A veces me gusta tomar la carretera de Manzanares y recorrerla hasta llegar al río Záncara. Y lo hago solo con el propósito de recordar. Porque la carretera de Manzanares, para nuestra pandilla, siempre fue “el carreterín”, un mero camino asfaltado que sin embargo suponía la única vía de escape que nos permitía salir, alejarnos un poco del pueblo, nunca más allá del río Záncara, porque el mayor descubrimiento fue cuando, con el uso de las bicicletas, llegamos hasta él ¡Aquello fue la apoteosis!; ver las aguas correr, meternos en ellas sin otro bañador que nuestros calzoncillos… ¡Qué ingenuidad, nos bañábamos con ellos puestos, y luego nos los quitábamos para ponerlos a secar al sol!
La puente Bermeja (destruida) sobre el Záncara |
El Záncara quedaba como a unos ocho kilómetros de la población. De modo que llegar hasta él, dos en cada bicicleta, suponía un esfuerzo considerable. De la pareja, uno pedaleaba a la ida, el otro a la vuelta. Y ello bajo un sol que a menudo superaba los cuarenta grados. Pero éramos duros, como la tierra que nos conformaba. Y disfrutábamos con aquellas aventuras.
Y me acuerdo, sí, me acuerdo de aquella mañana en la que mi padre me llevó en su “Montesa” hasta el río. Detrás, abrazado a su cintura, yo lo sentía como un gigante, un gigante protector; con él no podía pasarme nada. Y apoyaba mi cara sobre su espalda mientras cerraba los ojos disfrutando el momento ¡Eran tan escasos los que me dedicaba! Recuerdo toda aquella infancia con “hambre” de padre. Así que aún no puedo comprender cómo aquel día se alinearon los planetas para que hiciéramos aquella excursión. Pero, al fin, allí estábamos los dos, frente a aquel río de aguas limpias, aunque someras por la evaporación estival. Recuerdo que le dije que quería bañarme, y él me dejó hacer. Me desvestí dejando tan solo mis pequeños calzones y penetré en la corriente. No tengo constancia de si el agua estaba muy fría o no. De lo que sí me queda el recuerdo es que mi cuerpo era tan pequeño que la corriente lo arrastraba, de modo que mi padre decidió quitarse su cinturón para que me agarrara a él, y así pudiera seguir disfrutando de aquel baño en total seguridad ¡Dios, me sentía tan feliz!
¿Qué hacen estos recuerdos en el fondo de mi mente? ¿Por qué siguen ahí! Ha pasado medio siglo, y aparecen nítidos, como si hoy fuera ese mismo día… No lo puedo comprender…
Cuando mi tío Isidoro trasladó su ganado a la “Cárcel de los ríos” y construyó la nueva vaquería poco antes de llegar al río, nuestras visitas se multiplicaron, porque tuvo el genial acierto de arreglar la alberca y la molineta, con lo que de pronto, toda la familia dispuso de “casa de campo” donde veranear. Y era de ver aquellos domingos en que desde primeras horas de la mañana casi toda la familia nos desplazábamos para bañarnos y comer una paella en un ambiente alegre y feliz.
Por aquel entonces compramos un 850 —lo que por estos lares y en esa época, era la repera—, y mi madre fue lo suficientemente atrevida como para decidirse a sacar el permiso de conducir ¡En un poblachón manchego y a finales de los sesenta! Que ello le costara un incontable número de pruebas de examen, es algo que no hace al caso, porque lo verdaderamente importante era su voluntad y deseo de romper barreras. Obtuvo el permiso, aunque, la verdad, a conducir, lo que se dice conducir, jamás aprendió. Por eso solo usaba la primera y segunda marcha del vehículo, llegando a olvidarse de que el auto tenía más. Cuando íbamos hasta el río, yo, en el asiento del copiloto, tenía que meterle la tercera y la cuarta. Y como quiera que entonces llegábamos a alcanzar la endiablada velocidad de sesenta y cinco o setenta kilómetros por hora, pues ella usaba el claxon profusamente en cada curva de la carretera: era como advertir al mundo entero ¡Cuidado que ahí voy yo!
El río, por tanto, era el nervio hídrico consustancial de nuestras vidas. También estaba el Gigüela, pero siempre a la sombra del anterior. Por eso, “el carreterín” de Manzanares, con su meta oficial en el Záncara, era nuestro “anschluss” particular. Por él hubiéramos guerreado, luchado y quién sabe qué cosas más.
