Los individuos nos expresamos a través de las palabras. Pero no todas las palabras deben ser escuchadas. La libertad de hablar no presupone que uno deba ser escuchado: ese derecho hay que ganárselo. El problema es que muchos discursos son más escuchados en base a criterios que no se corresponden, ni a su corrección, ni a su pertinencia, sino al poder de quien los emite y a las circunstancias de la emisión.
La libertad de expresión, por tanto, presupone que debe o debería ser protegida de forma eficiente y eficaz, siempre que se mantenga en los límites de lo que es aceptable, respete y no moleste a nadie. Esta es la idea general.
Pero yo no estoy de acuerdo con esta idea: la libertad de expresión, y su facilidad de difusión, hacen que en el momento actual puedan difundirse las sandeces más irreverentes. Además, lo que no es crítico, lo que no perturba ¿Qué interés puede tener?
Lo que verdaderamente se debería proteger es aquello que molesta, que critica, aquello que se dice, pero no se debería decir. En definitiva, lo que hay que proteger es todo aquello que perturba a los poderes establecidos; el debate social debería establecerse sobre lo que se debe poder decir y aquello que no se puede decir en modo alguno.
Sabemos que en el momento actual la realidad nos la dan interpretada, y que las estadísticas oficiales responden siempre a los intereses de quienes las difunden. Si a ello añadimos que se habla demasiado de todas aquellas cosas que nos transmiten, y que la mayoría de las veces no conocemos, llegaremos a la conclusión de que, en muchísimas ocasiones, sobran palabras y falta silencio: el abuso de la publicidad, la intrusión de las redes sociales, las continuas mentiras de la clase política, enriquecen el valor del silencio, de la escucha, de la meditación.
Deberíamos tener, por tanto, muchísimo cuidado con el uso que se hace de la palabra, y con el modo en que la recibimos. Hablar solo de lo que conocemos, discutir únicamente sobre lo que es justo o injusto —según decía Aristóteles—, y emplear la vehemencia para desmontar sin piedad la estupidez del adversario. No se trata de ganar la controversia, o aparentar ganarla, sino de ser capaces de hacer que florezca la justicia y la verdad. Y cuando no se persigue esto, lo mejor es callar; callar sobre todo si vamos a hablar sobre nosotros mismos, si tenemos preconcebidos juicios previos, si no somos capaces de diferenciar hechos de valoraciones.
Debemos ser conscientes de que nunca nos equivocaremos cuando somos fieles a nosotros mismos, cuando le decimos la verdad de lo que pensamos a aquellos con los que nos sentimos incómodos; cuando reconocemos nuestros errores, cuando no nos dejamos embaucar por ese artificio de las medias verdades.
Nunca nos equivocaremos cuando aceptemos que vendrán tiempos difíciles, que los problemas son parte de nuestro destino, que nuestra palabra debe ser medida y utilizada como objeto de cambio social, nunca desperdiciada. Y sobre todo, estar absolutamente convencidos de que nunca nos equivocaremos cuando amemos el silencio.
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