universal. Miró hacia el “bombo”. Relampagueaba el rayo y estallaba aterrador el sonido del trueno encogiendo el alma de hombre y animal. Pirámides, bajo el fragor de los elementos, hundido en el barro hasta los tobillos, luchaba por desenganchar a la “Mora” del yugo del arado, pero apenas ya no era más que un muñeco inerte a merced de los elementos.
-          Esto sésta poniendo jodío ¡Venga, Mora, corre p´alla!
Miró el horizonte, oscurecido en minutos, y se abrazo al cuello del animal quizá en busca de un calor protector: pasaron entonces por su mente aquellos recuerdos del comienzo…
Los primeros frutos, el primer acarreo de la primera vendimia, sin bodega, aprovechando los rincones de la casa para poner algunas tinajas: dos o tres en el sótano, otras en el patio y el corral, alguna en el hueco de la escalera y hasta la cuadra fue buen lugar.
Consiguió desenganchar a la “Mora” y trato de atisbar en dirección al “bombo”, pero el vendaval lo arrollaba haciéndole caer. La mula, hundidas sus patas entre el lodo, hacía esfuerzos titánicos por salir… El cielo se iluminó en un terrible estampido. Pareció como si se hubieran abierto las puertas del averno… Fue entonces cuando ocurrió. El rayo, tal vez atraído por la pelambre del animal les alcanzó de lleno dejándolos carbonizados…
-          Si es que no somos na –era la cantinela que se repetía, una y otra vez, en aquel miserable velatorio entre el sordo murmullo de las plañideras, el liar de la petaca y el sonar de los moqueros- ¡Quien lo iba a icir, ayer tan campante y hoy, ya ves, carne pa los gusanos!

-          Na, que no somos na, y no hay más q´hablar…

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