Carne de yugo es la segunda obra de Ramón Peñacoba que leo en poco tiempo. Lo que supone una dificultad añadida a la hora de reseñar este texto, porque es difícil escribir sobre la obra de un mismo autor en tan poco tiempo, y además hacerlo tratando de conseguir no repetirse con la reseña anterior, sobre todo con la información general que se refiere al autor.
Pero, por fortuna, en este caso, la información de que disponemos sobre el autor es tan breve y escueta que casi nos exonera de dicha posibilidad: que es un hombre que ama la literatura, la naturaleza, la montaña y el mar. Viajero empedernido, en el momento actual desarrolla programas de coordinación internacional, lo cual encaja perfectamente con el sentido y los valores que viene a transmitir en sus propias obras —en unas más que en otras, desde luego—, pero siempre en denuncia de la injusticia, la arbitrariedad, el abuso de poder, y sobre todo, el sufrimiento y abandono ancestral de las clases menos favorecidas.
Y esto es lo que viene a hacer en Carne de yugo, una de las más duras novelas que yo he podido leer inspirada en la represión nacionalista en los primeros momentos de la Guerra Civil española. Tanto, que casi la consideraría no apta para personas especialmente susceptibles a las que podría herir en su sensibilidad.
La trama se sitúa en julio de 1936, en una pequeña aldea burgalesa absolutamente rural, donde sus habitantes, jornaleros o arrendatarios, malviven a base de trabajar los campos de sol a sol.
La trama está narrada en primera persona por su protagonista principal, Pablito, un niño de once años que, inesperadamente, va a tener que vivir las consecuencias de los inicios de la represión que las tropas sublevadas de Mola, junto con los falangistas, van a utilizar contra toda la población campesina y jornalera susceptible de ser considerada “roja”, o simplemente afín a partidos, sindicatos, o a las reformas introducidas por el Frente Popular.
La novela atrapa inmediatamente al lector: por lo bien escrita que está, y por como describe la vida rural, pobre y miserable, de los años treinta en España. El aislamiento, la incultura, el embrutecimiento y el analfabetismo que reinaba en el campo, y del cual sacaban provecho los mismos de siempre: acaudalados caciques, propietarios, el “amo” en suma, y la Iglesia; los unos, explotando; los otros, manipulando a su antojo y exigiendo sumisión con la cantinela del “Dios lo quiere” y la esperanza de la compensación en la “otra vida” posterior.
Pablito ha de pasar así, de la niñez adolescente, a una madurez intelectual adulta. Y todo ello a base de sufrimiento y dolor; violentamente arrastrado por las circunstancias de una guerra que le es ajena. Por otro lado, el otro gran personaje de la obra, Fermín, el abuelo del niño, con su rudeza, su parda sabiduría, y su buen tino para contener la violencia, creará a otro personaje excepcional al que a lo largo de las páginas resulta casi imposible no llegar a admirar.
El retrato del pueblo también resulta magistral: a veces solidario; pero mezquino, envidioso, y hasta asesino potencial en las situaciones de adversidad, donde salvar el pellejo o adquirir prebendas a costa de sus vecinos, se impondrá a cualquier otra característica humanitaria o de compasión.
Debo decir, francamente, que me ha parecido una novela fantástica, capaz de exaltar mis sentimientos, trasladándome a la época y lugar. La recomiendo, por ello, con entusiasmo; sobre todo para aquellos interesados en conocer “la trastienda” que rodeó todas aquellas venganzas que se sucedieron, a uno y otro lado, en aquellos oprobiosos momentos de comienzos de la Guerra Civil.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por comentar...