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Duelo a garrotazos (Francisco de Goya) |
Una sociedad no es democrática si carece de valores compartidos entre sus
actores. Sin consenso democrático no hay conflicto que no degrade en una
microguerra civil. Y eso es lo que nos está ocurriendo en este país, donde
hemos perdido la capacidad de calibrar la importancia del adversario para la
existencia democrática. De este modo, cualquier espacio de encuentro se ve
sustituido por disputas inacabables.
Lo cierto es que, hoy, el mundo occidental es totalmente dependiente de
poderes económicos internacionales capaces de secuestrar la voluntad de la
ciudadanía. Y es que, el incuestionable hecho de la globalización, ha supuesto
una liberación en la circulación de capitales derivada de la fusión de grandes
corporaciones que han creado formidables imperios económicos transnacionales.
Si a ello le añadimos el exponencial desarrollo de internet, el resultado ha
supuesto el florecimiento de nuevas instituciones financieras que generan su
propia dinámica de negocio y rentabilidad por encima de las economías
nacionales que pretendan los diferentes Estados para sus miembros.
Para añadir gravedad a la situación es constatable que la parte más hegemónica
del empresariado es absolutamente hostil a las exigencias de legalidad en la
actividad laboral. Y con estos mimbres es imposible mantener unos hábitos
democráticos. Porque no se puede pensar la democracia desvinculada de la
actividad económica. Ni tampoco en inculcar una cultura democrática que no
tenga profundas raíces en el mundo del trabajo. Es terrible comprobar cómo un
gran número de trabajadores consideran ya su puesto de trabajo como una medida
de gracia de su empleador, cómo aceptan su explotación como si fuera algo
natural; y cómo desprecian todo aquello que pretenda encauzar a su patrón, en
especial, a los sindicatos, a los que consideran enemigos natos. Esta cultura
estructural de sumisión de los trabajadores es extraordinariamente dañina para
la democracia.
Por eso se estimula desde internet. Lo que nos demuestra que las redes no
potencian la democracia. Las plataformas son hiperactivas, y solo son sociales
en apariencia. Son espacios constituidos para obtener beneficios, y las
empresas que los sustentan privilegian los estilos de conversación que les
interesan, limitando aquellas que no. Incentivan aquellas formas de expresión
que atraen liques y pulgares hacia arriba, auténtica dopamina por el mero
hecho de participar. El contenido que genera las sensaciones más fuertes
—odio, indignación, tristeza, violencia— hay que saberlo manejar. Y ellos son
maestros en ese arte: nos han convertido en marionetas fáciles de manipular.
De vital importancia resulta el pensamiento crítico, el no saberse conformar.
Romper las reglas puede resultar cosa saludable para el pensamiento; es como
intuir que el tiempo, a veces, puede estar de nuestro lado, y que las ideas,
nuestras ideas, esas que con tanta duda incubamos, pueden ser el germen de un
nuevo paradigma; esto es, de una superación del estatus actual. Pero no es
fácil inculcar esta idea, demasiado avanzada ante el adormecimiento digital al
que nos someten las redes y otros medios de comunicación. Conformémonos con la
habilidad de comprender que, aún, en la situación actual, cabe cooperar de
manera estable, y que en esa cooperación cuentan, y mucho, todas aquellas
personas con las que se diverge en las distintas cuestiones, incluso si se
diverge en todas ¡Faltaría más!
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