Escribir novela histórica es algo que, al final, siempre reporta sorpresas. Y
“General invierno” no iba a suponer la excepción.
Cuando decidí iniciar la obra, lo hice con un propósito concreto: escribir un
drama humano en el trasfondo de una guerra cruenta. Buscaba, además, trasladar
algo de conocimiento histórico sobre el qué y el porqué de la División Azul, y
sus campañas en Rusia. Pero como suele suceder, una cosa es lo que uno se
propone, y otra cosa lo que resulta.
Porque a lo largo del proceso de documentación descubrí hechos absolutamente
estremecedores que cambiaron mucho mi percepción de lo que fue y significó
aquella denominada por el mando, División Española de Voluntarios; bautizada
extraoficialmente por los jerarcas de Falange española, como
División Azul.
Aunque en realidad, la unidad que se enviaría a Rusia, con sus
correspondientes relevos, no fue tal División Azul, si con ello pretendemos
considerarla como emanación unívoca del falangismo español. Porque la mitad de
los voluntarios —y eso en la primera recluta—, procedieron de los regimientos
de línea militares españoles. En las posteriores, el porcentaje; entre
militares en cumplimiento del servicio obligatorio; otros componentes
procedentes del bando republicano prisioneros en los campos y en las cárceles;
además de meros delincuentes convictos y encarcelados, junto a extranjeros
mercenarios; se elevó hasta el setenta y ocho por ciento del componente de la
División.
Y ello, porque el reclutamiento, ya desde el mismo verano de 1941, no fue tan
masivo como se esperaba entre los falangistas. De modo que se encontraron
problemas para alcanzar los algo más de diecisiete mil hombres que compondrían
el primer reemplazo. Lo que motivaría que en los últimos cuatro días de
reclutamiento se forzara la presión, y se buscara a los que les podía motivar
la paga ofrecida —elemento vital en aquella España de posguerra— y personas no
adictas al régimen, a los que se les ofrecía, a cambio del alistamiento, un
mejor trato, tanto a él como a sus familiares encarcelados, o una mejor
consideración de su persona a su regreso del frente.
El primer contingente, así formado, alcanzó la cifra de diecisiete mil
novecientos cincuenta y un hombres, de los cuales, aproximadamente la mitad
procedían de las milicias falangistas. El resto fueron soldados de reemplazo
del Ejército, y liberados de los campos de concentración a cambio de su
alistamiento “voluntario”. Un conglomerado de hombres, ideas y costumbres,
cuya convivencia resultaba incierta y su posible eficacia en combate, dudosa.
Sin embargo, la unidad cuajó, logrando un cuerpo unido bajo la realidad de
españoles que combatían junto a un ejército —el alemán— a cuyos componentes
pronto aprendieron a despreciar por su insoportable racismo y crueldad. De
modo que el ideal primigenio cambió, progresivamente, del idealismo para unos,
y la obligación para otros, a la mera idea de vivir para regresar. Y este fue,
a grandes rasgos, excepción hecha de la oficialidad, el objetivo final que
guio a los hombres de la División.
Así, pues, este proceso de creación literaria me ha servido, entre otras
cosas, para modificar mi opinión. O al menos para atemperarla. Una opinión,
sobre un acontecimiento histórico español, que me había formado con evidente
falta de información. Porque la División Azul, y lo que significó, todavía hoy
supone una apreciación dividida en el imaginario español: amada por unos, como
valientes patriotas defensores de la libertad; y denostada por otros, como
combatientes fascistas, casi criminales de guerra en su actuación.
Pero lo cierto es, como suele ocurrir en este país, que los posicionamientos
generalmente van acompañados de mucho “corazón ideológico” y de muy poca
“razón empírica” y conocimiento de investigación. Y es que, entre el negro y
el blanco, siempre hay una enorme escala de grises.
