Demasiados capítulos dedicados a destacar aspectos problemáticos de Ruidera; esto es, aspectos negativos que, no por ser verídicos, evitan un amargo sabor final. De modo que, ya es hora de empezar a escribir de estas cosas que a todos nos enamoran del Parque Natural. Porque Ruidera, a pesar de todos los males, constituye nuestra auténtica joya natural, y como tal debe brillar por encima de todo.
Y en este sentido, hoy quiero recrear uno de aquellos maravillosos días de marcha por los caminos: era un día especial porque trataba de enseñar a unos amigos llegados desde Zaragoza, aquellas cosas del parque que no conoce ni visita el turista dominguero del baño, paella y botellón. Además, conseguí que me acompañaran dos amigos de esos, especialmente conocedores del Medio: Héctor Campos, magnífico fotógrafo y escritor, y Salvador Jiménez, también escritor y quizá uno de los mayores conocedores del paraje y de su conservación, tanto por ser natural del mismo, como por haber vivido todo su tiempo en él.
Y como según dicen los sabios estoicos, hay que buscar tratar con quien se puede aprender, porque el trato debe ser una fuente de enseñanza, al igual que la conversación, dado que hay muchas cosas por saber y es corto el vivir; pues, eso; que la compañía de Héctor y Salvador producían en mí este efecto; lo consideremos estoico o no.
Casa de los Duendes |
El día era otoñal, con el gris de los cielos como modelando las pequeñas lomas matizadas de coscojas y romeros: el grupo caminaba bordeando la laguna Conceja. El camino era ancho y se encontraba solitario; al fondo, la Casa de los Duendes; una construcción abandonada desde hacía décadas supuestamente por los ruidos ocasionados por seres misteriosos ¿Quién sabe de la existencia o no de otras formas de comunicación que puedan trascender en el tiempo y el espacio?
La Loma de la Conceja suponía un complicado ascenso para mí. Pero ya mi vista percibía multitud de imágenes que hacían que mi imaginación cabalgara enaltecida. Las plantas se mecían acariciadas por la brisa, y los cantos de las aves semejaban un plañidero duelo en esa necrópolis de en derredor. Porque estábamos dentro de una especie de bucle telúrico: tierra y alma; conexión espiritual con otros seres, otros tiempos, quizá hacía milenios ya.
Laguna Conceja |
Observaba la laguna desde el punto más alto de La Morra; y sentía un espíritu de reverencia hacia el entorno y el pasado; las verdeazuladas aguas reflejaban como espejos el embrujo del lugar. Me estremecía de ternura y emoción. Abrí mi pequeña agenda para tomar unas notas casi febriles ante la quietud y sosiego que transmitían las encinas y sabinares. Los chopos amarilleaban en su otoñal madurez.
Salvador iba y venía cogiendo piedras; Héctor disparaba una y otra vez su cámara fotográfica. Los componentes del grupo atendían encantados las explicaciones arqueológicas de Salvador. Era como hacer arqueología en estado puro, respetuosa con el tiempo y con el Medio, casi una actitud religiosa en su hacer: ¡Hay Ruidera; cuánto se ignora de ti!
Héctor también escribía, aunque lo hacía en su interior: “Me gusta ver a Salvador con las manos llenas de piedras, buscando, analizando, pensando… Me recuerda las primeras fotografías que vi de él en los, ahora, amarillentos periódicos de hace veinte años. Y quiero inmortalizarle así, protagonista en su medio, disfrutando inocuamente, respetándolo y adorándolo; pensando en aquellos predecesores que, como él, debieron de correr, cantar, gritar y sufrir en estas tierras mágicas: el hombre mimetizado con el entorno".
Material lítico en superficie |
Reconozco que yo era, soy más pragmático; tengo que serlo. Mi mente analizaba al mismo tiempo, la actual situación del entorno, el nivel de la laguna, la flora, la franja de masiegas, el avance del carrizo… En fin, es que no lo puedo evitar.
Y después volvimos a caminar dejando atrás “El Castellón” del poblado en altura situado en el Cerro de la Conceja. Son pequeños secretos de Ruidera, lugares para la ensoñación.
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