En la noche del 2 al 3 de diciembre de 1984, en la fábrica de pesticidas que Unión Carbide tenía en Bophal (India), cuarenta toneladas de isocianato de metilo (MIC) escaparon a la atmósfera. Inmediatamente, la ciudad, una urbe con más de setecientos mil habitantes, se vio cubierta por una nube tóxica absolutamente letal; decenas de miles de personas comenzaron a sufrir agudos problemas respiratorios, y muchas de ellas quedaron cegadas por el gas mientras huían en plena noche. Luego, un cambio en la dirección del viento, arrastró la nube tóxica hacia los miles de chabolas cercanas a la fábrica. El gas, más denso que el aire, terminó recorriendo a ras de suelo toda la barriada, y después la ciudad. El caos que se impuso corroboró una de las mayores catástrofes ecológicas que ha conocido la humanidad.
Aquella noche fallaron todas las medidas de seguridad diseñadas en la fábrica para prevenir un posible escape. Unas estaban apagadas, otras no funcionaron, y las restantes resultaron inadecuadas. Las sirenas de alarma tampoco funcionaron. Y los gases, cual sudario mortal, quemaron tejidos de ojos y pulmones, llegaron a la sangre, y provocaron la muerte inmediata de miles de personas: unos en sus camas, otros en las calles, en los hospitales o centros de primeros auxilios que se improvisaron. Serían solo la vanguardia de esta tragedia de muerte que habría de extenderse durante decenios. En la actualidad se considera en más de cincuenta mil el número de fallecidos a causa de la tragedia, y en más de quinientos mil los afectados por ella.
Unión Carbide zanjó sus responsabilidades con una indemnización que supuso un coste de cuarenta y ocho centavos por acción, mientras que tan solo uno de sus ejecutivos sufrió una condena penal de dos años de duración.
A cambio, los estudios médicos realizados a corto y largo plazo, demostraron una alta tasa de mortalidad entre los afectados por el gas. Y las enfermedades asociadas que les acosarán durante toda su vida enormemente destructivas: córneas quemadas y opacas, aparición prematura de cataratas… El tracto respiratorio fue el más afectado; tuberculosis, funcionamiento anormal de los pulmones, bronquitis crónica; mientras que la retahíla parece no acabar: enfermedades neurovegetativas, cáncer, alteraciones genéticas en los descendientes; en definitiva, una absoluta aberración.
Y esos centenares de miles de personas condenadas a vivir ese infierno en la tierra, lo único que pudieron y pueden seguir haciendo, es seguir pleiteando internacionalmente para que se les reconozcan unas pensiones y una atención médica permanente, algo que se considera normal en el mundo de Occidente, pero que es una quimera en el submundo de la pobreza y la marginación.
La lección está clara: todas esas decisiones que durante decenios fundaron las políticas empresariales en el traslado de fábricas y producciones contaminantes a los países menos desarrollados, donde las legislaciones medioambientales eran laxas o inexistentes, mientras que los costos de la mano de obra y legislación laboral eran de una precariedad absoluta, no resultaron solo decisiones ampliamente lucrativas para las empresas, sino que configuraron también decisiones eco-políticas que en muchos casos han supuesto indicios claros de menosprecio a la humanidad, genocidio y riesgos criminales sin juzgar ni valorar.
Mientras tanto, en Occidente seguimos considerando la ecología y el ecologismo como un juego de niños inmaduros que solo saben protestar.
La ecología política es una rama de la ciencia que estudia los efectos y desastres que causan esas decisiones. Y es en esta problemática en la que pretendemos ahondar con esta serie de artículos de divulgación; una serie que hemos querido comenzar con aquella terrible tragedia ocurrida en Bhopal treinta y seis años atrás. El deseo solo es uno: concienciar en la realidad de que vivimos en un mundo global, y que decisiones de tal materialismo económico, no solo no son inocuas, sino que en muchísimos casos constituyen auténticos crímenes contra la humanidad.
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