Yo descubrí, escribiendo sobre estos hombres, la gama de grises. Y me
identifiqué con ellos, porque soy una persona dolida y precaria, un hombre que
lleva heridas en su interior desde el principio mismo. Por eso estoy pasando
toda mi vida adulta vertiendo palabras como sangre en el papel. Así que
escribo porque estas letras me sirven como muletas para mantenerme erguido y
poder moverme por el mundo. Conozco, pues, lo que necesito para sentirme
satisfecho en mi momento actual. Y ya no ansío el aplauso o la aprobación
externa, sólo deseo aprovechar el tiempo para hacer las cosas que quiero
hacer; ser capaz de analizar y reflexionar sobre aquello que descubro o
encuentro, y tener la humildad de modificar mis ideas y postulados a tenor de
ello, ya que, si no constituye toda la verdad, o mejor dicho, lo que yo puedo
creer la verdad —¿Dónde se encontrará la objetiva verdad?—; al menos considero
honestamente que se le puede acercar. Así que no me preocupa en exceso
justificar la razón de escribir estas obras ¡Simplemente me hacen feliz! Y
todo lo demás parece sobrar.
Tal vez por eso, en este momento, me viene al recuerdo uno de los comentarios
realizados por un lector sobre uno de mis libros anteriores: Siroco. Venía a
decir que buscaba una novela bélica, y lo que se vino a encontrar, durante dos
tercios de la obra, fue un alegato izquierdista. Sin embargo, otro lector, en
comentario a Mancha Roja, la calificó como una obra que rezumaba intención —en
el sentido de pensamiento conservador— por cada uno de sus poros.
Y esta es mi realidad: la de ser capaz de conseguir la suficiente honestidad
como para narrar los acontecimientos históricos de acuerdo, no con mis
primarias convicciones, sino con la luz objetiva de los hechos avalados por la
documentación. No es un mal resultado ¡Creo yo!
INTRODUCCIÓN HISTÓRICA
El 23 de agosto de 1939, Alemania y la Unión de Repúblicas Socialistas
Soviéticas (URSS) firmaron un Pacto de No Agresión, que en lo fundamental
suponía el reparto del suelo polaco en sendas zonas de influencia entre ambas
potencias.
El día 1 de septiembre de 1939, apenas diez días después, la Alemania nazi dio
inicio a la invasión de Polonia, creando con ello el auténtico casus belli que
daría comienzo a la II Guerra Mundial.
En junio de 1941, las tropas alemanas y sus aliados ocupaban victoriosas la
mayor parte del suelo europeo. Ensoberbecido del poderío de sus tropas, el
Führer dio orden de dar comienzo a la “Operación Barbarroja”, la invasión de
la URSS. Sus ejércitos rebasaron las líneas de demarcación establecidas en
suelo polaco mediante el Pacto de No Agresión. Con esta ruptura del tratado,
la Alemania nazi declaraba de hecho la guerra a la URSS, con la única excusa
oficial de acabar con el comunismo internacional.
En España, la noticia, comunicada la tarde anterior al ministro de Exteriores,
Serrano Suñer, y a través de éste y de forma inmediata, al Jefe del Estado,
general Franco, causó un estado de euforia generalizada, tanto en el Gobierno,
como en el Estado Mayor del Ejército. Lo que motivó que, a la mañana
siguiente, el mismo día del ataque inicial a la URSS, Serrano Suñer, ofreciera
al embajador alemán, Von Stohrer, la cooperación española en la guerra contra
el comunismo y la Unión Soviética.
La Falange española se movilizó en su totalidad, pues no en vano, era pilar
básico de su credo político la lucha contra el comunismo hasta conseguir su
extinción. Por ello, animada por sus líderes, el día 24 de junio de 1941, ante
la sede de la Secretaría General del Movimiento, una manifestación
multitudinaria de falangistas reclamaba la apertura inmediata de un
reclutamiento de voluntarios.
Las posteriores deliberaciones del Consejo de Ministros, asesoradas por el
generalato, a través del Estado Mayor, acordaron participar en la guerra
contra los soviéticos mediante la contribución de una división de infantería y
una escuadrilla de aviación, que lucharían encuadradas en las unidades de la
Wehrmacht y la Luftwaffe, respectivamente.
