Que
nuestra sociedad está asistiendo a una nueva escalada de violencia; eso es
innegable. Que no sabemos a dónde nos puede conducir; eso resulta peligroso y
abrumador.
La
violencia, considerada política y socialmente, es tan antigua como la vida
misma, si bien ha ido pasando por fases diferentes en su evolución: desde el
puro enfrentamiento armado como medio para conseguir las cosas; pasando después
por fases; primero al hecho de destruir por destruir —cuando se tomó conciencia
de que los Estados eran demasiado fuertes—; y posteriormente a la acción
opuesta de la “no violencia”, aquella que utilizaron Gandhi o Martin Luther
King.
Pero
el momento actual nos ha situado en una nueva etapa de la utilización de la
violencia mucho más taimada, artera y sutil: ante la sociedad se presenta como
si fuera la misma versión de la “no violencia” de las últimas décadas, pero en
la práctica, sí que se ejerce la violencia: las calles llenas de violencia
salvaje y barricadas ardiendo, en Chile, en París o Barcelona, son la constatación.
Es la “neoviolencia” que aspira a conseguir sus objetivos tanto por la fuerza
bruta, como presentándose desvalida y sojuzgada a los ojos del mundo. Es una
violencia que solicita la compasión universal, por su persecución antidemocrática
y vulneración de los derechos humanos, mientras que, por otro lado, asalta,
destruye, acorrala y odia a todo el que se oponga o no piense igual.
Tomar
conciencia de esta nueva forma de violencia es cuestión vital en la defensa de
la sociedad democrática. Y necesita una valiente reacción por parte de
intelectuales, periodistas, organizaciones políticas y sindicales, y por el
resto de la sociedad civil.
Es
cierto que, a lo largo de la historia, las sociedades han avanzado con el
cambio. Pero en el momento actual parece como si perseguir el cambio fuera algo
obsesivo que ni siquiera nos permite pararnos a pensar si ese cambio es para
mejor: “novolatría” se llama esa obsesión.
Filosófica
y políticamente, el cambio puede afrontarse desde dos concepciones diferentes:
creer en la racionalidad de lo humano, y por tanto, pensar que nos debe
gobernar la razón; lo que significa creer que al igual que el cambio científico
—basado en la razón—, es bueno; los cambios políticos guiados por la razón
serán beneficiosos. La otra opción sería pensar en un individualismo excluyente
y protector, derivado de pensar que los logros los alcanza el individuo con su
esfuerzo, y por tanto nada debe a nadie; menos al Estado y la sociedad.
Creo,
sinceramente, que pensar que nada debemos a nadie, para aquellas personas que
han nacido y viven en un “Estado del Bienestar”, que les cuida y protege desde
la cuna: nacimiento, educación, cultura, sanidad, ayudas, protección social y
garantías jurídicas y constitucionales, es bastante egotista y discutible. Por
lo tanto, soy partidario de pensar en los cambios desde la razón. O lo que es
lo mismo, soy partidario de pensar que el cambio social per se, no ofrece ninguna garantía de que vaya a ser para mejor, y
por lo tanto implica la necesidad de pensarlo, debatirlo y cuestionarlo.
La
aceptación del disenso resulta premisa básica, auténtico punto de partida para
la objetivación y consenso del futuro cambio, entendido este desde la óptica de
la racionalidad. Algo que resultará imposible con la persistencia de la “neoviolencia”
o la manipulación de la emotividad social desde las redes o instituciones
oficiales.
Y
esto es, por desgracia, lo que nos está ocurriendo en nuestro país: un camino
peligroso que puede cercenar, de un solo tajo, nuestra más que frágil democracia
social. Esperemos que, al fin, se imponga la razón y la bonhomía social, porque
si no, nos irá mal. Así que tratemos de atemperar los ánimos de tanto exaltado
y pongámonos a pensar con racionalidad.
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