Hace algún tiempo pude leer en algún medio de comunicación un nuevo alegato sobre el río Tajo —otro más de los muchos que se suceden—, en este caso a favor del trasvase en aras de la solidaridad que debe caracterizar al territorio español: "El Tajo no es una ideología, ni una bandera, ni una secta, aunque hay quien lleva media vida haciendo que lo parezca" —manifestaba el articulista en cuestión. Se trataría de evitar —según el opinante — "que unos españoles se peleen contra otros por el agua de un río que es de todos, como el resto de los ríos, como todo lo demás". Es decir, al hilo de esta argumentación, el río Tajo forma parte del patrimonio natural de los españoles, y por tanto no debería ser tratado como objeto de cambio o controversia en cuestión.
Y debo decir que coincido con esta opinión —la de que el Tajo forma parte del patrimonio español—; al igual que también forman parte del patrimonio nacional la Alhambra de Granada, el Acueducto de Segovia o la Catedral de Burgos, que de eso no cabe la menor duda. Pero eso sí, lo son allí donde están. Y ese es el punto en el que vengo a discrepar con el inefable colaborador al no llegar a comprender por qué resulta impensable poder concebir cualquier manifestación del patrimonio cultural fuera de su lugar, por ejemplo, el palacio de La Alhambra fuera de Granada, y en cambio se puede pensar en el patrimonio natural, en este caso el río Tajo, fuera de su propia cuenca natural.
Trasvase Tajo-Segura |
En apoyo de esta argumentación, quizá estaría bien hacer un poco de historia en lo relativo al trasvase.
Veamos: fue a partir de los años 60 del pasado siglo cuando se consolidó la idea de la construcción de grandes obras como el referente en la política hidráulica de este país. Y entre estas, la construcción de presas como el paradigma esencial. Lo que conllevó un gran crecimiento de empresas constructoras, algunas muy potentes, tanto que algunos años después se consolidarían de facto como lobbies con auténtico poder. Porque en España siempre se prefirió el camino fácil de explotar lo conocido —la política del hormigón— antes que investigar y explorar nuevos conocimientos en materia de gestión de aguas. Así que, concluida la posibilidad de construir nuevas presas, el lobby del hormigón pronto abrió la espita a la redistribución de los recursos hídricos a través de la realización de grandes infraestructuras conductoras: la política de los trasvases fue la nueva panacea para el poderoso lobby constructor.
El trasvase Tajo-Segura se presentó a la opinión pública el día 30 de enero de 1967. Las razones que se arguyeron para justificar el proyecto fueron las sempiternas del desequilibrio hídrico entre regiones, y las de cómo el Ministerio se planteaba resolverlo: en lo esencial trasvasando hasta mil hectómetros cúbicos anuales desde la cabecera del río Tajo hasta la del río Mundo. Se trataba, en palabras del propio ministro, de “aprovechar los excedentes que se pierden en el mar”.
Todos los mentores del proyecto estaban animados por una idea obsesiva: la grandiosidad de la obra; tanto que ella, por sí misma, se justificaba. Cualquier opinión contraria —económica, ecológica, social, geográfica— fue rechazada con auténtico desprecio, calificados de antipatriotas sus oponentes.
Y sería la Ley 21/71, de 19 de junio, la encargada de regular la explotación del futuro trasvase, en principio autorizando un máximo de seiscientos hectómetros cúbicos anuales, que podrían ampliarse en una segunda fase hasta un máximo de mil. Con ello se pretendía implantar y legalizar cincuenta mil nuevas hectáreas de regadío, a la vez que acabar con el déficit hídrico de la cuenca del Segura. Y no importó tener que exagerar los datos del aforo del Tajo en su cabecera, que se estimaron en mil doscientos hectómetros cúbicos anuales; un aforo que en ningún momento de la historia de explotación del trasvase se alcanzó.
Hoy la realidad se concreta en que siempre quedó lejos el poder trasvasar incluso el máximo permitido para la primera fase —seiscientos hectómetros cúbicos— situándose la media en aproximadamente la mitad; que las hectáreas de regadío (legales e ilegales) en Murcia se han multiplicado exponencialmente hasta suponer un setenta y cuatro por ciento más del regadío previsto, y que el déficit hídrico que se pensaba eliminar prácticamente se ha duplicado en la actualidad. A cambio se ha producido una notable degradación y pérdida de todos los sistemas ecológicos ligados a las aguas subterráneas en el litoral por sobreexplotación de los acuíferos subterráneos, una esquilmación sin parangón de los recursos de la cabecera del río Tajo, y la práctica reducción del río a la condición de vertedero y cloaca oficial a su paso por ciudades tan principales en Castilla La Mancha como Talavera de la Reina o Toledo capital.
Así, pues, y ante estas realidades quizá podrá tener excusa el hecho de considerarme un “anti trasvasista” convencido. Y me importa un rábano que los detractores invoquen una y otra vez la supuesta cuestión de la politización del asunto y la insolidaridad regional, no vaya a ser que resulten ciertas las afirmaciones de esos propios colaboradores y columnistas que se declaran “analfabetos hidrológicos” en la cuestión, cosa, empero, que no les impide pontificar.
Pues nada, infórmense bien antes de opinar, que de ese modo podrán no resultar tan “analfabetos” en todo lo relativo a éste, y a cualquier otro asunto en la cuestión medioambiental.
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