Durante la noche del 25 al 26 de abril de 1986, a la una treinta de la madrugada, dos terribles explosiones se sucedieron en el complejo nuclear de Chernóbil. Los sistemas de seguridad se dispararon al unísono. El estruendoso ulular de las sirenas y los intermitentes destellos de las luces rojas anunciaron la apoteosis del infierno.
Chernóbil: la catástrofe que se pudo evitar |
El origen fue una prueba en la central. La decisión se había tomado desde Moscú, y pretendía comprobar durante cuánto tiempo la turbina de vapor continuaría generando energía eléctrica una vez que se cortara la afluencia del mismo. La prueba no estaba exenta de riesgo, pues las bombas refrigerantes, en caso de emergencia, requerían un mínimo de energía para ponerse en marcha hasta que arrancaran los motores diésel. Pero los técnicos de la central ignoraban si una vez cortada la afluencia del vapor, la inercia de la turbina generaría la suficiente energía como para mantener las bombas de refrigeración funcionando. Además, esto se realizaría sin detener la reacción de fisión nuclear en cadena que se produce en el reactor.
La prueba resulto un auténtico desastre, tanto en su diseño práctico, como en la actuación de los técnicos, que cometieron torpeza tras torpeza en una especie de cadena de olvidos y casualidades. La situación llegó así a un estado de máxima emergencia. Cuando el ingeniero responsable, miembro del Partido enviado desde Moscú, ordenó utilizar el botón de emergencia para producir el apagado del reactor nuclear, éste no funcionó, probablemente porque las barras de control se habían deformado por el calor.
Concretamente, a la una veintitrés de la madrugada del día 26 de abril de 1986, el combustible nuclear se desintegró produciendo el efecto de explosión de una bomba nuclear: la losa del reactor y las paredes de hormigón volaron por los aires, lanzando fragmentos de grafito y combustible nuclear. El polvo radiactivo se esparció por la atmósfera con unos niveles de radiación altísimos —se estima que el material radiactivo liberado fue doscientas veces superior al de las bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki—. Posteriormente el accidente se clasificaría en el nivel siete de la escala INES, el más alto posible y de peores consecuencias ambientales.
Pero si resultó evidente que el accidente se produjo por una cadena de errores humanos, también se llegó a la conclusión de que estos vinieron potenciados por la situación política de la entonces URSS. No existía cultura de seguridad nuclear, ni un órgano regulador de la misma, ni alguien con autoridad propia e independiente. Con toda probabilidad, los operadores no desactivaron los sistemas de seguridad a tiempo, por temor de no cumplir las instrucciones recibidas desde Moscú. Primaron los intereses políticos, igual que en otras catástrofes ambientales —Bhopal, por ejemplo— primaron los económicos, sobre los de seguridad humana y ambiental.
Muchas han sido las valoraciones posteriores de los efectos de la catástrofe, pero aún en época tan lejana como el año 2005, la Organización Internacional de la Energía Atómica, estimaba que más de seiscientas mil personas fueron afectadas por la radiación. De ellas cincuenta y tres mil murieron inmediatamente o en muy corto plazo; más de medio millón sufriría muy importantes secuelas, con un número posterior de muertes, a medio y largo plazo, aún por determinar. Para GREENPEACE, en total se contaminó un área en la que viven nueve millones de personas.
En definitiva, así son las graves catástrofes ecológicas: inmediatamente letales; a más largo plazo, destructoras irrecuperables de los medios naturales que permiten la vida en nuestro planeta.
Y sin embargo, todavía no existe ni un solo gobierno, ni un solo partido político en todo el orbe, que incluya en sus programas un atisbo de ecología política en su actuación. Y, claro, así nos va.
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