Inmediatamente las delegaciones provinciales de Falange fueron autorizadas a
actuar como centros de reclutamiento. Pero, apenas unos días después, el 28 de
junio de 1941, la recluta voluntaria fue encargada al ejército, que habría de
realizarla entre la tropa en activo en aquellos momentos.
En un primer momento, la respuesta fue inmediata, seleccionándose un
contingente compuesto por seiscientos cuarenta y un oficiales, dos mis
doscientos setenta y dos suboficiales, y quince mil setecientos ochenta
soldados, que se encuadrarían en la división de infantería. Por otro lado, se
seleccionaron veintiocho oficiales y suboficiales, y ochenta y un cabos y
soldados, que conformarían el componente de la escuadrilla. En total,
dieciocho mil ochocientos uno, voluntarios.
Con Alemania se acordó que todos los expedicionarios serían equipados y
entrenados, previamente a su entrada en combate, por sus fuerzas armadas, de
modo que los divisionarios combatirían con uniformes alemanes.
La primera expedición partió el 13 de julio de 1941. Después se sucedieron las
salidas desde la madrileña estación de Madrid-Príncipe Pío, y de otras
capitales de provincias, hasta que el día 23 de julio de 1941, se completaría
el total de la expedición. Su destino fue el campo de instrucción y
entrenamiento de Grafenwörhr, en Baviera.
Por su parte, el día 24, partiría la escuadrilla con destino a Verneuhen, en
las proximidades de Berlín.
Posteriormente, las tropas de la división de infantería conformarían la 250
División de la Wehrmacht. El día 31 de julio de 1941, en su campamento de
instrucción, prestarían juramento de fidelidad al Führer.
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El precio humano que pago la División Azul, aunque resulte muy difícil
cuantificar dada la enorme dispersión de las fuentes y sus diferencias de
datos y apreciación, resultó muy alto. Una unidad que en total agruparía a
unas cuarenta y cinco mil personas, se estima que tuvo unas veintidós mil
bajas, entre muertos, heridos, congelados, enfermos y desaparecidos. Algunas
fuentes, como la Fundación División Azul, eleva las cifras a unos veinticinco
mil quinientos divisionarios. Lo que significa que el número de bajas se elevó
hasta el cincuenta y seis por ciento. Es decir, uno de cada dos divisionarios,
pagó con la vida, la salud o la libertad, su incorporación a la División.
¡Pocas veces una unidad del Ejército español sufrió un precio tan alto!
A cambio, se le atribuye un nivel de eficacia en combate elevadísimo. Se
calcula que produjo unas cincuenta mil bajas al enemigo, lo que la situaría en
balance de acción destructiva, en una proporción de dos a uno frente a las
tropas del Ejército soviético.
Los cadáveres de los divisionarios no fueron repatriados. Y aún hoy, la
mayoría, reposan en suelo ruso, dispersos en más de cien enterramientos; desde
grandes cementerios, hasta tumbas individuales esparcidas por el campo. De
hecho, solo la mitad de los fallecidos en combate fueron formalmente
enterrados. El resto quedaron en fosas comunes o por enterrar.
Tan solo, cincuenta años después, en agosto de 1995, se firmó un convenio con
una empresa alemana que posibilitó que los restos de los voluntarios españoles
recibieran definitiva sepultura en el cementerio alemán de Pankovska, en
Nóvgorod. Allí reposan, pues, una parte importante de los divisionarios que
murieron en Rusia. Pero, pese a todo, la inmensa mayoría de los fallecidos aún
está por localizar, y por tanto, pendiente de exhumar. Triste fin para unos
idealistas que, equivocados o no, lo dieron todo por su patria, por su país;
hasta inclusive lo máximo que podían dar: su propia vida.
Y es que, como dijera un oficial español en referencia a las particulares
acciones de los divisionarios: “Los españoles saben morir por sus ideales,
pero no saben vivir con ellos”.
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