Entre mis muchas lecturas —las que leo y las que tengo pendientes—, siempre
procuro dejar un espacio para releer mis propios títulos. Aunque este aserto,
la verdad, es que ya lo he repetido en otras ocasiones: ¡Espero que no resulte
pedante tanta reiteración!
Aunque lo que creo no haber dicho, es que los libros que procuro releer son
aquellos de mi repertorio que menos éxito han tenido ¿Quizá busco las causas
o el porqué?... No sé, pero lo cierto es que para efectuar estas segundas
lecturas suelo buscar momentos de especial tranquilidad, como esas primeras
horas de la noche en las que prefiero irme a la cama a leer, antes que
quedarme a soportar alguno de esos “tontancos” programas o tertulias de
éxito que en no pocas ocasiones tientan mi paciencia por su escorada
parcialidad o su fútil banalidad.
Campo de Criptana: camino laguna de Salicor |
Y en esas segundas lecturas, suelo llevarme sorpresas del estilo de
encontrar interpretaciones de mis propios textos muy distintas a las que
tuve en el momento en que las escribí. Lo que viene a demostrar que una cosa
es lo que pretende transmitir el escritor, y otra lo que llega o puede
interpretar el lector. Porque eso es lo que me propongo en estas segundas
lecturas: asumir el rol de lector crítico para ver o apreciar qué falló o en
qué me pude equivocar. Y en esta actitud, uno llega a encontrar cosas que no
le gustan, pero, sorprendentemente, también cosas que llegan a gustarle
mucho más que en el momento inicial en que las escribió. Es por ello que he
decidido abrir una nueva sección temática en
www.momentosparadiscrepar.es/; a la que denominaré “Mis lecturas escogidas”. La ilusión sería que
resultaran capaces de generar algún tipo de debate u opinión. Cosa
improbable casi seguro, dada mi trayectoria y experiencia personal.
Iniciamos, pues, esta serie con uno de esos textos que en otros momentos me
pasó casi desapercibido, pero que, sin embargo, en una de esas insomnes
noches de segundas lecturas, me hizo ponerme a pensar:
"LA REALIDAD"
Vivimos en un mundo bidimensional; al menos eso creo. Un mundo conformado
por aquello que llamamos “hechos”, además de “las cosas” materiales
existentes en él; y otro diferente constituido por los “hechos” y las
“cosas” según las interpretamos; esto es, aquel que percibimos a través de
los condicionantes sociales adquiridos. Solemos, pues, crear una realidad
paralela diferente a la realidad objetiva que podría definir el sentido
común. Y esto es una evidencia, además de una “realidad”. Lo único
objetable es que esa realidad no es tal, sino únicamente, nuestra
realidad, la que percibimos, la que conformamos.
Y con esa realidad salimos a la calle dispuestos a esparcir nuestras
“verdades” con el inconfesable deseo, de que sean aceptadas
incondicionalmente, porque ¿acaso no son las respuestas que demandan los
problemas de la “realidad”?
Creo que no haría falta avanzar mucho más para ir cogiendo el hilo del
pensamiento aquí esbozado, porque si no existe una realidad objetiva, sino
tan solo aquella que conformamos según nuestra interpretación de los
hechos ¿Cómo podemos imaginarnos en posesión de la verdad?... ¿Cómo
podemos pretender cantarle a alguien las “verdades del barquero”, por usar
un ejemplo del refranero popular?
Pero lo cierto es que así andamos, arrojándonos los trastos unos a otros,
conformando una realidad que solo encuentra refugio en los rincones más
oscuros de nuestra propia intransigencia, y en muchas ocasiones, en
nuestra propia maldad.
Desde esta premisa ¿Cómo no decepcionarnos con esa realidad que percibimos
a nuestro alrededor? Una sociedad insolidaria e individualista,
fragmentada por las múltiples y miserables interpretaciones antagónicas de
los mismos hechos. ¿Cómo resulta posible tamaña falsedad?
Me pregunto si es posible comprender los hechos; si es posible un
conocimiento objetivo del mundo, o si solo es factible el conocimiento a
través de la interpretación que le damos. Porque si eso es así, el mundo
de la palabra —o la palabrería— se configura como el nuevo
Leviatán del poder. Y va a ser ese poder, en suma, el que modulará
las interpretaciones dirigidas a conformar lo sociedad que se pretenda
lograr.
José María Guelbenzu dice que “ya que no podemos cambiar el mundo, al
menos cambiemos de conversación”. Supone ese pensamiento —creo—, como la
quintaesencia de una derrota y una convicción: que el lenguaje, la palabra
hablada y escrita, constituye el único y real instrumento político actual:
se trata de implementar la política del hablar y no hacer.
Y puede que sea cierto, a tenor de lo que vemos y observamos en la
“realidad” política y social. Es el nuevo imperio político de las
fake news, el mundo de la posverdad; aquel que conforma una
realidad interpretada y dirigida según nos la quieren vender: ¡Qué asco
da!
¿Y se puede hacer algo contra ello? Pues a lo mejor sí. A lo mejor sería
suficiente con exigir que además de decir, también tuvieran que hacer… ¡No
sé!... Aunque quizá, pensándolo bien, tan solo sea como pedirle peras al
olmo esta disquisición.
Me encanta la redacción, y los temas a tratar
ResponderEliminar