Fuente de desequilibrio, falta de paz interior y estrés es el deseo. Esa
enorme fuerza capaz de doblegar nuestras creencias y enturbiar nuestra visión
del mundo hasta hacernos capaces, inclusive, de distorsionar nuestro propio
juicio racional.
Pero los deseos, en demasiadas ocasiones, no se satisfacen. Lo que nos causa
dolor y frustración. Deberíamos, pues, considerar cada deseo como una
potencial amenaza para nuestra paz y estabilidad.
Normalmente los seres humanos buscamos la solución en hacer todo lo posible
por alcanzar aquello que deseamos. Pero, en la mayoría de las ocasiones, esto
viene a resultar un fútil esfuerzo.
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Mancha húmeda: laguna del camino de Villafranca |
De nuevo, y como viene siendo habitual en estos post, buscamos las
recomendaciones que los estoicos dejaron para afrontar esta situación. Aunque
en este caso encontraremos que sus prescripciones, no resultan muy acordes con
las costumbres y modos de vida actual.
Porque, veamos, lo que ellos prescribieron, fundamentalmente, fueron una serie
de ejercicios para aprender a controlar los deseos:
Primero. Regulemos a la baja nuestros deseos. A prendamos a esperar un
momento, pongámoslos a prueba, opongámosle un pensamiento bueno y honorable, y
pongamos en fuga los sucios (Epicteto). Tenemos que estar en guardia contra
nuestros propios pensamientos; no cultivemos fantasías mentales; opongámosles
nuestros fríos pensamientos.
Segundo. Mantengamos siempre un sentimiento de gratitud. A veces
bastará con estar agradecidos con el simple hecho de vivir. Marco Aurelio
decía que no debíamos entregarnos a los sueños de tener lo que no se tiene;
que basta con ser consciente y valorar las cosas que tenemos, y pensar con
gratitud con cuánta fuerza las anhelaríamos si no las tuviéramos. Escribamos
en nuestro diario, cada día, aquello por lo que estamos agradecidos. Nos
sorprenderemos de lo afortunados que somos.
Tercero. Visualicemos negativamente. Reflexionemos sobre las
posibilidades de perder las cosas que tenemos; consideremos la posibilidad de
que todos nuestros planes fracasen, de perder nuestro dinero, o de que muera
algún ser querido. Después nos alegraremos de que esto no sea así. Pero
también nos preparará para los cambios, porque estos son inevitables. Y cuando
no estamos preparados para ello somos vulnerables al sufrimiento.
Cuarto. Recordemos que todos estamos conectados unos con otros. A veces
podemos llegar a convencernos de que podemos vivir separados y no nos afecta
el malestar de los demás; perspectiva de limitada y falsa visión. La sensación
de separación conduce a la falta de empatía hacia los demás; al odio hacia
todo aquel que es diferente. Pero también nos hace más frágiles, vulnerables a
todo aquello que consideramos como ataque a nuestra identidad; un deseo
poderosísimo de que los demás nos vean como nosotros creemos que somos.
Bajemos ese nivel de deseo de ser personas competentes, amables, valoradas, y
centrémonos más en la idea del yo expandido y conectado. Nos sentiremos mucho
mejor.
Quinto. Mantengamos una visión desde arriba. Contemplemos la inmensidad
del mundo y la pequeñez de nuestras preocupaciones. Tenemos una especial
tendencia a magnificar nuestros problemas, pero basta distanciarnos un poco de
nuestras circunstancias actuales y observar lo que ocurre en el mundo para
comprender que no somos tan importantes.
Sexto. Aceptemos radicalmente todo cuanto nos suceda. Con ello
aprenderemos a corregir aquellas cosas que nos distorsionan; nos recordará que
la vida funciona así, y que todo lo que nos ocurra es sencillamente una nueva
oportunidad.
Afrontemos, pues, nuestros días, nuestro tiempo, reduciendo los deseos,
aceptando la vida tal y como nos viene, y después actuemos aprovechando las
oportunidades. Y así conseguiremos ser, con toda seguridad, más felices de lo
que lo hemos venido siendo.
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