El Záncara era un río relativamente caudaloso en los inviernos, desbordándose con facilidad durante la época de los temporales, y que soportaba relativamente bien los estíos, aun bajando mucho su caudal. Sus aguas eran limpias, estaba, eso sí, lleno de sanguijuelas, y en él, pesque mi primera pieza, curiosamente en el primer intento de mi vida lanzando con cucharilla. De pronto el sedal se agitó; y allí estaba aquel lucio enorme. Fue emocionante y triste a la vez ¡Jamás volví a pescar; y mucho menos a cazar! Jugábamos, nos bañábamos, aprendíamos a fumar ¡Sería cosa de vernos, con once o doce años, y un “celtas” en la boca! ¡Qué atrocidad!
Luego, con el inicio de los setenta ya todo empezó a cambiar. Las aguas comenzaron a bajar sucias y contaminadas, y ya nuestro río dejó de ser tal. Luego murieron miles de patos, y la fauna de sus aguas desapareció. Y nosotros nos quedamos sin río, sin que aquello apenas nos preocupara. Al fin, nos estábamos haciendo “hombres” y ya otras cuitas ocupaban nuestro caletre.
Los recorridos por el carreterín se acortaron, porque el río nos había dejado de importar. Ya como mucho lo utilizábamos en los tiempos de la vendimia. Luego, ni eso.
Con el río Záncara volví a encontrarme veinte años después. Para entonces ya había llovido todo lo que tenía que llover. Porque del viejo río, ya no quedaba nada. El cauce del Záncara era un desierto continuo de cardos, abrojos, basura y olvido. Era como un arañazo infecto en el terreno: cada día más putrefacto, cada día más purulento. Aún lo cruzaban sus viejos puentes; como puntos de sutura que intentaran cerrar una vieja cicatriz. El cauce del río Záncara ya era cualquier cosa, menos el cauce de un río. Y me pregunté entonces qué había pasado.
Y me acuerdo, sí, me acuerdo de aquella mañana en la que mi padre me llevó en su “Montesa” hasta el río. Detrás, abrazado a su cintura, yo lo sentía como un gigante, un gigante protector; con él no podía pasarme nada. Y apoyaba mi cara sobre su espalda mientras cerraba los ojos disfrutando el momento ¡Eran tan escasos los que me dedicaba! Recuerdo toda aquella infancia con “hambre” de padre. Así que aún no puedo comprender cómo aquel día se alinearon los planetas para que hiciéramos aquella excursión. Pero, al fin, allí estábamos los dos, frente a aquel río de aguas limpias, aunque someras por la evaporación estival. Recuerdo que le dije que quería bañarme, y él me dejó hacer. Me desvestí dejando tan solo mis pequeños calzones y penetré en la corriente. No tengo constancia de si el agua estaba muy fría o no. De lo que sí me queda el recuerdo es que mi cuerpo era tan pequeño que la corriente lo arrastraba, de modo que mi padre decidió quitarse su cinturón para que me agarrara a él, y así pudiera seguir disfrutando de aquel baño en total seguridad ¡Dios, me sentía tan feliz!
¿Qué hacen estos recuerdos en el fondo de mi mente? ¿Por qué siguen ahí! Ha pasado medio siglo, y aparecen nítidos, como si hoy fuera ese mismo día… No lo puedo comprender…
Cuando mi tío Isidoro trasladó su ganado a la “Cárcel de los ríos” y construyó la nueva vaquería poco antes de llegar al río, nuestras visitas se multiplicaron, porque tuvo el genial acierto de arreglar la alberca y la molineta, con lo que de pronto, toda la familia dispuso de “casa de campo” donde veranear. Y era de ver aquellos domingos en que desde primeras horas de la mañana casi toda la familia nos desplazábamos para bañarnos y comer una paella en un ambiente alegre y feliz.
Por aquel entonces compramos un 850 —lo que por estos lares y en esa época, era la repera—, y mi madre fue lo suficientemente atrevida como para decidirse a sacar el permiso de conducir ¡En un poblachón manchego y a finales de los sesenta! Que ello le costara un incontable número de pruebas de examen, es algo que no hace al caso, porque lo verdaderamente importante era su voluntad y deseo de romper barreras. Obtuvo el permiso, aunque, la verdad, a conducir, lo que se dice conducir, jamás aprendió. Por eso solo usaba la primera y segunda marcha del vehículo, llegando a olvidarse de que el auto tenía más. Cuando íbamos hasta el río, yo, en el asiento del copiloto, tenía que meterle la tercera y la cuarta. Y como quiera que entonces llegábamos a alcanzar la endiablada velocidad de sesenta y cinco o setenta kilómetros por hora, pues ella usaba el claxon profusamente en cada curva de la carretera: era como advertir al mundo entero ¡Cuidado que ahí voy yo!
El río, por tanto, era el nervio hídrico consustancial de nuestras vidas. También estaba el Gigüela, pero siempre a la sombra del anterior. Por eso, “el carreterín” de Manzanares, con su meta oficial en el Záncara, era nuestro “anschluss” particular. Por él hubiéramos guerreado, luchado y quién sabe qué cosas más.
El Záncara era un río relativamente caudaloso en los inviernos, desbordándose con facilidad durante la época de los temporales, y que soportaba relativamente bien los estíos, aun bajando mucho su caudal. Sus aguas eran limpias, estaba, eso sí, lleno de sanguijuelas, y en él, pesque mi primera pieza, curiosamente en el primer intento de mi vida lanzando con cucharilla. De pronto el sedal se agitó; y allí estaba aquel lucio enorme. Fue emocionante y triste a la vez ¡Jamás volví a pescar; y mucho menos a cazar! Jugábamos, nos bañábamos, aprendíamos a fumar ¡Sería cosa de vernos, con once o doce años, y un “celtas” en la boca! ¡Qué atrocidad!
Luego, con el inicio de los setenta ya todo empezó a cambiar. Las aguas comenzaron a bajar sucias y contaminadas, y ya nuestro río dejó de ser tal. Luego murieron miles de patos, y la fauna de sus aguas desapareció. Y nosotros nos quedamos sin río, sin que aquello apenas nos preocupara. Al fin, nos estábamos haciendo “hombres” y ya otras cuitas ocupaban nuestro caletre.
Los recorridos por el carreterín se acortaron, porque el río nos había dejado de importar. Ya como mucho lo utilizábamos en los tiempos de la vendimia. Luego, ni eso.
Con el río Záncara volví a encontrarme veinte años después. Para entonces ya había llovido todo lo que tenía que llover. Porque del viejo río, ya no quedaba nada. El cauce del Záncara era un desierto continuo de cardos, abrojos, basura y olvido. Era como un arañazo infecto en el terreno: cada día más putrefacto, cada día más purulento. Aún lo cruzaban sus viejos puentes; como puntos de sutura que intentaran cerrar una vieja cicatriz. El cauce del río Záncara ya era cualquier cosa, menos el cauce de un río. Y me pregunté entonces qué había pasado.
Río Záncara en la actualidad |
Y lo que había pasado es que, poco a poco, nos llegó el “progreso”. Se instalaron industrias y alcoholeras que vertieron todos sus residuos al río sin ningún miramiento ni rubor. Las poblaciones comenzaron a usar masivamente los detergentes y químicos, mientras la depuración todavía era una quimera de soñadores. Y por último se implementó la gran revolución verde de los cultivos intensivos y del regadío. Se perforaron miles de pozos sobre el Acuífero 23. Y el freático comenzó a descender drásticamente. De modo que el cauce del Záncara y del resto de los ríos quedó colgado, sin soporte hídrico subterráneo. Y lo que antes fueran manantiales, fuentes y rebosaderos, ahora eran torcas y colapsos por los que el agua, contaminada o no, según las épocas, percolaba en busca de llenar esos vacíos que provocaban las inmensas extracciones para el regadío. Algo, desde luego, imposible de lograr.
Y así fue como feneció el río Záncara, y el Córcoles, y el Viejo, y el Azuer, y el Gigüela, y la mayor parte de ese gran conjunto lagunar que denominamos Mancha Húmeda. En realidad, un “progreso” que se llevó por delante todo nuestro medio ambiente ancestral. ¡Una pena!, que diríamos por aquí… Aunque más pena da ver que todavía, todo eso, no nos preocupa, no lo valoramos, ni hemos exigido ningún tipo de responsabilidad. Al contrario, lo seguimos subvencionando ¡Alguien da más!
Y así fue como feneció el río Záncara, y el Córcoles, y el Viejo, y el Azuer, y el Gigüela, y la mayor parte de ese gran conjunto lagunar que denominamos Mancha Húmeda. En realidad, un “progreso” que se llevó por delante todo nuestro medio ambiente ancestral. ¡Una pena!, que diríamos por aquí… Aunque más pena da ver que todavía, todo eso, no nos preocupa, no lo valoramos, ni hemos exigido ningún tipo de responsabilidad. Al contrario, lo seguimos subvencionando ¡Alguien da más!
Las viejas vegas del río Záncara en la actualidad |
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